Robinsones

Escucho el susurro de sus pasos enterrado en la arena. Una fina lámina de sílice que oculta mi persona, cual barniz mimético sobre la zarpa de una mantis. Estoy exultante, mi próxima víctima es el contrincante más poderoso, un fornido estibador con bíceps de hierro condenado por asesinar a su mujer. Él es el último, lo sé muy bien. Oí los gritos de Jhoe y Delawar ayer noche, en el palmeral.
Ha sido un juego interesante, ya en la primera semana de convivencia forzada supe que la cosa prometía. La primera semana sirve para fraguar odios, rencillas, en suma: mala leche. También es útil para calibrar el potencial de cada competidor y concertar alianzas. La segunda semana es un limbo entre una situación candente, tensa hasta la asfixia, y la angustia narcotizante de nuestro propio miedo. En definitiva, una lista de espera para la obtención de un permiso de homicidio premeditado.
Utilicé esa primera semana para aliarme con Nátaly. Entre los dos preparamos una encerrona a Clark y a Ángelo. Dos jóvenes drogatas condenados por el atraco a una licorería y la muerte del empleado. Nátaly se les ofreció desnuda y ellos picaron el anzuelo. Mientras se lo montaban con ella, les apuñalé con el punzón de bambú que ahora aferro en mi mano, aquí, enterrado en la arena, a la espera de mi última víctima.
Nátaly era la típica mosquita muerta de mirada lánguida. No era muy atractiva, pero tenía unas buenas caderas y un buen culo. La condenaron por envenenar a tres de sus maridos. La muy cabrita les preparaba infusiones digestivas a base de cianuro.
Pienso en ella en pretérito porqué ya no existe. Me la cargué. La visión de aquellos cuerpos ensangrentados junto a ella me excitó demasiado. Salté sobre la chica y empecé a pegarla, ella chilló y trató de defenderse. De  un  rápido  tajo  en la garganta ahogué su voz con sangre. En general, el grito y el forcejeo en una relación me estimulan, pero no quería que los otros la oyesen, atrayendo su atención sobre mí.
El cuerpo de Nátaly, tendido en el suelo, temblaba con la fiebre que experimentan muchos cuerpos jóvenes cuando, precipitados en dirección a la agonía que antecede a la muerte, intentan captar hasta el último hálito de respiración con la esperanza de detener un proceso imparable; cual avaro que intentara seguir extrayendo monedas de un calcetín ya vacío. La Vida es así, tozuda y avariciosa hasta la náusea.
Allí mismo, en su agonía, la poseí varias veces. No sé si estaba muerta o viva cuando me corrí dentro de ella. ¿Eso me convertiría en un necrófilo? Puede que sí.
Quizá no me portase muy bien al traicionar a Nátaly; pero, ¡qué carajo!, nunca me ha gustado compartir un premio.
Daniel, el estibador, pisa con indecisión la arena de la playa, lo sé por sus pasos, cortos y sin rumbo aparente. Se mueve como un bañista en una cala abarrotada, a la búsqueda de un lugar despejado donde extender la toalla. Su avance le lleva unos metros más allá de donde tengo enterrados mis pies. Emerjo de mi sudario con el mismo silencio con que el flujo de un reloj de arena golpea un cúmulo contra otro, en su impávido recuento de un tiempo ya perdido. Un tiempo perdido también para Daniel.
Desprendiéndome del pañuelo que cubre mi rostro, y que me ha permitido respirar entre los granos de arena, camino unos pasos por detrás del estibador, los justos para asestarle una puñalada por la espalda, por debajo de su omoplato izquierdo. El impacto ha sido tremendo, debo haberle horadado un pulmón o rebanado alguna arteria importante. Daniel gira  sobre sí  mismo  en  un  vacilante  ballet. Me  observa con  una mirada que no puedo descifrar. Cae sobre sus rodillas mientras un hilillo de sangre mana de sus labios. Pronto el hilillo se transforma en torrente y el estibador desploma su enorme corpachón sobre la playa.
¡He ganado!, ¡el premio es mío! Salto, corro de un lado a otro, ejecuto una danza obscena en torno al cadáver. Busco la cámara más próxima, la encuentro bajo un cocotero. Del monitor de televisión, instalado junto a ella, surge la banda sonora del programa: ROBINSONES, bienvenidos al primer programa de televisión organizado por un centro penitenciario. ROBINSONES, emoción y aventura en una isla desierta, donde siete presos rescatados del corredor de la muerte deberán luchar por sus vidas. ROBINSONES, el mayor premio en metálico de la televisión. Un millón de dólares para el vencedor, medio millón si han concertado alianza. ROBINSONES, el programa con una mayor audiencia. Más de trescientos millones de teleespectadores en todo el mundo.
En el monitor aparece el rostro estúpido del presentador.
—¿Y bien, señor Adams?, ¿qué se siente al ser millonario?
Observo con desprecio al capullo que aparece por la pantalla. Estoy lo bastante cerca como para taparle un ojo de un escupitajo; pero, por desgracia, demasiado lejos como para poder arrancárselo.
—Ante todo una sensación gratificante. Nunca me habían llamado “señor”, aunque no creo que mi situación real vaya a cambiar mucho. Seguiré preso en una isla.
—Sí, pero en una isla más grande y con todos los lujos que su dinero pueda pagar —se apresura a responderme.
—¿Podré seguir matando gente?
Se oyen risas y carcajadas en el plató. El público, a espaldas del presentador, se mueve como una serpentina hedionda de carne humana entremezclada. Contacto de cuerpos y sudores, poros con el diámetro de cráteres y salivas infectas.
—¡Ay, pillín, pillín! Cuéntenos, señor Adams, ¿cuál fue su primer delito?
—Asesiné a una niña de cinco años. Pero yo no pagué el pato, pillaron a un negro que pringó por mí. La poli siempre tiene alguno a mano, para que ningún caso quede sin resolver.
—Modérese, señor Adams. En este programa no estamos para hacer crítica social. A nuestra audiencia le interesan otras cosas. Por ejemplo, saber por qué lo hizo. ¿Por qué mató a esa niña?, ¿la violó antes de hacerlo?
—¡Por favor, señor presentador! Estamos en horario de máxima audiencia, hay niños acurrucados junto a sus padres en los sofás de sus casitas.
Noto como la ira crece en mí. Con qué gusto reventaría la cara del presentador, y con qué satisfacción iría casa por casa a degollar a los seguidores del programa.
—Maté a esa niña para retener la infancia que nunca tuve.
—¿Es eso cierto, señor Adams?
—No, pero, ¿a que queda poético?, ¡imbécil!
De una certera pedrada destrozo el monitor de televisión, con la cámara empleo varios puntapiés.
¡Estúpidos babosos!, ¡morbosos de mierda! ¿Qué por qué mato? Siempre he odiado la Vida, a todo lo viviente, en especial a  los  humanos porqué tienen conciencia de ello, de estar vivos. Empecé de niño, ahogaba gatitos en un barreño situado en el patio trasero de mi casa, hasta que la madurez de un “cambio de hábitos” me llevó junto a aquella niña y a las otras víctimas que fueron sucediéndose. ¿Por qué lo hago?, ¿por qué siento este impulso en mi interior? Podría buscarle razones filosóficas: La Vida es una anomalía, no cabe en un universo ordenado. Estoy seguro de que si existe una constante en el Cosmos, ésta es la inercia de la materia muerta. El mineral, la roca, el átomo encabritado preso en una órbita fija. Tomemos como ejemplo la fotosíntesis, base de toda vida posible. Un puto electrón, situado en un átomo de una célula especializada, va y se calienta por efecto del Sol; una calentura suficiente como para que pueda cambiar de órbita. De esta forma, ese movimiento  genera  la  energía  necesaria  para  que  la  planta   sintetice   sus
propias viandas, a partir de lo que encuentra en el suelo y en el aire. ¿Qué cojones hace ese electrón cambiando de órbita? Este movimiento, origen de todo, es producto de un error en la naturaleza inerme de las cosas. Alguien debería poner orden en el universo.
Dirijo mis pasos una vez más hacia la playa. La balsa con la que nos hicieron llegar a la isla descansa varada sobre la arena, a salvo del oleaje. Arranco dos de los siete neumáticos que sostienen su línea de flotación, unas gastadas cubiertas, unidas entre sí en una simple plataforma de madera y que arrojaré a la hoguera que voy a encender. El humo negro y denso alertará al barco de recogida. Los muy cabrones quieren retransmitir el rescate de un náufrago, con toda la opereta escénica que ello implica. Como si no supieran que ya he ganado y que deben venir a recogerme.
Siento un  desagradable  pinchazo en  la  muñeca  derecha.  Arrojo  al suelo  los neumáticos con gran aprehensión. Del reverso de uno de los objetos de caucho, se escurre una serpiente de bandas negras y amarillas. El bicho huye hacia la maleza. Puedo identificarla, es una coralina. ¿Esos hijos de puta la habrán puesto ahí para no pagar el premio?
El veneno de una serpiente actúa como lo haría un jugo gástrico. Todo un flujo enzimático que corroe tu cuerpo, revienta las paredes de tus células, te devora el hígado y emponzoña tu sangre hasta transformar su color en un rojo podrido, negro de tan intenso. A efectos prácticos, la serpiente te digiere a distancia.
El dolor es inaguantable. Me arrastro por la playa. Tengo la boca pastosa y seca. Necesito encontrar agua. Detengo mi deambular a ras de suelo. Una cámara me observa impasible. Trescientos millones de personas presencian en directo, indiferentes o alborozadas, mi terrible sufrimiento. ¿Puede alguien imaginar mayor maldad?

robinsones_Fin

3 comentarios

  1. «¿Podré seguir matando gente?» Un relato muy bueno, en cuanto que plantea interesantes reflexiones sobre las motivaciones de un «Serial killer». La esclarecedora explicación de la fotosíntesis, la consideración de la vida como algo aberrante a la perfecta organización inanimada del cosmos… Me ha gustado mucho. Gran relato, Serafín y una ilustración tremenda, como las que suelen acompañar a tus creaciones.

  2. Gracias, Allmanzor. Eres el alma de la revista, siempre ahí, al pie del cañón, con tus dibujos, colaboraciones, comentando y animando a la gente. Este relato me lo curré mucho y aunque es un tema muy tocado, el de los concursantes televisivos que deben matarse unos a otros (recordemos «El fugitivo» de Stephen king), como bien dices ahonda en las razones del asesino, o quizá en sus sinrazones. Con esta historia quedé finalista en la I convocatoria de relatos de terror y ciencia-ficción «Ovelles elèctriques», a raíz de ello me animé a continuar escribiendo. El dibujo de Iñigo Urbina impresionante. Con colaboraciones así, el texto gana un montón. Gracias a todos.

  3. No hay de qué, Serafín 🙂
    Precisamente lo que me gustó mucho de «Robinsones» son esas crudas reflexiones del protagonista. Una teoría más que interesante, siempre que no sirva para justificar esos actos tan deleznables, je je.