Despunta Helios

Despunta Helios
Escrito por Juan Manuel Valitutti
Ilustrado por MC Carper

A mi hermosa mujer, Samanta, y a mi hijito, Salvatore. ¿Qué más puede pedir un hombre en esta vida?

Era un hombre venido de las estrellas, pero para los pequeños era un dios.
Se había materializado en la escena de la batalla, justo en medio de los dos frentes, no porque lo hubiera querido, sino porque su equipo había fallado.
Abrió el indicador de control de su antebrazo y chequeó los instrumentos. Comprobó aliviado que, si bien le llevaría algún tiempo restablecer las coordenadas de teletrasportación, el enlace con la nave que orbitaba el planeta se mantenía intacto.
—Arok, ¿me recibes?
—¡Afirmativo, Nerak! —La voz surgía débil del panel de su antebrazo—. ¿Dónde diablos te metiste?
—¿Qué puedo decirte? ¡Échame la culpa a mí, si quieres, y no al maldito aparato! —Nerak estudió su situación—. Aparentemente, estoy en medio de una guerra… —Nerak rió de buena gana—. ¡Oh, dioses, son tan pequeños! ¡Míralos! ¡Debo parecerles un gigante!
—¡Eres un gigante, Nerak! —confirmó la voz de Arok—. Por lo menos, lo eres para ellos. Es un planeta habitado por hombres clase 1, ¿ya lo olvidaste?
¿Olvidarlo? Por supuesto que no. Los H-1, hombres no más grandes que roedores, habían sido descubiertos recientemente en varios puntos de la galaxia, de la misma manera que su contraparte, la clase H-10, que quintuplicaba en tamaño a hombres como Nerak o Arok, había sido estudiada y catalogada, en otros tantos sistemas habitables, mucho tiempo atrás.
—¿Quieres que ensaye un sondeo? —preguntó Nerak.
—¿Estás bromeando? —rugió la voz de Arok—. Estrategia nos hará pedazos si cobra conocimiento de que hemos contactado a los H-1. Ningún H-5 lo ha hecho aún, y ten por seguro que ni tú ni yo pasaremos a la historia por ser los primeros en llevarlo a cabo. —La voz de Arok abandonó todo componente de ironía—. ¡Prepárate, Nerak! Estoy explorando tu equipo: los receptáculos de energía están agotados, pero la situación no es crítica: he analizado la fotosfera de su sol, y creo que servirá para sacarte de ahí.
—¿Crees que servirá? ¿Ése es tu análisis?
—¿Tienes algo mejor, teniente? —dijo Arok—. ¡Oh, claro, había olvidado que eres egresado con honores de la Real Academia de Ciencias de Urthan, y… ¡bla, bla, bla, bla!
—¡De acuerdo, cállate! —rió Nerak—. Bien, ¿me recibes? ¡Inicio el proceso! Me estoy volviendo hacia su sol… —dijo, mientras su cuerpo enfundado en el traje presurizado se asentaba de cara a la gran esfera brillante. Su escafandra se llenó de una luz enceguecedora—. ¡Diablos! —se quejó, al tiempo que presionaba un botón en el tablero de su antebrazo para oscurecer el visor.
Arok, que secundaba la maniobra desde la nave que orbitaba el planeta, logró establecer una visual.
—¡Oye! ¡Tengo una visual! —Arok se inclinó sobre la pantalla del tablero de navegación—. ¡Te ves bien, teniente!
—Déjate de bromas, ¿quieres? —La voz de Nerak demostraba alteración—. ¡Estos hombrecitos comienzan a ponerme los pelos de punta!
Arok presionó botones y amplió el espectro de la imagen alrededor de Nerak. Efectivamente, su compañero se había materializado en medio de lo que parecía ser el escenario de una batalla. De un lado, sobre la superficie de un puerto que se abría a una amplia bahía, un grupo infinito de hombrecitos permanecía paralizado, olvidado de sus enemigos provenientes del mar y de sus propias armas, ensimismado por completo en la contemplación del dorado gigante que, de pronto, se había manifestado ante ellos. Más allá, a espaldas de Nerak y surgidos de la gran masa de agua, otro grupo de hombrecitos había detenido el avance belicoso de sus embarcaciones, para hacerse pantalla con las manos y observar a la enorme aparición que, enfundada en ese extraño atuendo broncíneo, parecía competir en intensidad con el sol.
—De acuerdo, teniente, no pierdas la cabeza —dijo Arok sin apartar los ojos de la pantalla—. Fase dos: despliega tus paneles, pero muy lentamente: no queremos parecer agresivos…
Los paneles solares se desplegaron en varios puntos del traje de Nerak. Para cuando el proceso finalizó, las placas se habían desperezado a lo largo de los brazos, en un sector del torso, y por último, habían surgido en forma de cuña, alrededor del casco, formando una suerte de aureola, que rápidamente brilló con una fulgurante intensidad.
—¡Oye! ¡Parece que hemos llamado su atención! —dijo Arok, tratando de sonar risueño, aunque su voz delatase intranquilidad.
Nerak se desentendió del sol y echó un vistazo a su alrededor. Un verdadero pandemónium cundía a sus pies. Los hombrecitos de la zona portuaria extendían sus manos al cielo en son de algarabía.
Nerak oyó la voz de Arok en los receptores de su casco.
—Parece que no todos comparten la felicidad de los hombrecitos de tierra…
Nerak miró por sobre su hombro.
Una auténtica desazón parecía oscurecer el espíritu de los lobos de mar. Incluso algunas de las embarcaciones comenzaban a efectuar un osado viraje.
—No me gusta, Arok… —Nerak fruncía la nariz en el interior de su casco, como si todo el asunto hediera—. Tengo una mala espina al respecto, sargento, ¿me oyes? ¡Sácame de aquí!
—¡Tranquilo! No estás viéndotelas con soldados tarantianos, ¿sabes? —Arok permanecía inclinado sobre la pantalla, como lo hubiera hecho un jugador de ajedrez sobre el tablero—. Me pregunto qué creen que hacen con su torre…
—¿Torre? —Nerak se removió inquieto en el interior de su traje—. ¿De qué hablas, sargento?
Arok apuntó su macro-objetivo sobre un sector del mar cercano a la bahía.
—Los marineritos… —dijo pausadamente Arok—. Tienen una torre, ¿la ves?
Nerak giró el cuerpo todo lo que pudo. Tenía una pierna metida en el agua, y la otra, a medias, clavada en la orilla.
Observó incrédulo como una especie de torreta, montada sobre seis barcos, se desplazaba hasta tomar posición frente a él.
—¿Cuánto falta para la recarga? —Nerak le propinó un par de golpecitos a su indicador—. Quiero que me saques ya mismo de este condenado lugar, ¿me oyes?
—Ya casi te tengo, amigo mío, sólo me falta ajustar las coordenadas de teletransportación. —Arok soltó una risotada al tiempo que presionaba botones—. ¡Oye, tus signos vitales se han vuelto locos! No estarás nervioso, ¿no es cierto, teniente? ¡Vamos! ¿Qué crees que los hombrecitos podrían…?
—¡Auch!
—¿Y eso? ¿Nerak? —Arok clavó los ojos en la pantalla—. ¿Qué demonios crees que haces, teniente? ¡Baja la maldita…! —Arok observó boquiabierto el destello de la detonación que produjo el arma de su compañero—. ¿Te has vuelto loco? —La pantalla se llenó con los restos de la torre, que flotaba a la deriva, reducida a maderos—. ¡Mira qué desastre!
—¡Me dispararon! —chillaba Nerak.
—¿Te dispararon? ¿Con qué? ¿Con un maldito escarbadientes?
—¡Pierdo presión de aire! —insistía Nerak, más indignado que lesionado.
—¡Tranquilízate, hombre del espacio! —Arok giró perillas y controló medidores—. Estoy solucionando el problema por control remoto… —Al tiempo que Arok promediaba el trabajo de sutura, una luz verde se encendía en el tablero de navegación—. ¡Oye, Nerak, tengo luz verde! ¡Recarga solar completa! ¡Despídete de tus amiguitos de tierra!
Nerak desvió la vista del mar y la posó en la orilla. Una verdadera fiesta había estallado en su honor. Los hombrecitos agradecían con inconfundibles vítores de su idioma incomprensible, se prosternaban, corrían al encuentro de unos adelantados que, montados en sus minúsculos corceles, habían abandonado su refugio detrás de un panorámico muro, para enterarse del milagro y llevar las buenas nuevas a la ciudad amedrentada por los navíos.
—¿Y bien? —La voz de Arok retumbó en el casco de Nerak—. ¿Nos vamos?
—¡Afirmativo! —confirmó Nerak y, alzando la mano, movió los dedos enguantados para despedirse de los hombrecitos.
La enorme masa de su cuerpo se desmaterializó frente a la mirada atónita de los insignificantes H-1.

DespuntaHelios1

Unas horas después, el teniente Nerak descansaba ante una mesa con la vista clavada en una humeante taza de wuk.
La puerta de la antecámara donde se encontraba se deslizó y entró el sargento Arok, con el aire desenfadado que lo caracterizaba.
—¿Queda un poco para mí?
Nerak se distendió.
—Sírvete —dijo, sin desviar la vista de su taza.
Arok se sirvió y volvió la cabeza a medias.
—¿Qué te pasa, teniente? —Arok sonreía—. ¿Extrañas a tus amiguitos? —Se acercó a la mesa y tomó asiento junto a su camarada—. Es duro dejar de ser un dios, ¿eh?
Nerak pestañeó, como si despertara de una profunda ensoñación, y observó a su compañero.
—¿Sabes, Arok? Me pregunto si no hemos cometido… alguna clase de error.
Arok saboreó su wuk caliente.
—¿Error? ¿A qué te refieres?
—Contéstame una cosa: ¿por qué crees que los de Estrategia no quieren que interfiramos con el desenvolvimiento de otras culturas, en especial las extraplanetarias?
—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Acaso no lo sabes?
—Déjame oírlo de tu boca, sargento. Quiero que me des tu opinión.
—Se estima que desviaríamos su desarrollo evolutivo normal. Ahora bien, Nerak, pregúntame qué opinión me merece esa teoría.
Nerak sonrió.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué opinión te merece…?
—¡Estupideces! —escupió Arok—. ¡Necedades!
Nerak clavó la vista nuevamente en su taza.
—Antes de partir a esta misión de reconocimiento, visité a mi hijo en la casa de mis padres, allá en Lerhithos. —Nerak sorbió su wuk—. Fui a despedirme, como ya sabes, y le llevé un regalo…
—Le dejaste unos muñequitos, sí…
—Déjame terminar, ¿quieres? —Nerak se arrellanó en su butaca—. Sí, le llevé esos muñequitos de guerreros y monstruos y… ¡En fin, ya los conoces, la clase de juguetes que cualquier niño desea en un momento de su vida! —Nerak envolvió la taza con sus grandes manos—. Bueno… Me quedé unos días para despedirme, y en esos días mi hijo jugó mucho con sus muñequitos…
—Ajá… ¿Y entonces?
Nerak levantó un dedo amenazante.
—No me interrumpas, ¿entendido? Bueno, como te dije, mi hijo jugó mucho con sus muñequitos y, al cabo de la semana, poco antes de que yo partiera, mi muchacho había… “creado”, por decirlo de alguna manera, una verdadera cosmología alrededor de esos muñequitos… —Nerak miró a su compañero—. ¿Me explico? El chico había generado a su alrededor un verdadero mundo, con sus leyes, sus dioses, sus estamentos y sus imperios, y todo eso a partir de la más absoluta… ¡nada! ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sé a dónde quieres llegar —dijo Arok, ensayando un esbozo de sonrisa—. Ahora bien, teniente, ¿hace cuánto que no ves a tu hijo?
—¿Quién hace preguntas tontas ahora? —gruñó Nerak—. ¡Seis meses!
—Muy bien, teniente, te apuesto diez a uno a que la creación de tu hijo yace ahora por el suelo de su habitación, pisoteados cada uno de esos muñecos un centenar de veces, o más. ¡Vamos, Nerak! ¿No fuiste niño? ¿O quieres pensar como los de Estrategia? Suponer que la intervención sobre una cultura redundaría en la desviación de su desarrollo es un signo de arrogancia. ¿En serio creen que somos tan importantes? ¡No ven que una sociedad es tan rica como cualquier otra y que nuestros dioses no resultarían ser más atractivos que los autóctonos!
Arok dejó la taza sobre la mesa y echó su silla para atrás.
—Tómatelo con calma, amigo —redondeó, mientras se disponía a abandonar la antecámara—. ¡Oye! ¿Qué crees que harán esos hombrecitos? ¿Levantarte una estatua en tu honor?
Nerak sonrió y volvió a su wuk.
—No —dijo—, supongo que no…
Arok presionó un botón y la puerta se deslizó a un costado.
—Oye, teniente… —dijo el sargento, antes de cruzar la puerta.
Nerak se volvió.
Arok extrajo entonces del bolsillo la minúscula lanza que le arrojaran a Nerak desde la torreta de los navíos, y comenzó a escarbarse los dientes con ella.
—¿Quieres dejarme en paz, endemoniado bufón? —resopló Nerak.
—¡Me dispararon! —estalló Arok, doblado en dos de risa—. ¡Estoy herido!
Nerak amenazó con arrojarle la taza de wuk.
—¡Me pregunto quién diablos te dio a ti los galones de sargento! —canturreó Nerak—. Ni una palabra de esto, ¿me oyes, sargento?
La puerta comenzó a deslizarse, dejando del otro lado a Arok.
—¡Pierdo presión de aiiiiiiireeeeeeeeee!
La puerta se cerró por fin, y las risotadas de Arok se apagaron por el pasillo.

Despunta Helios barco

Demetrio I descendió un par de peldaños, y posó su dura mirada sobre los dos soldados que permanecían de bruces ante su estrado.
—¡Repítanme lo que han dicho!
Uno de los soldados levantó la cabeza.
—¡Oh, señor, que haya tenido que nacer yo para ver esto! ¡Una desgracia, señor! ¡Una terrible desgracia!
El otro soldado tomó la palabra.
—¡Los isleños, señor, los isleños!
—¿Qué pasa con ellos? —Demetrio se mesaba los cabellos—. ¡Hablad!
El primer soldado se repuso y habló.
—¡Helios, señor! ¡El Dios Solar en persona está de su parte! Con estos ojos he visto como su dedo flamígero puso fin a tu magnífica helepolis, señor, maltrayéndola a un montón de astillas…
—¡Nada hemos podido oponer a tan oscuro designio! —declaró el segundo soldado—. Seguramente las torres de asedio que construyes sobre tierra, correrán la misma suerte que la de nuestros barcos.
Demetrio buscó los ojos de Antígono.
—¡Construiré otros ingenios bélicos, padre! Si la Helepolis o la Tortuga no han podido…
—¡Hay algo más, mi Señor! —barbotó uno de los soldados.
Demetrio volvió su atención sobre el postrado.
—¿Qué cosa? —Los soldados intercambiaron una mirada, como si cada uno buscara delegar la palabra en el otro—. ¡Los ataré al cepo si no obtengo respuestas!
—Señor… —Los soldados se pusieron en pie—. Poco después que las naves del rey Ptolomeo partieran en nuestra persecución —aunque innecesario resultara tal despliegue, pues los tuyos huían despavoridos por la visión del gigante—, se dispuso la apertura de una sesión extraordinaria a las puertas de la ciudad amurallada…
—¿Sesión? —Demetrio enronqueció—. ¿Qué clase de sesión?
Los soldados se explayaron al respecto.
—Señor, nuestros correos nos informan que las máximas autoridades de la ciudad, han ordenado la construcción y entronización de una enorme estatua con la intención de conmemorar el triunfo de los sitiados sobre las fuerzas navales extranjeras. —El soldado detectó la consternación en el rostro de Demetrio y sopesó sus palabras antes de continuar—: Será tan grande que temen que los muelles gemelos sobre los que se asentarán sus piernas se hundan en el tumulto de las aguas marinas; tan grande, dicen, ¡que los propios barcos pasarán por debajo de ella, antes de fondear en los puertos de la bahía citadina! —El soldado tragó saliva—. Se le ha encargado la obra al escultor Cares, discípulo del legendario Lisipo.
Demetrio buscó nuevamente los ojos de su padre.
Cayó de bruces ante él, y sujetó su túnica.
—¿Lo ves, padre? ¡Mi vergüenza acrecentada hasta lo imponderable por la ejecución de este… esta…! —Demetrio se incorporó, el rostro arrebatado—. ¡Aplastaré a esos malditos fácilmente! ¡Levantan una estatua, sí, un verdadero gigante, pero no saben que para llevar a cabo su obra deberán clausurar un puerto de vital importancia estratégica por meses o años! —Demetrio reía ya fuera de sí, lanzando imprecaciones a boca de jarro—. ¡Les daré una lección digna de tus antiguas incursiones, padre! ¿Qué digo? ¡Digna del mismísimo Alejandro!
Antígono, furioso, se adelantó y abofeteó a su hijo.
—¿Has perdido la razón? ¿Crees acaso que puedes ir en contra de los dioses? ¿Qué te he enseñado? —Antígono no esperó la respuesta de su hijo. Le volvió la espalda, asqueado, y se encaminó a los enormes portales presididos por la Vergina—. ¡Tal vez la Historia no te dé el título de Sitiador de Ciudades, muchacho, pero no te tachará de necio o blasfemo! —Antígono cruzó el umbral y, antes de abandonar la cámara regia, se volvió y dijo—: ¡Deja que Rodas levante a su Coloso!
Los portales se cerraron detrás de él con un fulminante estrépito.

Publicado anteriormente en la revista Sensación! nº 2.

7 comentarios

  1. Y fue un honor para mí que un genio como vos me lo ilustrara. Y gracias Laura, por los consejos que mejoraron el relato para llevarlo a Sensación!
    ¡Y gracias Exégesis también!

  2. Aunque algo previsible, me ha gustado; una comparación interesante con la historia del niño y bien narrado.

    Una parte me ha recordado a Sopa de champiñones, por cierto, aunque no crea que ninguna haya copiado a la otra.