El consejero presidencial

Vino a verme ayer, por última vez. Apoyó el mentón sobre la mesa, como solía hacer, y procedió a exponer su consulta, su miedo, su desazón ante el desmoronamiento de su país, del mundo entero. En aquella ocasión no hubo siquiera consulta, tan sólo lamentaciones.

—¿Cómo hemos llegado a esto?, ¿cómo fue posible?, ¿cómo no reaccionamos a tiempo?

Una vez más, le hablé de economía; le expuse como el mercado financiero se había independizado de la economía real, como la entelequia letal de los mercados, libre de regulaciones, creaba dinero artificial moviéndose de un continente a otro a velocidades lumínicas por medio de las autopistas tecnológicas creadas por Internet, convirtiendo el dinero de artificio en deuda y transformando cada transmisión desregulada de capital en ganancia para el broker o entidad bancaria agazapada tras cada acto especulativo. Multiplicándose el impulso humano hacia la codicia con cada operación financiera y lastrándose, de paso, el libre funcionamiento de la economía productiva. Esa que levanta países, sostiene hogares, expende recetas médicas y mantiene perreras municipales y escuelas con pizarra.

Al principio, el presidente me pedía consejo casi a diario.

—¿Qué debo hacer?, ¿qué harías tú en mi lugar?

Y yo le exponía mis recetas. La desregulación financiera, un asalto de las élites para fortalecer sus intereses de clase, había ido pareja a reducciones significativas en la fuente de ingresos públicos representada por los impuestos. Restituye los impuestos directos progresivos, grava a quien más tiene, exprime a los ricos, le decía. El presidente arrugaba la nariz, fruncía el ceño, exponía la mueca de contrariedad y rechazo propia de un niño ante una cucharada de aceite de ricino. Los impuestos progresivos sobre rentas de capital o sobre el patrimonio, junto a una tasa impositiva aplicada a las transacciones financieras, proporcionarían los suficientes ingresos fiscales para invertir en la creación de empleo, en sanidad y educación, e incluso en la amortización de la deuda, proseguía. Los trazos de desagrado aumentaban en la cara del presidente. Te debes a tus votantes, le recodé un día.

—No —me replicó—. Me debo a los bancos y al poder empresarial, ellos financiaron mi campaña.

El presidente no me hacía caso; pero aún así, venía a consultarme. Tal vez porque necesitaba suelo firme, sin fisuras propagandísticas, desde el cual otear la realidad y evitar que ésta le devorase. Escuchaba a su consejero informal, a mí, pero aplicaba las recetas de sus asesores económicos. ¿Y quienes eran esos asesores?, los mismos responsables de las entidades bancarias que habían provocado el desastre, gente dispuesta a seguir apostando en el casino económico de la bolsa aunque todo se derrumbara a su alrededor, a morir sepultados bajo las ruinas del sistema con todas sus ganancias amontonadas en el regazo. De modo que todo fue a peor, la oligarquía que manejaba los mercados financieros aumentó la inflación de la deuda; sus propósitos eran dos: desmontar las prestaciones sociales de los estados avanzados para privatizar servicios básicos, como la educación y la sanidad, e introducirlos en el mercado especulativo con la intención de obtener sustanciosos beneficios; el segundo propósito no era otro que forzar a los estados pertinentes a rescatar al sistema financiero que mantenía en funcionamiento todo el fraudulento engranaje, por medio de fabulosas inyecciones de capital público. Como era de esperar, los asesores presidenciales, pendientes de satisfacer su codicia, concentraron sus políticas económicas en aumentar la recesión, en profundizar en las crisis de deudas soberanas para mantener en funcionamiento su economía de casino basada en la rapiña, en ampliar con desposeídos y excluidos de todo tipo la base de la pirámide para que la riqueza fluyera hacia la cúspide. Tras cada resolución del congreso, ¡cuán lejos estábamos de conseguir una sociedad del bienestar basada en la capacidad distributiva del impuesto! Y el presidente seguía sin hacerme caso; al fin y al cabo, ¿quién era yo para que nadie me prestara atención? Pero mis consejos eran acertados, tal vez consistían en las únicas recetas con las que salir a flote. La calle me dio la razón, el tumulto de los disconformes llegaba hasta la habitación en la que estaba recluido. Y pronto, el reflejo de las llamas inundó de efervescencias, de marejadas de luz y sombra, las paredes de mi cuartucho. Tiroteos dispersos y ráfagas de ametralladora amenizaban el baile de las fogatas, acompasándose al crepitar de los incendios.

—¿Cómo hemos llegado a esto?, ¿cómo fue posible?, ¿cómo no reaccionamos a tiempo? —se lamentó el presidente con el mentón apoyado sobre la mesa, el rostro situado a escasos centímetros de mi jaula.

Como fruto de la mejor inversión en ciencia y tecnología que había llevado a cabo su gabinete, sentí la necesidad de consolarle, de arrojar alguna luz a su confusión. No en vano, mi persona era la encarnación del éxito alcanzado por el programa ultrasecreto que respondía a las siglas IPAE (Inducción al Proceso Acelerado de Encefalización). Abandoné la rueda en la que hacía ejercicio para inspeccionar en los ojos de aquel hombre abatido. En aquellos momentos, me alegré muchísimo de ser un simple hámster. Eso sí, un hámster atiborrado de mejoras genéticas; pero un hámster al fin y al cabo.

 

4 comentarios

  1. Genial, Serafín. Un relato muy bueno que, además, es de una actualidad permanente, pues la situación actual se repite ciclicamente y nadie hace nada por arreglarla desde hace 83 años. Así que pienso que esta rueda de prosperidad, crisis, prosperidad, crisis, cae rodando montaña abajo y, lógicamente, al final hay un muro…  Francamente, el escenario que planteas de incendios y motines civiles es a lo que obligan a la mayoria cuando el saqueo supera ciertos límites.
    No sigo porque me pongo enfermo, pero me ha gustado mucho tu relato y la sorpresa final del Hamster evolucionado es genial.
    Un 10 para la ilustracion de Nebur, no solo por su calidad técnica, si no también por el concepto.

    ¡Felicitaciones a ambos! 

  2. Gran relato. Y gran ilustración como escolta. Cuánta calidad junta. Mis felicitaciones a ambos.

    Y por cierto, si bien el hámster es muy atinado en sus razonamientos, me extraña que no se diera cuenta de que no es el presidente el que manda!!

  3. Muy atinado tu comentario, Blas. Pero imagino que al tratarse de una inteligencia naciente, arrastra mucha inocencia por defecto. Los ilustradores de Exégesis siempre me sorprenden; tras entregar un trabajo, no puedes evitar el pensar cómo conseguirá el dibujante captar la idea del relato (en ocasiones enrevesado) en una sola ilustración. Y aquí está, contundente, explícito, original. Felicidades Nebur, gran trabajo.