Los hijos de la orfandad – Capítulo 2
Una fina llovizna había impregnado de humedad el bosque. Los árboles, sin la protección de sus hojas, ofrecían resignados sus cuerpos a la navaja de la intemperie. El sendero por el que se movían Hansel y Gretel se encontraba embarrado y sus pasos eran inseguros, resbaladizos.
—Tenemos que buscar cobijo. Estoy empapada y tengo frío.
Hansel detuvo su andadura y escudriñó a Gretel a través de la bruma levantada por la lluvia. Los lacios cabellos de la chica se encontraban pegados a su frente por efecto del agua. Entre las desordenadas greñas afloraban un par de ojos vivaces e inquisitivos.
—¿Por qué no añades lo de “tengo hambre”?
—Eso lo vengo repitiendo desde los primeros metros del camino. Ya me cansé —respondió ella, desdeñosa.
—Me alegro de que te cansases de tener hambre; ya que, como habrás podido comprobar, no hay nada que comer.
—¿Encuentras graciosa nuestra situación?
La pregunta escupió amargura y perplejidad.
—No, Gretel, en absoluto.
Hansel retrocedió unos pasos y extendió un brazo hacia su compañera de desventura.
—Dame la mano –dijo.
Gretel enlazó sus dedos a la mano ofrecida y ambos caminantes se precipitaron a través del bosque. Abandonada la comodidad de la senda, sufrieron los arañazos de ramas bajas y arbustos desperdigados. Protegiéndose el rostro con los brazos libres, intentaron evitar la mordedura de un arbolado denso, reacio a intrusiones extrañas.
—¡¿A dónde vamos?! —gritó la chica.
—Antes de que nos soltaran ojeé un mapa en el laboratorio de M-7 ¡Tiene que estar por aquí!
La pareja detuvo su alocada carrera y con ello interrumpió el flujo de un desconcierto, de un estado de confusión que les empujaba hacia una huida donde la duda, la sospecha, el hambre y el frío, espoleaban el deseo de primarias necesidades: calor, comodidad, afecto, el ronroneo satisfecho de unos estómagos colmados. El bosque había roto su desordenada formación de castaños, robles y nogales para abrirse en un claro. Desde el límite de los árboles, contemplaron una estructura de cristal. Paredes de vidrio y techo de vidrio y más allá de la estructura una modesta caseta de chapa, cubierta de una membrana antióxido.
—¿Tenías hambre? ¡Ahí está nuestra comida! —anunció Hansel, apresurándose en dirección a la puerta del edificio transparente.
Gretel, dócil y animada, siguió a su compañero.
Hortalizas de todo tipo se sucedían en el invernadero, en un colapso vegetal donde se hacía difícil discernir una planta de otra. Tomates y pimientos, apio y berenjenas, crecían arrullados por una temperatura cálida y por los acordes del Agnus Dei de Mozart.
Los dos jóvenes recorrieron el huerto con gran voracidad, atiborrándose de sus frutos. Hansel se detuvo en un parterre de fresas. La pulpa de la fruta recorrió su paladar con la fruición de un hambre envejecida. Acuclillado en su prospección de fresas, contempló a escondidas las evoluciones de Gretel en su búsqueda de alimento. La chica mordisqueaba tomates en un rincón del invernadero, sin advertir las miradas que se posaban sobre su anatomía. Los ojos de Hansel recorrieron el cuerpo desnudo de su compañera, para detenerse en su sexo. Sintió una comezón en la sangre, un deseo punzante, un bullicio de pálpitos descorchados que amenazaba con desbordarle. Trató de contenerse, su propio sexo experimentaba una erección.
La temperatura del invernadero fluctuó. Con un sonido de timbales, procedente de la música que resbalaba entre las plantas, una máquina de patas articuladas irrumpió en el huerto, dirigiéndose hacia la chica. Gretel retrocedió asustada.
—Ser humano. Hembra. Clase, mamífero. Orden, primate. Familia, homínido.
El artilugio rodeó a la muchacha, interesado en inspeccionar, indagar, conjeturar.
—Animal extinguido. Acceso a datos procesables. Ejemplares experimentales liberados por la Comisión Reguladora de la Vida Salvaje.
—¡Déjala en paz, trasto abominable! –gritó Hansel, precipitándose fuera de su escondite.
El artrópodo engendrado en compuestos minerales, hizo rotar su cintura y observó al intruso sin cambiar sus patas de posición. Varios ojos de fulgor mortecino escrutaron a Hansel a un ritmo de intensidad alternativa. Uno, dos, tres, cuatro pistones hacían retroceder y avanzar las cámaras de sus encuadres, cual uñas retractiles de un gato al presionar las almohadillas de sus patas contra un ovillo de lana.
—Ser humano. Macho. Uno setenta y nueve. Tez morena, ojos oscuros. Vosotros sois Hansel y Gretel. Bienvenidos a mi casa.
5 comentarios
Está claro que Serafín nos presenta un estilo narrativo muy elaborado. Me está gustando mucho la historia. La escena final es muy tensa y deja con ganas de ver qué pasa. ¿Seres extintos? ¿Ejemplares experimentales? ¡Qué intriga!
De la ilustración, qué decir: es increiblemente buena. Tanto el color como el encuadre del bosque y la cabaña de vidrio. Un 10.
La contra es que he intentado leer el primer capítulo para refrescar mis recuerdos del argumento y no hay manera de verlo. El enlace no funciona 🙁
Problema solucionado, Allmanzor. Pinchando arriba en el enlace de «Los hijos de la orfandad», ya se puede acceder al histórico de capítulos, y de ahí al primero.
Gracias, Peio 🙂
Gracias Allmanzor, eres un lector muy agradecido. «Los hijos de la orfandad» es uno de mis primeros cuentos; escrito en mi época barroca, aún conserva unos cuantos defectillos (palabras con exceso de sílabas -eso mata la musicalidad de un texto- y algún tiempo verbal «fuera de órbita») pese a que lo reescribí en una ocasión. La angustia de releerse.
Aún así le tengo mucho cariño, con seis personajes escasos conseguí decir lo que quería. ¿Y qué es lo que quería decir?, te preguntarás. Por lo publicado hasta ahora, no creo incurrir en «spoiler» si cuento aquí de dónde surgió la idea del relato. Escribí el cuento a raíz del intento fallido de reintroducción del oso pardo en los Pirineos (un proyecto promovido por el gobierno catalán y francés) con ejemplares procedentes de Eslovenia. La presión social en contra de dicha introducción fue tan grande que el proyecto fue paralizado, tan sólo fueron liberados con éxito unos pocos ejemplares (insuficientes para asegurar la continuidad de la especie) acosados de continuo por los cazadores (ya ha habido varias bajas por tiro de escopeta, aunque haríamos bien en llamarlo asesinato). El drama del oso pardo en los Pirineos me inspiró para escribir «Los hijos de la orfandad». ¿Qué ocurriría si los beneficiarios de una introducción fuéramos nosotros?, ¿si nuestra especie necesitara de la caridad de otra para subsistir? Realmente, el homo sapiens sapiens se lo merecería, se trata de la única especie que se ha ganado a pulso su propia extinción. Somos la vergüenza de la Galaxia.
Va a ser que la humanidad es una aberración. Un defecto que no se produce en ningún otro planeta con vida en el cosmos, si lo hay. Somos habitantes de un planeta enfermo… Bueno, no nos pongamos tan pesimistas, aunque haya motivo 🙂
Lo que yo veo es que hay personas y modos de vida más equilibrados (¿Alguien a probado alguna vez a hacer entender el significado de esta palabra a banqueros, empresarios y gobernantes? ¿Alguien ha intentado contactar con ellos para explicarles que esta palabra existe?), pero ciertos personajes han optado por un modo de hacer las cosas expoliador, basado en el crecimiento continuo, y han sido lo suficientemente inteligentes, por otro lado, para arrastrar a ese modo de vida al resto de la población. Ahora habrá que ver si la gente de verdad puede cambiar esto, si le interesa hacerlo…