La respuesta
Embalaron sus cosas en silencio, de forma ordenada, con el método de quien sabe que no va a volver y aún así desea preservarlas. No pretendían llevarse nada, su único objetivo era perpetuar la memoria de su paso por la existencia más allá de los siglos y los milenios, más allá de eones interminables. Y así procedieron a salvaguardar cada uno de sus recuerdos: Unas tinajas, quizás en ellas reposaban cenizas de difuntos, libros de enigmáticas plegarias, cuentas de cristal ardiente (rocío metalizado, desprendido como fina lluvia de la lunas que orbitaban alrededor de su mundo), cánticos conservados en frascos de roca fundida. Las mejores voces vagorianas estaban en esos frascos, arias de buen ritmo y mejor melodía que se habían ganado ese derecho a traspasar el umbral del tiempo que sólo las tonadas de exquisitos acordes logran alcanzar. El derecho a fundirse con el cenit de las galaxias, con el instante último en el cual el universo, en otro tiempo desbocado, moriría asfixiado por la inercia generada tras el fin del ímpetu que definió su inicio. Una vez ralentizado, inercial y a la deriva, el universo entero se pudriría en el dique seco de la inmovilidad; diluyéndose con la nada.
Ese instante último que habría de dar forma a un Apocalipsis cosmológico, había llegado ya para los vagorianos; la especie estaba próxima a su fin y ellos lo sabían. En el pasado, aprovecharon su condición de pueblo floreciente para diseminarse por numerosos sistemas estelares. Amantes del arte y la ciencia, cultivaron la cultura allá donde fueron. Pero ya en los albores de su senectud orgánica, esa encrucijada biológica en la que toda especie debe enfrentarse a su extinción, empezaron a mostrarse inquietos. Una aflicción, un quebranto arropado con las calamidades del ansia empezó a extenderse entre la población. No querían desaparecer sin conocer la respuesta a esa gran pregunta: ¿Estaban solos en el Universo?, ¿existían otras inteligencias aparte de sus cultivadas y sesudas molleras?
Al impulso de aquel quebranto, de aquel ansia, enviaron sondas al último rincón de la Galaxia y dispararon haces de radio en todas las frecuencias. Sus mensajes barrieron el espacio, la nada sideral, las abisales distancias cósmicas que helaban la imaginación y el entendimiento. Y en todos los mensajes se repetía la misma y angustiada pregunta: ¿Hay alguien?
Por fin recibieron una respuesta, un comunicado breve y extraño: ¡apaguen esa radio!
Los más eminentes sabios se reunieron en cónclave para tratar de dilucidar el significado del mensaje y, como quiera que no llegaran a ningún acuerdo, decidieron insistir en su elocuencia formulada en rayos electromagnéticos, alfa, beta y zeta. Todo el abecedario radiado.
La siguiente respuesta llegó tras los milenios-luz correspondientes: ¡Apaguen esa puta radio!, ¡está interfiriendo en la emisión de nuestro partido de los domingos!
Embalaron sus cosas en silencio: Unas tinajas, quizás en ellas reposaban cenizas de difuntos, libros de enigmáticas plegarias… y fueron a morir al lugar más recóndito del espacio, convencidos de que la única inteligencia del Universo había sido la suya.
3 comentarios
¡Uno de los mejores relatos que se han visto por aquí! Por un momento el hilo de la argumentación me pareció muy cercano a la actitud de la propia humanidad, pero Serafín lo ha llevado por un camino más sorpresivo y original.
No puedo evitar recordar la analogía con la situación real que se dio durante el hundimiento del Titanic, del que hablábamos hace unas semanas: el operador de telégrafo inalámbrico del trasatlántico tenía tal cantidad de mensajes de pasajeros para enviar (la moda era hacerse el importante mandando telegramas desde el centro del atlántico) que ante la gran llegada de avisos de precaución por icebergs en la zona, enviados por un buque cercano, contestó con enojo: «¡Cállese! ¡Me está interrumpiendo!». Este hecho está registrado en la crónica de todo el acontecimiento…
Felicitaciones, Serafín, y enhorabuena también por la ilustración. Es una maravilla.
Que pasada lo de los telégrafos del Titanic, no lo sabía. Todo esto me recuerda una viñeta de «El roto», en ella sale un tipo montado en un flamante automóvil. «Nos dirigimos hacia el abismo», dice el personaje, «pero en que cochazos», añade. La especie humana es la mejor en esconder la cabeza bajo el ala, y eso que carece de las susodichas. Gracias por el comentario, Allmanzor; nos vemos por aquí.
Por cierto, en mi comentario me refiero a que al principio yo creía que los Vagorianos eran los humanos, por eso de juntar recuerdos en un momento próximo a la extinción, je je.
Muy bueno lo de «El roto», Serafín.
¡Nos vemos!