Singularidades

El bombardero B-52 proyectaba su estabilizador vertical, su picudo apéndice caudal contra el ocaso, contra un cielo fragmentado en estrías color naranja debido a la inminencia de la noche. Durante el conflicto habíamos perdido la mayor parte de los reactores de última generación; por ello, no me sorprendió que nuestro ejército recurriera a modelos obsoletos rescatados de los museos, para transportar y arrojar sobre el enemigo nuestros recursos bélicos.

El B-52 era un bombardero subsónico de largo alcance dotado de ocho motores a reacción. Fue usado para patrullar los cielos durante los primeros tiempos de la Guerra fría, antes de su substitución por los misiles intercontinentales. Como si se tratara de un vencejo, la máquina hacía vida en el aire, dormía y repostaba en las altas capas de la atmósfera, presto a verter sus bombas atómicas sobre el enemigo rojo de aquel entonces. Retirados como chatarra en Tucson, Arizona, a un lugar llamado Boneyard, un extenso cementerio de aviones de guerra, el Alto mando decidió reparar cierto número para asignarles un último servicio.

Subí al aparato por la rampa de carga situada en la cola. Había un hombre en la bodega. Lo que transportábamos me sobrecogió de tal manera que al principio no reconocí quién era. Había diez bombas temporales en la panza del viejo aparato, los instrumentos de aniquilación más sofisticados creados hasta la fecha por el género humano. Contemplé las bombas, alineadas una detrás de otra como el inofensivo ramillete de un collar de cuentas; no parecían capaces de desplegar todo el terrorífico potencial que se les atribuía. La visión de aquel armamento de última generación en las entrañas de una antigualla me produjo cierta perplejidad. Material de guerra moderno preparado para ser usado a través de un medio obsoleto.

Dejé a un lado mi nerviosismo y expectación para fijarme en el otro ocupante de la bodega. Era un hombre espigado, de cuerpo fibroso y expresión adusta. Pude reconocerle, se trataba de Scott Lynch, uno de los pocos expertos sobre bombas temporales. Su presencia a bordo revelaba la importancia de nuestra misión. Nos movíamos; suspendí mis especulaciones a la espera de momentos más tranquilos, sin la incertidumbre del despegue. El pájaro metálico levantó el vuelo sobre la desvencijada pista que habría de conducirnos al cielo, planeó por encima de unas anticuadas instalaciones provistas de torres de control y balizas luminosas empotradas en la superficie de cemento. Inmersos en las alturas, el B-52 atravesó una zona de turbulencias. Lynch y yo danzamos de forma grotesca en la bodega, sin una orquesta que acompasara nuestros torpes pasos de baile. La nave recuperó la estabilidad.

Es un medio de transporte arriesgado, pero tiene sus ventajas —dijo Lynch—. El enemigo no espera que le ataquemos con semejante chatarra. Como sabes, los tratados internacionales de los últimos años han limitado las operaciones bélicas al espacio estratosférico, las primeras capas de la atmósfera han sido reservadas para uso civil. De modo que obtendremos paso franco, creerán que ésta es una nave de recreo. Estate atento y cumple con tu cometido. En cuanto te lo ordene, tiras de la palanca que abre la compuerta de expulsión. Volamos directos hacia el estado mayor del enemigo. Estas bombas son nuestra última baza para ganar la guerra —añadió, en un intento por infundir unos ánimos que, sin duda, tanto él como yo necesitábamos.

Pensé en el efecto que las bombas producirían en el enemigo. Una vez, como soldado de infantería, pude apreciar las consecuencias que esas armas ocasionaban en el campo de batalla. En un avance caótico a primera línea de frente, el enemigo nos atacó con morteros que vomitaban bombas temporales sobre nosotros. Allí donde caían, escuadras completas quedaban presas con todo su equipo tras una membrana de singularidad. Eran como gotas gigantes de rocío que apresaran legiones de hormigas en su interior. Una densa niebla se alzaba tras la película membranosa, por lo que era imposible saber qué ocurría en el interior de las gotas de rocío. Perforarlas era inviable; potentes campos de fuerza protegían su estructura. Aproveché la presencia del experto para preguntar aquello que todos los soldados queríamos saber.


¿Qué ocurre tras una membrana de singularidad?

Lynch me observó sentado sobre el cuerpo metálico de una de las bombas, en el extremo de la hilera más próxima a la cabina del piloto.

Típica pregunta de neófito. Para que entendieras el efecto de la singularidad, debería hablarte de la relación existente entre la mente humana y la naturaleza del tiempo.

No importa, tenemos poco que hacer hasta llegar al punto de ataque —expuse mi ansia por saber.

¿Qué es para ti el tiempo?

Una sucesión de acontecimientos que se prolongan desde el pasado hasta el presente, para proyectarse hacia el futuro —le respondí con aquello que dictaba el sentido común de la mayor parte de los mortales.

Totalmente incierto. Ya Aristóteles creía que tanto la memoria como la imaginación eran una sola potencia del alma. La memoria almacena las experiencias vividas en forma de imágenes, y la imaginación recurre a esas imágenes para construir el mundo temporal en el que nos movemos. Esta combinación de memoria e imaginación nos oculta el hecho de que vivimos en un presente constante, la memoria ordena la percepción de la realidad de éste presente continuo a través del archivo de unas imágenes almacenadas de forma lineal, de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Esta estrategia de almacenamiento es la que confiere a la conciencia la sensación de adelante y atrás, antes o después. A partir de ahí es cuando crece en nosotros la ilusión de “pasado”, algo que solo existe en nuestra memoria. Pues en el mundo real, difícilmente objetivable debido a nuestras carencias como sujetos, solo existe la línea continua del presente. Aunque se trate de un presente móvil que huye de lo estático con ayuda del cambio continuo.

Inspeccioné el rostro del físico, del experto integrado a una industria bélica que no había hecho más que crecer de forma exponencial desde el hacha de silex; sus ojos parecían más animados. Hablaba de su trabajo con entusiasmo, con el orgullo con que un padre hablaría de la graduación de un hijo universitario.

Con el futuro ocurre tres cuartos de lo mismo —prosiguió—. Usamos de la imaginación con objeto de especular sobre él, atiborramos el futuro de teorías cuyas premisas extraemos de los archivos de la memoria. Y tanto el futuro como el pasado pueden ser reinterpretados continuamente. La diferencia entre uno y otro, es que sabemos que el futuro es una construcción mental mientras que, al mismo tiempo, ignoramos que el pasado responde a esa misma clasificación; pues los acontecimientos pasados nos proporcionan una falsa sensación de precisión. Y eso es así desde el momento en que, cada vez que invocamos un recuerdo, no acudimos al archivo original, sino a una fotocopia del mismo, a una imagen que recreamos a partir de una copia que extraemos de las vivencias enlatadas del recuerdo. Imagínate lo que esto representa, una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia; piensa en el error acumulativo que ocasiona este proceso de adulteración en los archivos de la memoria.

Todo esto está muy bien, pero sigue sin responderme a la pregunta. ¿Qué ocurre en el interior de una membrana de singularidad?

La bomba corta la reinterpretación de la memoria, el recurso a la fotocopia. Presos de un bucle, los afectados por la singularidad repiten un fragmento de su presente de forma perfecta e indefinida.

¿Indefinida? —pregunté—. ¿No hay forma de detener el proceso?

No que nosotros sepamos.

Lynch interrumpió sus explicaciones; atravesábamos otra zona de turbulencias. Nos agarramos donde pudimos para no salir despedidos contra el techo o las paredes de la nave. Escuchamos un tremendo rugido, como si el metal del avión fuera cercenado por unas tijeras gigantescas. Las turbulencias habían arrancado de cuajo el estabilizador vertical y el desgarro en el fuselaje ocasionó la esperada descompresión. Debido a ello, un verdadero huracán se desató en el interior de la bodega. Las bombas, pese a estar aseguradas con una red, empezaron a golpear unas contra otras.

¡Las bombas! —gritó Lynch por encima del rugido del huracán—. ¡Tenemos que evitar que colisionen entre sí!

¿Qué ocurre tras una membrana de singularidad?

Lynch me observó sentado sobre el cuerpo metálico de una de las bombas, en el extremo de la hilera más próxima a la cabina del piloto.

Típica pregunta de neófito. Para que entendieras el efecto de la singularidad, debería hablarte de la relación existente entre la mente humana y la naturaleza del tiempo.



 

 

 

 

 

 

 

 

4 comentarios

  1. El relato está muy interesante. Yo siempre me he preguntado: ¿si caemos en un bucle temporal, de dónde sale la energía para mantener constántemente la vida, la existencia de todo..? Je je, preguntas ficticias para mundos ficticios.
    Las ilustraciones de Pato Contreras son muy potentes (me gusta mucho la segunda). Del relato hay detalles un poco puntillosos como que los bombarderos Boeing B-52 sobrevivieron en servicio mucho después de la guerra fría (hoy en día un buen puñado de ellos continúa en activo), pero bueno, son las acotaciones entrometidas de este amante de la aviación en general, ja ja. la verdad es que es un acierto iniciar el relato colocando las armas más innovadoras en aparatos tan antiguos.
    Felicidades por el relato y por el premio. Ojalá nos obsequies con más material tuyo en Exégesis!

  2. Relato con un final sorprendente, que yo ya conocía porque claro, Serafín había tenido a bien pasármelo, aquí queda claro su talento como narrador.
    Las ilustraciones, contundentes, atractivas, atrapan muy bien la atmósfera del relato. Enhorabuena  Pato.

  3. Un delicioso ejercicio de literatura. He disfrutado con la lectura de «Singularidades» y al igual que muchos de vosotros me he sorprendido con el fnal. Un gran relato que sin duda merece ganarse un buen premio! 

  4. Hola Allmanzor, gracias por las felicitaciones. Tienes razón, ¿de dónde sale la energía para alimentar una singularidad como la descrita? A buen seguro, mi narración viola la tercera ley de la termodinámica o alguna otra (la cuarta o la quinta, no sé). Lo cual me coloca en una posición muy jodida: el relato es fantasioso. Y yo que creía que estaba haciendo ciencia-ficción, hay que joderse.