¡Porque es lo que corresponde!
Todo lo que Nahim vio aquella mañana, recortada en el horizonte de los soles gemelos de Sartos II, fue una silueta vaga que arrastraba tras de sí una extraña carga.
La silueta se aproximó, y Nahim reconoció la anatomía propia de un ser humano: tronco, cuatro extremidades, una pequeña cabeza que se proyectaba decidida mientras salvaba la distancia hacia su cabaña… Nahim se apartó de la ventana y salió al porche para recibir al forastero.
Era un sujeto alto, de complexión robusta; vestía los remiendos de lo que en otros tiempos había sido un uniforme del ejército terrestre; su rostro aparecía velado parcialmente por un sombrero de ala ancha, si bien se advertía un cigarrillo en el marco de una barba mal afeitada.
Nahim esperó, apretando los labios. “¿Servirá éste?”, se preguntó. La samittana se retorcía de impaciencia mientras estudiaba al desconocido. Pronto se hizo evidente la naturaleza de la carga que arrastraba tras los pasos empeñosos: Nahim había pensado en una gran caja, y, básicamente lo era, aunque no de cualquier tipo, ya que se trataba… ¡de un ataúd!
¿Qué hace ese terrícola desquiciado? Nahim abandonó toda esperanza; resultaba evidente que no se trataba de un cazador de recompensas; los cazadores de recompensas no se anuncian, y mucho menos tan escandalosamente, sino que tratan de pasar desapercibidos hasta el último segundo: aquel que se define de cara al contrincante, cuando el temblor de los dedos se cierne sobre las culatas enfundadas.
Pero, ¿entonces? ¿Quién era este sujeto? ¿De dónde venía y qué era lo que se proponía?
Nahim aguardaba envuelta en dudas cuando advirtió que unos niños del erial salían al encuentro del recién llegado; indudablemente, les había llamado la atención el macabro trasto que dejaba un surco profundo sobre la grava, de manera que se habían acercado al portador para interrogarlo.
—¿Oiga, señor, qué lleva ahí? ¿Lleva a su abuela? —Los niños se regodeaban en torno al aparatoso cofre, arrojándole piedrecillas—. ¿No nos va a contar, señor? —El revoltoso grupo le arrojó al cofre las últimas piedritas, y, finalmente, entre jaleos y risas, se alejó por el camino.
A todo esto, el terrícola había llegado por fin ante la puerta de Nahim. Levantó la cabeza, y la samittana pudo apreciar sus rasgos fuertes y ladinos.
—¿Qué se le ofrece, compañero? —le preguntó.
El terrícola escupió la colilla inútil que tenía entre los labios.
—Usted sabe a qué he venido, madame. —El hombre buscó otro cigarrillo y se limitó a raspar una cerilla en la suela de su bota.
Claro que Nahim supo a qué venía el forastero. Lo supo, sí, sin saber exactamente cómo. Nada en él delataba al caza-recompensas, y sin embargo ahí estaba: un tipo de edad imprecisa, envuelto en un capote verde azulado de la milicia terrestre. Un ex combatiente, devenido en cazador de hombres. Pero había algo más… Nahim observó la mano que empuñaba la cerilla; no era una mano humana: se trataba de una prótesis, alguna clase de apéndice artificial.
—Él me habló de usted, ¿sabe?
—¿En serio? —El terrestre dejó escapar el humo del cigarrillo—. ¿Y qué le dijo?
—Dijo que le avisara en caso de que advirtiera la presencia de un hombre con una mano robotizada. También dijo… —La samittana varió el color de su epidermis—. Me dijo que no le temía a nadie, salvo al manco.
—Un hombre inteligente —apuntó el aludido. Entonces, observó—: ¿Por qué tiene miedo?
—¿Yo?
—¿Quién más? —El terrícola esbozó una parca sonrisa—. Los samittanos mudan de color cuando sufren algún tipo de alteración producto del miedo, la felicidad, la fatiga…
—Estoy cansada —mintió la samittana, encendida en destellos escarlatas.
El terrícola clavó los ojos en el suelo.
—No vengo por usted —se limitó a decir.
—Ya lo sé. Es que… —La samittana frunció los labios—. ¡Es que tengo miedo de que usted no pueda matarlo!
El terrícola meneó la cabeza.
—¡Riesgos del oficio! —masculló. Clavó entonces los ojos grises en la mujer y le preguntó—: ¿Hace cuánto que lleva las marcas?
La epidermis de la samittana varió a un tono lindante con lo broncíneo: ¿vergüenza?, ¿angustia?, ¿temor?
¿O todo a la vez?
—Mucho —dijo, y se ocultó torpemente las tres rayas paralelas que surcaban el largo de su frente: el sello de los esclavos.
La mujer iba a hablar otra vez, pero un imprevisto ocurrió: la mano de aleación del terrícola se activó y se extendió imperativa hasta la punta de su dedo índice.
—¡Basta de parloteo! —escupió—. Necesitamos entrar a su pocilga para sorprender al cerdo, ¡así que hágase a un lado de una maldita vez!
Por un momento, la samittana se paralizó; sin embargo, el carácter indómito de su raza se impuso: cerró la boca enmudecida por el pasmo, cruzó los cuatro brazos sobre el pecho traslúcido y miró al insólito atacante desde la dignidad de sus ojos tetraglobulares.
El terrícola enseñó los dientes enfermos.
—Le suplico disculpe a Taco, madame —dijo—. Suele ser un tanto… impaciente cuando de muerte se trata.
—¡Ya lo veo! —La samittana ladeó la cabeza terminada en cartílagos ventosos—. ¿Y bien? —agregó, y se hizo a un lado, desperezando su base tentáculomotor—: ¿Se quedarán ahí toda la tarde?
El terrestre tironeó del cabo de la soga y arrastró el ataúd. Lo posicionó frente a la entrada de la casa, bajo la sombra de un alero desvencijado y a un paso de la escalera que lo separaba del porche. Abrió entonces la tapa de rústica madera de sebeno.
La samittana observó el proceso en silencio. Finalmente, el terráqueo superó el tramo de los escalones haciendo sonar sus curiosas espuelas, y entró a la casa.
—Espuelas de cepillo —comentó admirada la mujer—. ¿Usted doma mantas?
—Son rápidas —dijo el caza-recompensas. Miró a su alrededor—. Un lindo agujero. —Se dirigió a una mesa situada frente a la entrada. Tomó asiento tras ella—. Por favor, madame, no cierre la puerta.
—¿Le gusta el paisaje? —La samittana soltó el picaporte.
—Me gusta la sangre del doble atardecer. —El cazador se distendió en la silla.
Nahim volvió la vista al exterior: los soles gemelos de Sartos II casi habían completado su peregrinación diurna, y un rojo esplendente bañaba las laderas de las cumbres distantes, más allá de la magra y susurrante llanura.
Se quedó absorta contemplando la escena.
—¿En qué piensa? —preguntó el humano a sus espaldas.
—En botas —masculló la samittana.
—¿Botas?
—Tengo que lustrarlas. —Nahim cruzó la estancia y se detuvo ante un pequeño aparador. Retiró un par de botas de cuero terminadas en espuelas para wuggos—. Después me encargaré de su chaleco…
¿Serviría de algo decirle al terrícola que su colega humano, buscado por múltiples homicidios, la trataba como a una perra sikariana? ¿Serviría de algo que le dijese que si no tenía listo a tiempo las malditas botas junto al maldito chaleco le infringiría otro corte más en sus ya dañados tentáculos? “No seas tonta —se dijo Nahim—, ni siquiera debe haber notado que arrastras uno de ellos”. Pero, ¿serviría, tal vez, que le mencionara que si trataba de escapar, que si se atrevía a tomar distancia de la casa, el collar de energía que le rodeaba el cuello explotaría, arrancándole la cabeza de cuajo? ¿Eh? ¿Serviría? ¿Lo envalentonaría? ¿Lo ofendería en su dignidad de hombre y de terrestre, para, de esa manera, acabar más rápida y eficientemente con su atormentador? ¿Qué pasaría si…?
—¿Y ahora en qué está pensando?
—¿Por qué cree que estoy pensando en algo?
—¿Bromea? —El terrestre chasqueó la lengua—. Acabo de ser testigo de una verdadera fiesta de fuegos artificiales: ¡Todo su cuerpo varió del magenta al verde, y del verde al azul, para luego detenerse en un rojo profundo con leves destellos amarillos!
“¡Magenta!” —pensó Nahim—. “¡Como el cielo de mi planeta natal, antes de abandonarlo en medio de la profanación!”. —La samittana maldecía por lo bajo mientras repasaba el flanco de la bota con un ungüento ceroso—. “¡Verde como los ojos de mi amado muerto por obra del tirano!”. —Nahim escupió la bota y repasó frenética el cuero repujado—. “¡Azul del cuerpo cuando se va la vida!”. —Nahim echó un vistazo al recién llegado y pronunció en voz alta—: ¡Rojo como la sangre de la venganza sobre el pellejo humano! —Los cuatro ojos se encendieron con un amarillo vengador.
El terrícola apoyó el sombrero sobre la mesa.
—Creo que me perdí algo —dijo.
—¿Perderse algo? —Nahim tomó la otra bota—. ¡Oh, no lo dude, compañero!
En ese momento una suerte de golpeteo rítmico logró separarla de sus cavilaciones. La samittana desvió la vista de su tarea y la concentró en la mesa: los dedos de la prótesis artificial tamborileaban sobre la superficie de madera, a expensas de su portador humano.
—¿Nervioso?
—¿Yo?
—No —dijo Nahim—, su amiguito.
El terrícola descubrió atónito el golpeteo de los dedos de aleación sobre la mesa.
—¿Qué te pasa, Taco?
—¿Taco? ¿Se llama Taco? —Nahim adelantó una sonrisa desprovista de dientes.
—¡Mi nombre es Taco! —escupió el apéndice artificial, y los dedos se distendieron—. ¿Qué tanto se tarda este tipo?
La samittana apartó las botas y se concentró en el chaleco.
—Cuando finaliza el día, Brantos toma su catalejo y se dirige a una cuesta desde cuya altura sondea el perímetro del valle. Espera que, si vienen a buscarlo, aterricen en algún punto de…
—¡Cállese!
La samittana cerró la boca y observó al cazador. Estaba tenso, atento a un sonido que procedía del exterior.
—¡Es el tipo! —advirtió Taco, los dedos como garras.
Un paso desmañado circuló por la galería de entrada bajo el alero vencido. De pronto se detuvo, para luego avanzar irregularmente, en un ir y venir de baile…
—Prepárate, Taco —susurró el cazador—. Debe estar estudiando el ataúd.
“No cabe duda de que los terrícolas son extraños. ¿Se supone que un hombre no debe detenerse si descubre un ataúd a la puerta de su casa?”.
Pensaba en esto Nahim, hecha un manojo de coloridos nervios, cuando la figura corpulenta del aludido se recortó en el umbral del atardecer.
—Oye, ¿qué diablos es esa c…? —Se interrumpió. Su ojo de pistolero repasó la escena en una fracción de segundo: efectivamente, Brantos aún tenía el dedo meñique alzado, apuntando en dirección al ataúd, cuando reparó en la figura del extraño levantándose tras la mesa, retirando una vieja .45D R/N de su funda, apuntando tras el ceño fruncido…
—¡No tan rápido, mantero! —Brantos desenfundó como un rayo y abrió fuego. El estruendo hizo temblar las viejas paredes, al tiempo que la bala se abría camino a través del brazo de aleación que blandía la .45.
—¡Auch! —Taco despidió una lluvia de chispas mientras el cazador caía tras la mesa que, a último momento, logró voltear para usar como escudo.
Brantos se adelantó, arma en mano, cuando sintió el impacto en su sien. Miró aturdido al suelo y descubrió la bota. Entonces dirigió la mirada enfebrecida hacia la samittana.
—¡Mi hermosa bota! —Apuntó el cañón aún humeante de su arma hacia la agresora—. ¡Maldita perra!
Pero un nuevo golpe a la altura del pecho lo hizo detenerse en seco. Brantos pestañeó estúpidamente cuando descubrió al cazador de pie tras la mesa volteada. Recién entonces bajó la vista y la clavó en el cuchillo enterrado en su corazón. La sangre trazaba una aureola perfecta que comenzaba a abrirse como un ojo de naturaleza maligna.
—¡Mi hermoso chaleco! —barbotó—. ¡Mira cómo se mancha mi hermoso chaleco! —Adelantó el arma, pero ya era tarde: el caza-recompensas lo tenía encañonado con una recortada que gatilló sin pérdida de tiempo. Los proyectiles gemelos impactaron sobre el trémulo cuerpo de Brantos, que se desprendió del piso con la furia de un cohete, para atravesar la puerta al vuelo y aterrizar fuera de la casa. El caza-recompensas bajó el arma, buscó su sombrero y, apartando la mesa, se dirigió con paso remilgado a la salida. Años más tarde, Nahim recordaría que en el umbral de la vivienda habían quedado, humeantes y emparejadas, las dos botas de elegante confección que calzara el malogrado pistolero.
—¡Sáquenme…! ¡Sa… quenm…! ¡… de aquí! —El ajusticiado permanecía abatido entre las estrechas paredes del ataúd—. ¡Maldit…! ¡S-saq…!
El cazador le dedicó una mirada impersonal a su presa. Bajaba los escalones de la entrada cuando el brazo de aleación lo increpó:
—¡Un momento! ¡Tengo un asunto pendiente con este fulano! —La dañada prótesis parlante se extendió hasta la punta de los dedos y demandó—: ¡Suéltame, jefe!
—Como quieras, Taco. —El cazador desarticuló la prótesis de su encastre saneado y, para horror de Brantos, la arrojó cuan larga era al interior del ataúd. Taco cayó sobre el abdomen del agonizante pistolero y comenzó a reptar en dirección a su cuello. Mientras tanto el cazador tomó la tapa del cofre que había depositado a un lado y se dispuso a apuntalarla sobre los cantos de la estructura. Brantos gritaba. Brantos gritaba con los ojos desorbitados y con la fuerza que sus pulmones no tenían. Brantos gritó, sí, como si se tratara del Día del Juicio Final. Para cuando la tapa selló la abertura, y el cazador se dedicaba a remachar la rústica madera de sebeno, la prótesis artificial había cerrado sus dedos de hierro en torno al inflado cogote del condenado.
Nahim se apoyó en el marco de la puerta. Presenció los golpes de martillo sobre la tapa adornada con el Cristo de la mitología judeocristiana terrestre.
—¿Por qué hace todo esto? —inquirió, estupefacta.
El terrícola detuvo el martilleo sobre la muda caja.
—¿Por qué hago qué? —El cazador miró a Nahim con desconcierto.
—El ataúd, el Cristo… ¡El rito! —La samittana cruzó los cuatro brazos sobre el pecho traslúcido—. ¿Por qué, compañero?
El terrícola abrió la boca…
¡Qué extraños, por todos los dioses, qué extraños son los terrícolas! Aun pasados los años, Nahim recordaba la insólita respuesta que había recibido de su salvador.
Finalmente el hombre terminó su trabajo y miró a la samittana.
—Ya se puede ir, madame —dijo.
Nahim iba a contarle lo del ariete de energía, cuando observó que el cazador extraía un pequeño dispositivo del interior de su capote militar y lo apuntaba hacia ella: la samittana oyó un click, y el terrible aparato explosivo se desprendió de su cuello para caer inerme al suelo calcinado.
—Váyase —repitió el humano.
Nahim repasó el escozor de su cuello mientras su cuerpo se teñía de violeta.
—¿El violeta es bueno? —preguntó el terrestre.
Nahim asintió silenciosa. Entonces, preguntó:
—¿Cuál es su nombre?
—Temístocles —respondió el ex capitán Temístocles S. Furhias—. ¿Y el suyo?
—Nahim.
El cazador miró el horizonte sin soles donde comenzaban a resplandecer algunas estrellas.
—Debo marcharme, madame. —Se retiró el sombrero y ensayó una breve inclinación—. Ha sido un placer.
—Lo mismo, compañero… —La mujer alzó las manos diestras.
El caza-recompensas ajustó un soporte a su cintura y asió el cabo de la cuerda con su mano buena. Tiró de él, al principio torpemente mientras hacía palanca con la fuerza de la cintura, hasta que tomó velocidad y se alejó por el camino. Nahim se despidió varias veces desde la galería de la casa, hasta que notó que los niños del erial, que poco antes habían abordado al terrícola, le salían nuevamente al encuentro. Lo que aquellos bribones hablaron con el humano, nunca lo supo la noble samittana…
—Oiga, señor, ¿nos va a decir si la lleva a su abuela o no?
Los pequeños arrojaron sus piedrecillas a la madera del cofre.
—Sí, señor, ¡cuéntenos algo! —insistieron—. ¿A quién lleva ahí, eh?
El hombre, por fin, carraspeó:
—¡Lo llevo a Taco!
Los niños alzaron las cejas al tiempo que un brillo pícaro atravesaba sus rostros.
—Sí, claro —dijo uno de ellos—. ¡La lleva a su abuela!
—Claro que sí —dijo otro que, sin dudas, pensaba que el hombre les jugaba una broma—. ¡Tiene a alguien ahí adentro! —Volvieron a retumbar las piedritas en la superficie del cofre…
¡Hasta que unos golpes se sintieron en el ataúd! En efecto, porrazos de algo o alguien, como si una mano castigara la madera desde el interior del sarcófago, explotaron en tres huecas y macabras ocasiones.
Los niños se paralizaron y soltaron las piedras. Las sonrisas se borraron de sus menudos rostros. Miraron entonces al portador de la lóbrega caja:
Sonreía… ¡Bajo una noche de innominados ecos, el humano del féretro les dedicó a los niños una aciaga sonrisa, al tiempo que les dirigía el fuego fatuo de unos ojos arrobados hasta la demencia!
Pasados los años, Nahim seguiría sin saber qué les había dicho el hombre, pero de algo sí se acordaba…
¡Aquellos bribonzuelos habían salido corriendo como almas perseguidas por el demonio!
3 comentarios
Gracias a Peio a Blas a Pedro, y a todos los que hacen Exégesis: creo que es uno de los últimos bastiones de calidad que persisten en el vapuleado mundo de los e-zines: en medio de muchas publicaciones que desaparecen, Exégesis brilla. Y está claro que lo hace: cada vez es más cuidado el aspecto visual que le da a sus actualizaciones: hay tiempo invertido y ganas de hacer las cosas bien. No otra cosa merece este género literario que tanto nos gusta. Saludos 🙂
Gracias tambien a tí por tus inquietantes,oscuros,siniestros,apocalípticos,polvorientos y a veces destornillantes … y siempre siempre magníficos relatos!
*Realmente no quería escribir ésto,ha sido cosa de mi mano mecánica,que tiene vida propia ¿?¿?
Me sigue gustando este personaje dual que es Temistocles/Taco. ¡Y la imagen del hombre llegando y yéndose con el ataúd es genial!