Jano

A Laura Ponce,
que revisó en incontables ocasiones
el original de este cuento

Estábamos en peligro. Piratas tarshen rodeaban nuestra nave; conocían la naturaleza del cargamento; esperábamos el peor de los desenlaces. Los atacantes, sin embargo, juraron respetar nuestras vidas si procedíamos a teletransportarnos a J´No, la luna más pequeña del planeta Xix, de manera de dejar el puente y las dependencias del Warghoss —tal el nombre de nuestro crucero— liberados a su voraz sed de riquezas. La orden debía ejecutarse inmediatamente, con la condición de que ningún miembro de la tripulación quedara a bordo, ya que los sistemas de escaneo del enemigo detectarían la presencia de cualquier persona que no acatara el ultimátum, y eso significaría nuestro fin.
El capitán, siempre frío y calculador con nosotros, no lo dudó: registró en la bitácora que aceptábamos el trato. La tripulación se dirigió a los pabellones de teletransporte; uno a uno los vimos —el capitán y yo, su primer oficial— desaparecer en una vorágine de moléculas viajeras pre-programadas; uno a uno, efectivamente…, hasta que llegó nuestro turno.
—¡A la plataforma! —ordenó el capitán— ¡Muévase!
—¿Y usted? —alcancé a preguntar, cuando mis azorados ojos advirtieron el tubo desintegrador apuntándome.
—¡Suba! —insistió el capitán.
Obedecí. Mi cuerpo se deshizo. El rostro del capitán se desmaterializó y, en su lugar, apareció el del controlador de vuelo: de apellido Parsons, si mal no recuerdo.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó.
—Quedó en la nave —contesté.
Todo el mundo alzó la vista, como si alguien pudiera atravesar el manto de estrellas que se recortaba sobre nuestras cabezas. La titánica lucha del capitán, recorriendo infatigable las instalaciones vacías del Warghoss, quedaría inmortalizada en los observadores como el trazo imperecedero de una constelación griega.
—¡El capitán no abandona su nave! —observó alguien.
—¡Se inmolará con ella! —coreó otro.
Enseguida se levantaron vítores, y se armó una exaltada discusión.
—¡Debemos volver! —rugían las voces— ¡Debemos apoyar a nuestro capitán!
La decisión estaba tomada: regresaríamos. Pero, mientras las manos frenéticas recorrían el tablero portátil ajustando coordenadas, algo ocurrió: un destello ciclópeo se abrió como una gran boca en la bóveda celeste. La explosión inconfundible de una nave nos aturdió, y el ruido de estática que llegó hasta nuestros receptores nos hundió en un mortuorio silencio.
Los ojos se apartaron del cielo y se clavaron en el suelo calcáreo de Xix. Alguien, creo que Ramírez, ensayó una oración. El capitán, desde luego, estaba m…
—¡Observen! —el dedo de un oficial señaló un objeto fugaz en el firmamento. ¿Qué es eso?
Una estela de luz. Un bólido destellante invadió la atmósfera del satélite, rasgó el horizonte describiendo una elipse y se precipitó sobre la superficie caliza con un gran estruendo.
—¡Es una cápsula! —festejó un enjuto oficial con rango de cabo— ¡Una cápsula de escape del Warghoss!
Desplegamos los cópteros de nuestros trajes. Nos dirigimos al vórtice del impacto. Como un enjambre de insectos nos posamos sobre los restos humeantes. Buscamos. Buscamos desesperadamente entre los deshechos retorcidos.
De pronto, los receptores que minutos antes nos invadían con su fúnebre estática, cobraron nueva vida:
—¡Idiotas! ¡Estoy aquí! ¿Cuánto deberé esperar?
Era nuestro capitán… ¡El capitán del Warghoss, vivito y coleando, pedía urgente asistencia!
Redoblamos nuestras maniobras de rastrillaje. Los escombros chamuscados no dejaban de caer como una lluvia de fuego, pero nosotros persistíamos tozudamente con nuestro examen minucioso.
Hasta que alguien…
—¡El capitán! —bramó— ¡Aquí está el capitán!
Escarbamos como topadoras: un pie, otro pie, una pierna, la otra, el torso… —¡oh, sí, ya llegábamos a nuestro capitán!— Los brazos, los hombros…
¡Horror!
Nos apartamos, doloridos, ¡asqueados!
¡Faltaba la cabeza!
El capitán… ¡decapitado!
Los ojos se desorbitaron ante la contemplación de la más cruda de las tragedias. Pero, entonces, ¿qué era lo que habíamos oído? ¿Acaso no habíamos recibido un mensaje del capitán reclamando auxilio?
Se barajaron rápidas conjeturas, imprecisas y exageradas hipótesis, sin apartar la atención del mutilado.
Johnson, de Comunicaciones, aventuró:
—¡Era un eco de información!
A regañadientes, estuvimos de acuerdo. El mensaje del capitán solicitando ayuda había sido pronunciado en otro momento, quizás aún estando a bordo del Warghoss, segundos antes del estallido.
Asentíamos como marionetas, al tiempo que tapábamos el cadáver con nuestras chaquetas reglamentarias, cuando de pronto…
—¡Idiotas! ¿Qué se supone que están haciendo? ¿Quieren dejar ya ese cuerpo inútil y echarme una mano de una vez por todas?
Instintivamente tanteamos nuestros receptores.
¡Imposible! ¿Qué se supone…?
Un operario de Mantenimiento señaló entonces un punto a nuestras espaldas.
Nos volvimos.
Nuevamente Parsons, el operador de vuelo…
…Venía hacia nosotros sujetando una cabeza en sus temblorosas manos, ¡una cabeza que no dejaba de zarandearse y farfullar juramentos a granel!


Los meses subsiguientes nos encontraron al mando de la nave tarshen. La Astroflota había decidido reacondicionarla, rebautizándola con el nombre de “Jano”. El capitán había recibido… «mantenimiento», y ahora ostentaba un nuevo cuerpo: ventajas de ser androide, como susurró alguien.
En una ocasión, me presenté ante él, con la intención de discutir detalles técnicos de navegación. Cuando penetré en su camarote, lo vi sentado tras su gran escritorio de caoba. Me cuadré. Un instante después reparé en el panel abierto en su cabeza: del interior del diminuto compartimiento sobresalía un cable cuyo extremo iba a dar a un visor holográfico instalado sobre el escritorio. El capitán no pronunció palabra, en cambio me hizo un gesto para que me acercara. En la holopantalla… ¡se sucedía una masacre! Los piratas tarshen que habían abordado el Warghoss confiados de no hallar moros en la costa, caían envueltos en llamas, abrazados por el calor implacable de un tubo desintegrador que se movía con la fatalidad de una fiera al acecho.
—¿Sabe? —sonrió el capitán—. Creo que en cierta forma cumplimos con las exigencias del ultimátum tarshen: ninguna persona quedó a bordo del Warghoss… sólo estaba yo.
Los tarshen gritaban, se retorcían, ¡se volatilizaban!
El capitán, atento al negro espectáculo, comenzó a reírse.
—¡Mire, mírelos! ¡Jajajajajaja! ¡Mire ése! ¿Lo vio? ¿Vio como explotó? ¡Jajajajajajaja! —el capitán se restregaba los ojos: una sustancia que lubricaba sus córneas sintéticas rodaba por sus mejillas en forma de lágrimas— ¡Tuve que “despegarme” al tipo de encima antes de continuar con la matanza! —el capitán hacía grandes aspavientos, al tiempo que aumentaba el volumen de la señal, y el pánico tarshen saturaba el aposento— ¡Kaboooooommmm! ¡Jajajajajajajaja! ¡Así hizo el sujeto! ¡Kabooooommmmm!
Sentí que me fallaban las rodillas. Me movía inquieto al lado del escritorio, y el capitán lo notó.
—¡Márchese, teniente, márchese!
Me cuadré como pude y me encaminé hacia la puerta. Cuando estaba a un paso de retirarme, la voz jocosa me interpeló nuevamente:
—La nave se llama Jano por el dios de la mitología romana —afirmó.
Lo intempestivo de la información me tomó por sorpresa, y mi pobre cerebro biológico tardó en reaccionar.
El capitán percibió mi azoramiento, así que agregó:
—Sé que todo el mundo dice que es por la luna J´No, que nos cobijó mientras duró nuestro confinamiento. Es incorrecto, ¿sabe? El nombre de “Jano” lo sugerí yo mismo: es el dios bifronte de los romanos.
Repetí las palabras que había oído para mis adentros. Antes de que la puerta se deslizara, alcancé a oír al capitán:
—¡Piénselo, teniente! —y volvió la atención a las imágenes de muerte que proyectaba desde su cráneo, y volvió a señalármelas, mientras sus manos castigaban la superficie del escritorio al compás de sus macabras carcajadas.
Me quedé por unos segundos en el pasillo desierto. “Jano”, pensé.
Hay quienes aseveran que nuestro capitán es frío y calculador… Creo que es una verdad incompleta: apenas muestra una cara de la moneda.
Yo he visto la otra faz del dios… ¡Y ríe grotescamente en mis pesadillas!

2 comentarios

  1. Miedo me daría servir a las ordenes de este ciber-capitán, je je. Un interesante relato. Y la ilustración de la cabeza del capitán es una verdadera maravilla. ¡Me encanta!