Las dos muertes del Capitán Zabaleta
Detuve a mis hombres a la entrada del hormiguero. Regueros de insectos, enormes como camiones, entraban y salían de la boca de la galería. Después de comprobar equipo y armamento procedimos a aplicarnos unos a otros, en nuestros torsos desnudos, el rastro químico que habría de permitirnos internarnos sin peligro en un reino hostil.
Mientras esperábamos a que la substancia se introdujera en los poros de nuestra piel, Wilford, el entomólogo de la expedición, intentó aleccionarme sobre la trepidante vida social de las hormigas, con anécdotas vividas en el mundo que habíamos dejado atrás. Maldita sea la falta que me hacia oír hablar de bichos, momentos antes de introducirnos entre un enjambre de ellos.
—En una ocasión, tras un inventario de los bosques camboyanos, me refugié con mis colaboradores en un albergue de Surín, en Tailandia. Era un lugar ideal para el descanso, pues se trataba de una casa de madera rodeada por un apacible jardín tropical, con bancos para leer y mesas para escribir. Durante la noche, por encima del sonido producido por las aspas de los ventiladores, oíamos ladrar a los gekos con la cadencia con que un ruiseñor elaboraría sus trinos.
—En caso de que su historia vaya a servirnos de algo, le agradecería muchísimo que pudiera abreviarla —le rogué.
Sin que mi cinismo consiguiera perturbarle, prosiguió:
—En una de mis sesiones de descanso, me senté en un banco bajo la fronda de un ficus. Leía no recuerdo qué libro, con tranquilidad, relajado. De improviso, el cuerpo de una hormiga decapitada cayó sobre la página que estaba leyendo, confundiéndose entre puntos, comas, vocales y consonantes. Observé con curiosidad aquel cuerpo sin cabeza. Sus patas seguían moviéndose sin convicción, con la inercia de una locura arbitraria, carente de propósito. A la caída del cuerpo mutilado siguió otro, y otro, y otro más. Demonios, pensé, en alguna de las ramas del ficus está ocurriendo una ejecución multitudinaria. Me puse en pie sobre el banco y descubrí al autor de la masacre. Una hilera de obreras había apresado con sus mandíbulas los dos extremos opuestos de una hoja, hasta conseguir formar con ella el receptáculo de un tubo, un canuto si lo prefiere, mientras una enorme soldado, moviéndose por encima de la hilera, decapitaba una a una a las obreras con sus terroríficas mandíbulas. Tras un minucioso examen, descubrí más hojas, más hileras de obreras y más soldados ocupados en el dantesco ejercicio de la decapitación.
—¿Por qué lo hacían? ¿Qué propósito tenía todo ello? —quise averiguar, aún sabiendo que mi curiosidad serviría de abono a la palabrería de Wilford.
—Ese día descubrí a una especie que permanecía sin clasificar a la que, naturalmente, puse mi nombre: Formica cruelis wilfordiana. Imagínese, teniente, una nueva especie en el ambiente humanizado de Surín, con una deforestación galopante y cuyos límites se encontraban rodeados de arrozales hinchados de pesticidas.
El intrépido entomólogo debió de descubrir mi mirada de impaciencia, por lo que retomó el hilo de su historia.
—Eran hormigas nómadas, tipo marabunta, sólo que más discretas. Las hojas eran utilizadas como campamento provisional en el que cobijar a la reina, a su puesta y a las pupas que derivarían de ésta. Las obreras que construían las tiendas eran más útiles decapitadas; pues, desprovistas de cabeza, su sistema nervioso se concentraba en el acto de cerrar mandíbulas y mantener cosidos los extremos de las hojas. Acerqué mi mirada inquisitiva al soldado. El insecto interrumpió su trabajo de verdugo, alzó su cabeza y me observó a su vez, de frente. Ambos permanecimos inmóviles durante un rato, contemplándonos del modo en que se observarían dos inteligencias autónomas y autoconscientes, dos seres racionales sorprendidos por la rareza del otro. Sintió curiosidad por mí, estoy seguro, tal como yo sentí curiosidad hacia él.
—¿A dónde quiere llegar, Doctor? —me rendí.
—Al lugar en el cual convenga conmigo en que los insectos sociales tienen conciencia, aunque se trate de una conciencia extraña, totalmente ajena a nosotros. Sin duda poseen una inteligencia colectiva, en cuyo amparo el individuo se prolonga y trasciende a través del grupo. En eso son superiores a nosotros, pues carecen de la debilidad del “yo”.
—¿Alguna otra cosa? —le espeté, abrochándome la camisa de mi uniforme y recogiendo el subfusil que había depositado junto a unas piedras.
—Sí, aquel día descubrí, contra lo que suponíamos hasta entonces, que pueden vernos. Sabían que estábamos allí, ejerciendo de supuesta especie dominante. En cuanto a percepciones, estas hormigas no son diferentes de cualquier otra variedad que haya estudiado. El rastro químico no nos inmunizará del todo a sus ataques. Debemos estar alerta, pues en todo momento sabrán que avanzamos entre ellas.
—Lo tendré en cuenta —le aseguré, en un acto de suficiencia donde la arrogancia y la temeridad se daban la mano.
A pocos pasos de la puerta del hormiguero, formé a los muchachos. Cuatro cadetes de porte fornido, cuatro cadetes espigados, musculados, con trazas de acné en sus rostros de niño. Eran jóvenes, ninguno de ellos había conocido el mundo que habíamos dejado atrás. Reflexioné sobre cómo las generaciones podían llegar a distanciarse hasta volverse irreconocibles, hasta perder herencias, lugares comunes, asideros sociales donde guarecerse de la incertidumbre del futuro. Como buen mando, me dispuse a arengarlos:
—¡Soldados! —les dije—. Vamos a emprender una gesta que entrará en la épica de las leyendas. Descenderemos por ese hormiguero y mientras el Doctor Wilford realiza sus observaciones sobre los insectos, investigaremos qué ocurrió con su colega, el profesor Durrell, y con los hombres que le acompañaban en la expedición que nos precedió en el descenso del hormiguero. ¿Alguna pregunta?
Desmond, el cadete más fornido y más descerebrado dio un paso adelante.
—Si esos bichos nos ocasionan problemas, ¿por qué no los barremos? Tenemos armamento suficiente para ello.
Me encaré a él con ademanes bruscos.
—Soldado, la violencia es el recurso de los imbéciles. Los insectos han empezado a extender su territorio hasta los límites de nuestra colonia. Queremos saber más sobre ellos antes de actuar, conocer qué los motiva, cuál es su papel en el entresijo vivo de cuya estructura queremos formar parte.
—¿Para qué? —tuvo el cadete la jactancia de arrojarme.
—¿Cómo que para qué? ¡Póngase firme soldado! —rugí al advertir un ligero síntoma de relajación en la quijada inferior del subordinado—. ¿Es usted demasiado joven para siquiera tener noticia del mundo que nos vimos obligados a abandonar? Nuestra codicia y orgullo nos hizo exprimir el tejido vivo de la biosfera hasta límites incompatibles con la conservación de la raza humana. No vamos a desaprovechar esta nueva oportunidad que se nos ha concedido, para comportarnos de la misma e irracional forma. Nadie, repito, nadie disparará por capricho, repugnancia o miedo. Utilizaremos nuestras armas sólo en el caso de que sea necesario para proteger nuestras vidas. ¿Alguna otra pregunta?
Crespo, el más taimado de los cadetes, se adelantó con un rápido movimiento de piernas.
—¿Cómo sabremos que nuestras vidas corren peligro, cómo distinguiremos un simple tanteo de antenas de una estocada de mandíbulas?
—Muy fácil, cadete. Dejaremos que ellas tomen la iniciativa y responderemos en función de lo que hagan. Aunque ello implique la muerte de alguno de nosotros.
Accionamos nuestros propulsores de ingravidez, dos placas de alternadores de alta energía instaladas en los costados de nuestros uniformes mediante un simple cinto, y nos situamos entre las patas de los insectos. Apagamos los propulsores y nos introducimos en el hormiguero a pie. En cumplimiento de mi obligación de mando, no tenía más opción que encabezar la comitiva. Una recua de cuatro soldados nerviosos, de gatillo fácil, cerrada por Wilford, el entomólogo. Las obreras nos cedían el paso casi con respeto, si aquello era posible. Nuestros frontales luminosos arrancaban, a la oscuridad de la galería, los reflejos de patas, antenas, corazas quitinosas de un azabache intenso. Parecíamos mineros miedosos al encuentro de una jornada laboral indeseada, que habría de transcurrir en un peligroso pozo de hulla contaminado por emanaciones de grisú.
—Peligro a las doce —advertí a mis muchachos.
Una hormiga soldado, tres veces mayor que las obreras, erguía su enorme caparazón de artrópodo frente a nosotros. Las luces de los reflectores resbalaron por unas mandíbulas cubiertas de protuberancias que cumplían las funciones de una cizalla dentada. El soldado inspeccionaba la comitiva de obreras con la frialdad o la falta de empatía de la que haría gala el patrón de un taller de trabajo esclavo.
—¡Uf!, y yo con estos pelos. Dígale que es demasiado pronto, que venga a partir de las seis —vomitó Wilford el chistecito fácil desde la retaguardia de la comitiva.
Puto civil de los cojones, pensé. Siempre burlándose de los militares, de sus tácticas y métodos. Pero cuando tenían un problema, ¿Quién les salvaba el culo, eh?, ¿quién?
—¡Cállese, Wilford! —di vía libre a mi indignación a través de las palabras.
Avanzamos entre dos líneas de obreras que iban y venían de la boca del hormiguero. Sin poder evitarlo, cuando estuvimos bajo las mandíbulas del soldado, nuestros pasos se volvieron lentos, inseguros. La cabezota de la hormiga guerrera siguió nuestra vacilante trayectoria, con el imperceptible movimiento de unas antenas que parecían absorber el flujo de nuestras pisadas. Superamos su radio de acción y la hormiga no se movió de su puesto.
—Muchachos, respiren. Hemos superado el primer control.
—Demasiado fácil —opinó el entomólogo a mis espaldas.
No estaba dispuesto a pasar por alto aquel análisis impregnado de fatalismo.
—¿Por qué?
—El rastro químico inhibidor de agresividad funciona con las obreras, pero no con sus guardianes. Ellos saben que estamos aquí. El soldado nos ha dejado pasar por algún motivo.
No rebatí sus certidumbres. El jodido recolector de bichitos consiguió intranquilizarme.
Nos introdujimos en un ramal secundario que se iniciaba en la boca de una sima. Un agujero de profundidad insondable que caía a pique desde el suelo de la galería por la cual habíamos transitado. Se trataba de un pozo de corte vertical utilizado por unas pocas hormigas en sus obstinados ascensos y descensos. Activamos nuestras placas antigravitatorias y nos dejamos caer en la negrura como copos de nieve en una noche de invierno, como semillas de dientes de león abandonadas a merced de las corrientes. Pronto transgredimos la intimidad de una serie de vericuetos y el aire empezó a hacerse sofocante. Me imaginé a mi mismo y a mis hombres como una avanzadilla de gérmenes dispuestos a infectar el sistema respiratorio de un organismo superior. Los pozos y galerías se me antojaron una intrincada red bronquial de la que habríamos de salir expelidos, envueltos en mucosidades.
Mientras caíamos, puse en marcha el rastreador que nos permitiría seguir el impulso eléctrico emitido desde una pulsera de señalización, situada en torno a una muñeca de Durrell, el profesor que nos precedió en el descenso. El aparato empezó a recibir una serie de señales que eran como ecos desperdigados procedentes de un cardiograma a la caza de escurridizos latidos. Detuvimos los propulsores y nuestros pies tomaron tierra en una galería horizontal. Caminé en pos de la señal, con todos mis hombres tras de mí. El impulso eléctrico nos condujo a una derivación que, a su vez, daba paso a una intersección por la que no fuimos capaces de entrar. Por ella, como si procedieran de un solo cuerpo, asomaban las cabezas de tres soldados, sus mandíbulas proyectadas hacia delante. Nos detuvimos a pocos pasos de la amenaza.
—Parecen las cabezas de Cancerbero protegiendo las puertas del reino de Hades —comentó Wilford.
—La señal late desde el otro lado de las cabezas. Deberíamos cruzar esa puerta —le anuncié, mientras sopesaba las posibilidades de utilizar la violencia, algo a lo que me resistía. El entomólogo pareció leerme el pensamiento.
—Si las aparta con ráfagas de ametralladora acudirán muchas más. Esto se convertirá en un hervidero. Sin duda, el pasadizo que protegen debe de conducir a la cámara de desove.
Me imaginé a la reina en la profundidad de un conducto amplificado. Una mole grotesca y atrofiada, limpiada de continuo por un séquito de obreras, absorta en una puesta industrial que serviría para renovar a los miembros de la colonia por encima de las pérdidas. Por medio de la actividad que en aquel remoto conducto tenía lugar, el hormiguero crecía, se expandía, rebasaba sus límites para disputar espacio y recursos a la colonia humana que habíamos establecido junto a la suya.
—Intentemos dar un rodeo. Dirijámonos hacia donde la señal sea menos débil, para retomar el camino más adelante —propuso el científico de la expedición.
Evitamos la intersección y continuamos nuestro avance. A partir de entonces, todo ocurrió muy deprisa. El pasadizo era ancho y di órdenes a mis hombres para que se desplegaran. Sus pasos se posicionaron a la altura de los míos. Mis percepciones permanecían atentas a la señal recogida por el rastreador, por lo que no puedo dar fe de lo que ocurrió con exactitud. Varios soldados nos interceptaron el paso, proyectaron sus abdómenes por encima de sus cabezas y nos arrojaron ácido fórmico. Noté la desagradable substancia introduciéndose en mi uniforme, quemándome los brazos y el pecho. Uno de los cadetes fue alcanzado en la cara. Gritos, carreras, ráfagas de ametralladora, luces desbocadas. Ordené retroceder. Desmond se hizo cargo del herido y lo arrastró tras él. Wilford, Crespo y el otro cadete se pegaron a mi trasero. Cubrimos muy poca distancia, nuestra retaguardia se encontraba ocupada por una montaña de mandíbulas, patas y corazas. Nos habían cortado la huída. La confusión se acrecentó. Ráfagas de ametralladora, seguidas, traqueteantes, disparos sueltos de subfusil… Los soldados avanzaban hacia nosotros por encima de los cadáveres, sin inmutarse. Dimos con la entrada a un túnel lateral y nos precipitamos por él. El pasadizo nos condujo a una cámara extensa, aunque cegada. El callejón sin salida en el que habríamos de morir. Arrojamos varias granadas al túnel de acceso a la cámara. Las explosiones provocaron desprendimientos en el techo y en los laterales. La estrategia nos mantendría a salvo por un tiempo. Los soldados tendrían que recurrir a las obreras para restaurar el túnel y abrirse camino hasta nosotros.
Ante la mejora de la situación, pasé lista. Habíamos perdido a Desmond y al cadete cegado por el ácido fórmico. Inspeccionamos la cámara, nos encontrábamos atrapados en un huerto de hongos. Las luces de nuestros reflectores se posaron mansas sobre los sombreros de las setas, sostenidos por columnas del grosor de un árbol. En un rincón de la inmensa oquedad descubrimos apelotonados, con claros síntomas de miedo, a un grupo de hortelanos. Siete obreras intentaban confundirse en un solo cuerpo, sumar identidades u ocultar su sombra en la sombra de otra. Dejé que los dos cadetes se desquitaran con ellas, ante el disgusto de Wilford. Las balas de ametralladora sacudieron los cuerpos de los insectos, hasta convertir sus corazas en trémulos fragmentos de chatarra.
—¡Deténgalos, teniente! ¡Son inofensivas! —se escuchó la voz del entomólogo por encima de las ráfagas.
—Puede que sí. Pero no permitiré la presencia de ningún bicho a nuestras espaldas mientras hacemos frente a un ejército de soldados enfurecidos.
Realicé una rápida valoración del armamento. Nos quedaban treinta cargadores, tanto de ametralladora como de subfusil, y una docena de granadas. No había duda, los insectos nos desbordarían, nos descuartizarían, nos harían cachitos. Pasaríamos a formar parte del estómago comunal de la colonia, regurgitados de una boca a otra, de una hormiga a otra. Rehuí la cómoda postura de dejarme llevar por la desesperanza y aposté a mis dos únicos hombres en distancias alejadas, con el propósito de controlar la mayor cantidad de superficie de la cámara, pues el entomólogo me advirtió de lo absurdo de esperar una incursión desde la entrada al túnel que habíamos derrumbado. Quizá les resultara más fácil abrir nuevos pasadizos que condujeran a la cámara, en lugar de restaurar el antiguo. “Nuevos pasadizos.” Me las imaginé abordándonos desde varios túneles abiertos para la ocasión, acorralándonos y dándonos caza bajo la maraña del bosque de hongos. Pero pasaron las horas y nada ocurrió, por lo que fuimos turnándonos en las guardias para que todos pudiéramos descansar un poco.
En espera de mi turno de guardia, apoyé la espalda contra una pared de la cámara y estiré las piernas. Las luces de nuestro equipo, depositadas en el suelo, nos ofrecían una imagen baja y sombreada de los troncos de las setas. El cultivo de hongos semejaba una formación boscosa de la antigua y añorada Tierra. Verticalidades apretadas, que sostenían ramajes difuminados por la bruma, substituyeron al bosque de setas. El jardín subterráneo consiguió transportarme a una selva pluvial cuya existencia tan sólo sobrevivía en el recuerdo de aquellos con la edad suficiente como para haber sido sometidos al operativo de “transmigración”. Un éxodo impuesto por una serie de directrices gubernamentales que nos alejó a todos de nuestras casas y de nuestro pasado.
El último reducto de los rebeldes había estado allí, en los bosques pluviales de Borneo, capitaneado por un antiguo compañero de armas. Yo era el encargado de reducirles, de exterminarles en caso de que no depusieran las armas. Una mañana perdida en el tiempo, en mitad de la selva brumosa cuya arquitectura las formas de los hongos me recordaban vagamente, el capitán Zabaleta vino a parlamentar. Se enfrentó a mí con su porte altivo anclado frente a mi tienda de campaña, custodiado por cinco de mis hombres. Soldados curtidos dispuestos a ametrallarle al menor gesto de hostilidad.
—Fuimos compañeros de armas, sé perfectamente que compartes mis convicciones. Únete a mí —me propuso, con ese aire de altanería que confería personalidad a todos sus gestos.
El capitán Zabaleta era un hombre directo, rebosante de vitalidad y buenas razones. Sus seguidores habían sido legión hasta que fuimos diezmándolos uno a uno.
—No estás en condiciones de proponer, ni siquiera de insinuar. Te tenemos acorralado, solo esperamos de ti la rendición o la muerte —le anuncié, con una contundencia hiriente.
—¿Cómo puedes doblegarte a los intereses de una sociedad cobarde, capaz de batirse en retirada ante el primer contratiempo que cuestiona nuestra continuidad como especie?
—La decisión me gusta tan poco como a ti, pero ambos sabemos que la superación de ese contratiempo exige nuestra retirada —posicioné mis argumentos frente a la rebeldía de un loco, un desesperado incapaz de adaptarse a una realidad que a nadie gustaba—. Hay que evacuar, no podemos dejar a nadie atrás. Aquellos que no abandonen serán eliminados sin contemplaciones. Sabes que no podemos permitir el desarrollo de dos humanidades paralelas. La más fuerte aplastaría a la más débil, siempre ha sido así a lo largo de la historia. Espero que no sea un militar quien me lo cuestione.
—No lo haré, nunca fui deshonesto contigo. Consideremos esta lucha como el primer conflicto entre esas dos humanidades paralelas. Hagamos que empalidezcan los libros de historia, que los cronistas hagan sus cábalas, acerca de lo que pudo haber sido y no fue, durante los próximos doscientos años. Buena suerte.
El capitán Zabaleta me dio la espalda. Observé como su silueta se perdía entre la bruma y la selva. Mis soldados le acompañaron hasta la zona donde se atrincheraban sus quinientos hombres, escasos de alimentos y municiones. Al cabo de unas horas ordené el ataque. El fuego artillero cayó inmisericorde sobre su zona. Los árboles de la selva quedaron reducidos a estacas ennegrecidas, pero aún así, después de la batalla y de una prospección del terreno en la que sólo esperábamos encontrar cadáveres, los hombres del capitán Zabaleta nos salían al encuentro desde parapetos y trincheras ocultas. Heridos y exhaustos, ansiosos por dejarse matar. No cogimos prisioneros, aunque hicimos una excepción en la persona del capitán. Tal vez quería darle una oportunidad en función de nuestro antiguo compañerismo, o quizá tan sólo perseguía experimentar la arrogancia del vencedor, posar las botas sobre la piel del oso.
Le tuve arrodillado junto a mis pies, herido y derrotado.
—Te llevaremos con nosotros para que seas sometido a juicio —le anuncié.
—Mátame —me pidió sin moverse, sin perder el vínculo de sus ojos con el suelo.
Observé al prisionero desde mi altivez. Sin poder evitarlo, recordé nuestra antigua fraternidad de camaradas.
—Líbrame de la humillación de pasar por el proceso que nos conduce al éxodo. Aún muerto, quiero quedarme, conservar la forma natural de mi cuerpo —rogó, una vez más.
Desenfundé mi pistola y coloqué el cañón del arma junto a su nuca. Por unos momentos desfallecí. ¿Era tal la escasez de recursos que la totalidad de la raza humana se veía obligada a aceptar el operativo de la transmigración, a someterse a un complicado reajuste corporal que nos permitiría huir de un mundo devastado, para darnos la oportunidad de un nuevo comienzo de riquezas inagotables? En aquellos momentos pensé que sí; pues, en el mundo que nos aguardaba, una gota de rocío podía abastecer de agua potable a todo un campamento durante una semana, un solo saltamontes proveer de proteína a un pelotón entero. Nuestro viejo y agotado mundo había recuperado la antigua extensión de sus inicios, el asombro de unos tiempos primigenios recubiertos por un halo tejido de horizontes y misterios, imposibles de ser recorridos o desvelados en el breve intervalo biológico de la existencia de un ser humano.
La realidad cortó el hilo desbocado de mi memoria. Las hormigas irrumpían en la cámara precedidas por el tumulto de las escombreras, restos de piedra y tierra producto de una actividad zapadora que se amontonaban en las paredes o caían desde el techo de la huerta. Por encima de las setas, vi a las obreras colgadas de la bóveda y, tras ellas, a las agresivas soldado. Escuché disparos y explosiones acompañados por los gritos de horror de mis hombres.
—Por favor, teniente, máteme. Acabe conmigo —me pidió Wilford, a mi lado.
Comprendí la resistencia numantina del capitán Zabaleta, su oposición a la indignidad que suponía vivir y morir como un insecto. Desenfundé mi pistola y coloqué el cañón del arma a escasos centímetros de la cabeza del entomólogo. Así fue como, en la oscuridad de una gruta artificial construida para el cultivo de setas y a través de alguien también contrario a una muerte indigna, maté al capitán Zabaleta por segunda vez.
5 comentarios
Sorprendente. Me ha gustado el flashback que cuenta la caza de los que se resisten a la transmigración. Las ilustraciones están muy logradas y acompañan de maravilla al relato. Felicitaciones!
M’agradaria molt saber escriure com tú, tot i així crec que no he heredat res d’això teu, algun dia hauriem d’escriure junts i així aprendria de tú. ens veiem dissabte aquest no l’altre! unpetó:)
Que bien saber que al menos a uno siempre le quedará la sobrina como lectora.
Ens veiem, un petó.
No sé qué habrás querido decir, Clàudia, pero tengo la impresión de que estamos absolutamente de acuerdo. Un gran relato, Serafín.
Hola, Serafin, soy la hija de Victoría. Ella ya te ha dicho que me pondría en contacto contigo…
He leído «Las dos muertes». Te seré sincera; me ha costado algo seguir el hilo porque no es una temática que capte mi atención realmente…pero me gusta ver la forma en que escribes. Ahora ando enfrascada en ver y comparar formas y estilos, y empiezo a saber al fin qué me gusta y qué no tanto. Tú estilo me gusta, es directo, y recargado sólo dónde hace falta. En algún punto lo he notado algo forzado pero sin duda, ya me daría con un canto en los dientes de poder escribir con la mitad de soltura con la que tú lo haces.
En fin, me gustaría leer más historias tuyas aunque, si tienes, de otra temática. Rebuscaré en los demás números de la revista.