Despertares (1ª entrega)
Frío, mucho frío. Es lo primero que sientes después de un Despertar. No tiene mucho sentido porque la fuga de éxtasis no tiene nada que ver con la temperatura, pero al despertar tu cuerpo empieza a protestar y como tus sentidos no saben dónde ubicar las sensaciones que tienes lo traducen como algo parecido al frío. Después vienen las náuseas, los dolores por todo el cuerpo y las ganas de llorar sin saber por qué. Algunos dicen que tu cuerpo se acuerda del momento en que naciste y asocia el Despertar a un nuevo nacimiento.
En realidad, da un poco igual. El Despertar es siempre traumático. Primero te sientes totalmente desorientado. Luego aparece alguien que te arranca sin contemplaciones de la cabina de éxtasis, te inyecta algo en el cuello que duele como si te hubieran disparado y te arroja de mala manera a una camilla donde estarás un par de horas deseando morirte, hasta que todo eso remita y vuelvas a ser persona. Pasadas otras seis horas empiezas a acordarte de quien eres, y en otro par de horas más ya consigues pensar con claridad.
Justamente en ese momento siempre se presenta alguien y te trae algo de comer, y una pizarra con tu misión.
Despertar siempre conlleva una misión. Nos cuentan que nos dan el privilegio de despertarnos para que cumplamos con nuestra obligación y ejecutemos la misión de la manera más impecable posible.
Termino rápidamente de comer, me tomo mis pastillas y me voy al vestuario. Antes me paso por las duchas, allí me encuentro a mis compañeros. Están Ana, Carmen y un chico joven y musculoso que no conozco. Ana y yo ya hemos trabajado juntos en alguna misión de ingeniería y empiezo a fantasear con la idea de que nos hayan despertado a los dos para otra misión conjunta. Me encanta trabajar con Ana, es eficiente y tienen buen carácter.
—¡Ana! —me acerco corriendo y la abrazo sin saber bien porque, luego me doy cuenta que los dos estamos desnudos y la suelto totalmente avergonzado.
—Marcus, que alegría volver a coincidir contigo. —dice Ana, volviendo a abrazarme rápidamente— Venga, vamos a quitarnos el olor a éxtasis —abre la ducha al máximo; yo hago lo mismo en la ducha de al lado y empiezo a frotarme concienzudamente.
—Creo que ya estamos decentes –digo después de un buen rato.
—Sí, veamos como ha cambiado la moda —apaga la ducha y sale corriendo. Yo no puedo dejar de mirarla a pesar de que algo me indica que no debo hacerlo. Nos secamos y vamos hacia las taquillas—
—¡Mierda! Otra vez de moda los trajes —exclamo al abrir la taquilla y encontrarme con un traje negro.
—A ti al menos te queda bien el negro; yo parezco un cuervo —resopla Ana al encontrase ella también un traje negro.
—Equipo postéxtasis, por favor diríjanse sin demora a la sala de reuniones —retumba en la megafonía.
En la sala de reuniones nos encontramos a Carmen y al chico musculoso, vestidos con uniformes de seguridad. En la gran pantalla de la pared, el logo de la empresa dibuja figuras imposibles.
—Hola Carmen —la saludo—. Hola, esta es Ana y yo soy Marcus, encantado de conocerte —le digo al chico musculoso.
—Qué tal, me llamo Alejandro.
Y antes de darme tiempo de entablar conversación con Alejandro, la pantalla toma vida y empieza a exhibir gráficas y órdenes. Por megafonía, una voz sintética nos explica la misión. Como siempre, nos exalta el sentido del deber y el privilegio de despertar. Posteriormente, la voz nos informa de la importancia crítica de la misión y de las nefastas consecuencias que se podrían producir si nos desviásemos lo más mínimo. Sigue dándonos los detalles logísticos y explicándonos algunos matices, y concluye recordándonos nuestras obligaciones con la empresa. Yo estoy contento, es otra misión de ingeniería y Ana me acompaña; parece un poco más complicada de lo habitual, por lo que Carmen y Alejandro velarán por la seguridad.
—¿Ahora estás en seguridad? —le pregunto a Carmen cuando acaba la presentación.
—Sí, me reciclaron hace dos Despertares —contesta Carmen, sonriente.
—¿En que estabas antes? —le pregunta Alejandro.
—En logística, pero no recuerdo demasiado bien lo que hacía —contesta Carmen un poco confusa.
—Bien, tenemos media hora para prepararnos. Nos vemos luego en la sala de tránsito. No os retraséis –digo, levantándome y asumiendo mi papel de controlador de la misión.
Vuelvo a los vestuarios y cojo la mochila que me dejaron en la taquilla, luego voy a la habitación y recupero la pizarra de la misión y la consola de red que alguien ha dejado sobre la cama. La activo sólo para estar seguro de que funciona y la sincronizo con mis gafas. La pantalla de diagnóstico aparece en mi línea de visión. Me pongo el guante controlador y ejecuto un diagnóstico avanzado. Todo normal. Navego por los menús buscando nuevas funcionalidades, pero por lo visto no hay anda nuevo desde mi último Despertar.
Llego a la sala de tránsito y están todos esperándome, de allí pasamos al transporte que nos lleva al emplazamiento de la misión. Ana también lleva su consola de red y está concentrada en algo. Carmen y Alejandro llevan armas letales en lugar de las clásicas disuasorias. Busco la pizarra de la misión y me dedico a leer la parte privada de las órdenes.
No hay detalles sobre por qué es necesario seguridad adicional, solo recomendaciones de que no debemos estar nunca sin protección durante los turnos de trabajo. La parte técnica parece rutinaria; substitución de controladores programables obsoletos por otros de nueva fabricación en una central de generación eléctrica. Reprogramación de algunos sistemas, chequeo de toda la seguridad de la red y simulación de puesta en marcha de la central que está sufriendo una parada de mantenimiento rutinario. Posteriormente, otro equipo se reunirá con nosotros para ayudarnos a realizar la puesta en marcha real de la central.
Un trabajo laborioso, pero dentro de la línea de otros que me han encomendado. Le hecho un rápido vistazo a los manuales de los nuevos controladores y veo que han mejorado bastante en prestaciones, aunque la funcionalidad sigue siendo prácticamente la misma de los últimos con los que trabajamos.
El trasporte se detiene y salimos finalmente al exterior. La central es grande y distinguimos algunos equipos que ya están trabajando. Por el color de la ropa vemos que no pertenecen a nuestra empresa y que debemos abstenernos de hablar con ellos por ética profesional. Activo el mapa en la pizarra y guío a mi equipo por el laberinto de la central hasta la zona en que nos alojamos.
—Bien, nuestra ventana de actuación empieza mañana a las 5 AM. Tomaros las pastillas y a dormir. Quiero a todo el mundo despierto a las 4 AM, ¿entendido?
—Sí, señor —me contestan, y cada uno se dirige a una litera vacía.
—Carmen, ¿algo en tus órdenes de seguridad que debamos saber? —le pregunto mientras me quito la chaqueta.
—¿Por qué lo dices? —me pregunta ella, alzando ligeramente una ceja al mismo tiempo que deja la mochila encima de la litera.
—Por las armas. No son las disuasorias de siempre.
—A mí también me ha parecido raro. Pero las órdenes dicen que esta instalación es crucial y que debemos de primar la seguridad y actuar con firmeza ante cualquier amenaza al cumplimiento de la misión.
—¿Y nada más?
—No. ¿A ti te explican algo?
—Nada, solo los detalles técnicos.
—¿Dicen algo las tuyas? —le pregunto a Alejandro.
—Nada de nada. Únicamente que Carmen esta al mando de la seguridad, tú eres el controlador, y yo os debo obediencia total.
—Puede que lo normal ahora sea utilizar estas armas —apunta Ana, no demasiado convencida.
—Sí, seguramente será eso. Bueno, todos a dormir.
Por la mañana nos despertamos más o menos sincronizados y nos turnamos en el baño. Luego vamos rápidamente a la cantina y desayunamos. A las 5:00 AM estamos puntualmente en la sala de control. Alejandro se queda fuera, de guardia; Carmen nos acompaña y se coloca en una esquina estratégica. Ana conecta su consola a la red de la central y empieza a buscar los controladores que hay que sustituir. Yo voy hasta una esquina donde hay una pila de cajas y empiezo a verificar los nuevos controladores. Escaneo los códigos de barras de las cajas y luego voy a la consola principal y empiezo a verificar el estado de los sistemas de la central.
—Ana, ¿Cómo lo ves?
—He encontrado la ubicación de siete de los diez remotos que hay que sustituir. Cinco están en zonas de fácil acceso y dos están en lugares más complicados. Tengo localizadas las cabinas de los controladores.
—Estupendo, sigue buscando los demás.
—OK.
Yo ya he localizado cada tipo de controlador y vuelvo a la pila de cajas. Desembalo el primer controlador y saco las interfaces de los sensores remotos. Coloco el controlador encima de la mesa y lo enchufo; luego conecto mi consola de red al puerto de programación y empiezo a revisar el estado del controlador. Verifico que tenga la versión correcta de software básico y ejecuto un diagnostico completo.
Mientras los mensajes se proyectan en mis gafas, ejecuto un viejo programa de prueba que escribí hace tiempo. Los resultados son satisfactorios, así que me dedico a desembalar los sensores y lanzo otro programa que habla con los ellos y diagnostica la comunicación. Encuentro un sensor con problemas y lo descarto; por fortuna hay una caja con varios de repuesto. Pruebo el nuevo y veo que están todos bien. Cojo la etiquetadora de encima de otra mesa; hago etiquetas holográficas para todos los equipos y se las voy colocando a cada uno.
Estoy empezando a estudiar el software que tengo que descargar en el primer controlador cuando escuchamos golpes en el pasillo. Ana y yo nos quitamos las gafas y nos miramos intrigados. Carmen abandona su esquina y se dirige a la puerta a ver qué pasa. A medio camino, la puerta se abre violentamente y entran dos personas. Visten unos extraños chalecos abultados y cascos con una pequeña pantalla que les cubre los ojos, y portan armas. Al principio pienso que son de la seguridad de la central, pero no llevan insignias. El primero se aparta un poco y el segundo apunta lentamente con un arma no letal a Carmen, que se da cuenta y empieza a desenfundar su propia arma. No le da tiempo y ella cae convulsionándose. Cuando levanto los ojos veo que me apuntan. Y es lo último que consigo recordar.
Me duele muchísimo la cabeza, tengo una sed tremenda y siento un hormigueo muy extraño en las piernas y los brazos. Consigo abrir los ojos con dificultad y veo que estoy tendido en mi litera. Después de mucho esfuerzo me levanto tambaleándome y consigo llegar al baño. Bebo un poco y el dolor de cabeza remite ligeramente. El agua fría consigue despejarme y vuelvo a la habitación. Me acerco a Ana y advierto que esté despierta; pero tiembla convulsamente. Le traigo un poco de agua e intento calmarla. En mi visión periférica percibo que Carmen lucha por levantarse; no veo a Alejandro.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Carmen, sentada en la cama; también tiembla.
—No lo sé. ¿Cómo estás?
—Mi cabeza parece que va a explotar y no consigo parar de temblar –contesta, y sólo ahora me doy cuenta de que mis manos también tiemblan sin control.
—Maldita sea. Una resaca debería ser algo así —dice Ana.
—¿Qué es una resaca? —le pregunto intrigado.
—En una de mis misiones, me tocó arreglar un problema informático en una antigua biblioteca. Me dejaron en una sala repleta de viejos libros con una estación de trabajo conectada al ordenador principal. El ordenador era lento y las compilaciones tardaban mucho tiempo. Así que empecé a hojear uno de los libros.
—¿Un manual médico? —pregunta Carmen.
—No. No era un manual, era un libro que contaba una historia.
—¿Libros de historias? Eso es absurdo –contesto.
—Sí, muy raro. En la historia los personajes bebían líquidos que les hacían relajarse o ponerse eufóricos, pero si bebían mucho, luego tenían malestares que llamaban ‘resaca’, y que se parecían a lo que siento ahora mismo.
—Libros de historias… —dice Carmen, en un tono que no sé identificar.
—Tu suposición es correcta —explica una voz desconocida por megafonía.
La puerta se abre y entra una mujer. Viste una especie de mono de trabajo, pero no lleva insignia de ninguna empresa. Es alta, tiene un extraño color de piel, pelo gris muy corto y unos marcados surcos en la piel.
—No os preocupéis, el malestar remitirá en algunos días —nos dice sonriendo, lo que hace que sus surcos se acentúen.
—¿Quién eres? —atino a preguntar, a pesar de los temblores y de la desorientación.
—¿Qué nos pasa? —pregunta Ana con una voz pastosa que no parece la suya.
—¿Dónde esta Alejandro? —dice Carmen, intentando incorporarse.
—Vuestro compañero está bien. Me llamo Katia y os ayudare si me ayudáis —nos indica, y se sienta tranquilamente en la mesa —. Tenéis síndrome de abstinencia –concluye.
—¿Síndrome de qué? —logra decir Ana, que sigue temblando.
—Las pastillas que siempre tomáis son drogas. Las de la mañana son estimulantes físicos; las de la hora de comer son una mezcla de inhibidores de personalidad, y las de la noche sirven para dormir. Lleváis horas sin tomarlas y vuestro organismo se ha acostumbrado tanto a ellas que las hecha de menos; por eso os sentís tan mal.
—Pues volvamos a tomarlas —digo, sintiéndome fatal.
—¡No! —corta tajante Katia, y su expresión se endurece.
—¿Por qué no? —exclama Ana, a punto de perder el control.
—Esas drogas os mantienen esclavizados. Os hemos inyectado medicinas para contrarrestarlas y que podáis sobrevivir al hecho de dejar de tomarlas, pero no podemos eliminar totalmente el malestar. Debéis resistir.
—¡Estás loca! ¡Las pastillas son parte de las directrices de la empresa! ¡No podemos desobedecerlas! —le grito, totalmente fuera de control.
—Las drogas os mantienen condicionados. Conforme pasen las horas verás que las directrices no te parecen tan importantes.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —pregunta Ana, mirándola fijamente.
—Nada. Soy más vieja que vosotros, nada más.
—¿Entonces las historias de los libros eran verdad? —grita Ana. Todos nos la quedamos mirando extrañados.
—Eran historias, pero reflejan la realidad —contesta Katia, con una expresión muy seria.
—No te entiendo. Quiero hablar con el supervisor —le digo, esta vez haciendo un esfuerzo enorme por parecer sereno.
—Todavía es pronto; en unos días me entenderás —se levanta y se va sin decir nada más.
El tiempo deja de tener sentido para nosotros. Dormimos constantemente, nos traen comida, recogen las sobras. De vez en cuando se escuchan sonidos melódicos por megafonía.
—Es bonito —dice Ana mirando al altavoz del techo.
—¿Los sonidos? –pregunto.
—Sí, hace que me sienta mejor.
—¿Soy la única en pensar que esta comida que nos traen es la mejor que has probado nunca? —dice Carmen, comiéndose una barrita de una pasta marrón.
—No pensé que la comida pudiera saber así –contesto yo, acordándome de la comida a la que estábamos acostumbrados.
—Marcus, tengo sensaciones muy raras. Es como si me acordara de cosas que no sé de dónde salen —dice Ana.
Ya no tiembla, y hay un brillo nuevo en sus ojos. Y al decirme esto algo encaja en mi mente. La sensación escurridiza que he tenido siempre de olvidar algo importante; de repente no es tan escurridiza, y consigo enfocar ese pensamiento. Extraños recuerdos empiezan a aflorar en mi mente, memorias que no tienen que ver con misiones, ni con técnicas de trabajo.
Miro a Ana a los ojos y es como una presa que se rompe. Sensaciones olvidadas que deberían de ocupar un lugar muy especial en mi mente se amontonan luchando por retornar desde alguna zona muy alejada de mi cerebro. Instintos olvidados gritan pidiendo atención y siento una especie de vacío enorme, una rabia infundada y unos deseos enormes de abrazar a Ana. Levanto los ojos y veo que Ana me mira con expresión interrogante. Carmen también me mira intrigada, pero sigue concentrada en su barrita. Antes de que pueda decir nada, la puerta se abre y vuelve Katia.
—Bienvenidos al mundo de los vivos —bromea al entrar.
—Nos vendrían bien algunas respuestas —dice Ana.
—Preguntad —contesta simplemente, y se sienta en la mesa. Tiene una expresión curiosa, una sonrisa que no sé identificar.
[Leer la segunda entrega aquí]
2 comentarios
Hmm… creo que me ha picado la curiosidad por saber como sigue la historia y enterarme de la causa de que duerman tanto y tal… ¡No nos hagais esperar mucho, que el comienzo es bueno!
Para cuando la segunda parte???