Cuentame tus recuerdos

El paciente de la ficha número diez era un hombre joven, de complexión fuerte y mirada desvaída, diríase que confusa. Un estado que no podría reprochársele a nadie que se encontrase maniatado a una camilla.
—Héctor, cuéntame tus recuerdos.
Un hombre de bata blanca observaba al sujeto postrado en su condición de enfermo-cautivo, impasible a los efectos que su invocación había producido en él. El paciente se sacudió al compás de una respiración agitada, al tiempo que intentó deshacerse de sus ligaduras.
Poco a poco su respiración fue ralentizándose, desistió de su sueño de libertad y habló. Habló con la enfebrecida locuacidad de aquellos a quienes importa poco ser escuchados, con la locura de un náufrago de sesos derretidos por el Sol, aferrado a la vida en una precaria almadía. En la habitación, una enfermera armada de papel y bolígrafo, se disponía a tomar notas.
—“El ambiente era húmedo y pegajoso. Las moscas bullían inquietas en busca de sudor fresco, los patos se afanaban en la captura de larvas de insecto, inmersos sus picos en el arrozal. El Monzón andaba cerca. Durante esos preparativos de tormenta, Selim se me acercó con su balandro de juguete.
—Héctor, se ha roto el mástil, ¿puedes arreglarlo?
Cogí el juguete y sopesé con ambas manos la embarcación de mimbre trenzado. Me había llevado tiempo construirla, siempre bajo la mirada atenta y anhelante del niño. Arrojé el balandro al suelo y lo pisoteé. El mimbre exhaló un lamento sordo bajo mis botas.
Selim prorrumpió en un lloriqueo convulso.
—¡Vete! –le grité, encorvándome junto a su oído.
Di la espalda al mocoso y a su llanto y me dirigí al poblado. Divisaba ya los techos de paja envejecida, cuando Alan me salió al paso desde detrás de unos arbustos. Se quedó allí, en mitad del sendero, para impedirme el paso con una sonrisa jactanciosa enmarcada en el interior de un rostro de patata, cicatrizado en hoyuelos de acné. Su súbita aparición provocó en mí el reflejo de aferrar la culata del fusil de asalto colgado en bandolera sobre mi hombro.
—Héctor, Hectorcito, ¿tendrás cojones de hacerlo? –me increpó, en un intento por azuzarme.
—Siempre he cumplido con mi deber de soldado. El hecho de que no esté tan deseoso como tú, no significa que vaya a desobedecer una orden.
—Dentro de unas horas veremos de qué material estás hecho.
Proseguí mi camino propinándole un golpe con el hombro al llegar a su altura. Se hizo a un lado.
—Ya sabes, mariquita el último y traidor el que se raje.
—Capullo –mascullé entre dientes.
Me dirigí a casa de Oparika, tenía que recoger mis enseres personales y mi mochila. A la puerta de la choza, su anciano padre contemplaba los arrozales sentado sobre un tronco. En ausencia de sus hermanos, absorbidos por el torbellino de la guerra, la chica cuidaba de él, cumpliendo además con el cupo que les correspondía por familia en concepto de laboreo.
Al verme, Oparika corrió a estrecharse entre mis brazos. Noté la turgencia de sus senos bajo sus livianas ropas y mi grueso uniforme. Quise corresponder a su abrazo pero la rechacé, apartándola con brusquedad.
—¿Qué te ocurre?
¿Era una pregunta, un ruego o un reproche? Nunca lo supe.
—Nada. Tenemos que irnos.
Su mente no pareció digerir el aplomo de mi respuesta. Guardó silencio unos momentos, para quejarse al fin:
—Me dijiste que vosotros os quedabais, que no os iríais tras el resto del ejército.
La chica intentó una nueva aproximación. Me deshice de ella con violencia”.
Héctor enmudeció, su locuacidad parecía haberse truncado en un silencio más bien provocado por la amnesia que por una negativa a colaborar. Los recuerdos del joven se apelotonaban en una barrera fronteriza, en una aduana que imponía un elevado peaje de salida a cada vivencia pasada, deseosa por abandonar el claustro de la mente. Una línea de frontera que impedía a la memoria fluir en busca del orfebre de las palabras: la consciencia angustiada del propio Héctor.
—¡¿Qué le hiciste a la chica, Héctor?! –tronó la voz del Doctor Malenkovich, imperiosa, acuciante.
El joven sufrió la convulsión de una descarga anímica, nuevos espasmos le hicieron agitarse en la camilla.
—Andrea, inyéctele cinco centilitros de dopamina.
La enfermera dejó las notas sobre una mesa, al cabo volvió a recogerlas amparándolas contra su pecho. Su nervioso titubeo acabó por enfrentarla al Doctor:
—No creo que suministrarle esa substancia sea lo más indicado en estos momentos.
—¡Obedezca!
Abandonó el parapeto de sus notas arrojándolas sobre la mesa. Con porte crispado se dirigió a unas estanterías donde reposaban varios frascos preñados de fármacos capaces de potenciar, distorsionar o anular la mente más estabilizada. Con dedos temblorosos revolvió en el anaquel. La mala fortuna, o un deseo soterrado, hizo que el frasco escogido se desprendiera de su mano. Pequeños fragmentos de cristal se mezclaron con un líquido espeso, el embaldosado perdió relieves y formas bajo el estropicio.
—¡Muy oportuna, Andrea!, ¡muy oportuna!
La enfermera, de rodillas, intentaba recoger los pedazos de vidrio.
—¡Váyase, váyase!
Tras la feroz despedida, el Doctor prosiguió el interrogatorio. Intentó arrancar nuevas palabras a su paciente, sin el punzón de una socorrida farmacopea.
—¡¿Qué le hiciste a la chica?!
Como una hoja presta a desprenderse tras la acometida de un viento de otoño, Héctor tembló en su naufragio emocional aferrado a la camilla-almadía.
—¡La abofeteé!, ¡la abofeteé!, ¡la abofeteé!
Aliviado por la liberación de unos recuerdos, encajonados en el estrecho oviducto de la memoria, el joven lloró.

Andrea entró en la habitación, Héctor se encontraba en el otro extremo de la misma, junto a una ventana. Los rasgos de su rostro, marcados aún por el sufrimiento, se encontraban bañados por los trémulos resquicios de un sol amortajado por una endeble cortina, acunada por el aire del exterior.
—Su medicación.
La enfermera depositó un vaso de agua y una píldora sobre la mesa donde el paciente reclinaba su torso. El joven dejó de manosear una hoja de papel con dedos torpes. Varias cartulinas arrugadas se amontonaban entre las patas de la mesa, cual borreguillos escapados de una guía de manualidades de papiro.
—¿Qué está haciendo?
—Intento confeccionar una mariposa. Una vez construí un balandro de mimbre, el entrelazado con materia vegetal es mucho más arduo, requiere una técnica más depurada. El papel siempre fue mi material preferido, no entiendo por qué no soy capaz ahora de moldear un simple insecto.
—Quizá sea debido a su convalecencia –aventuró la mujer.
—No, no lo creo, desde mis años de escuela siempre fui un virtuoso en el arte de la…
—Papiroflexia —le ayudó la cuidadora ante lo que parecía un nuevo embotamiento del paciente número diez.
—Sí, así es. Así se llama el arte.
—Descanse, volveré dentro de poco.
Andrea abandonó la habitación con pasos mesurados para no perturbar la concentración de Héctor, pues, de nuevo, se disponía a transformar la lisura de otra hoja en una masa de papel amorfa, esculpida con el cincel de la arruga.
Cruzó una serie de corredores hasta llegar al despacho del Doctor Malenkovich. Estaba segura de ello, su cita con el hombre de ciencia de ojos fríos y convicciones férreas iba a consistir en un rapapolvo por lo ocurrido en el transcurso de la mañana. Con toda probabilidad, el Doctor informaría a la Junta Directiva de su reprochable comportamiento y, con toda probabilidad, procederían a su despido. Se lamentó de su situación, entrar a formar parte de la plantilla de una clínica de investigación como aquella no había sido fácil.
Llamó a la puerta con humildes toques, desprendidos de sus nudillos sin convicción alguna.
—Entre.
Malenkovich se encontraba sumergido en un marasmo de notas y artículos a medio componer de apretada caligrafía. Al Doctor le gustaba escribir a la antigua usanza, con estilográfica y papel cuadriculado por líneas de tenue costura, afición que extendía a sus ayudantes; a los cuales obligaba a tomar notas sobre la reacción y estado de sus pacientes.
—Siéntese, Andrea.
Malenkovich continuó inmerso en el revoltijo de anotaciones sin prestar más atención a la chica. Sobre el escritorio, un busto de Sigmund Freud, utilizado como pisapapeles, parecía dirigir una mirada de reproche hacia la enfermera.
Por fin, el Doctor encontró satisfactoria la nueva remodelación en el caos de su mesa de trabajo.
—Y bien, Andrea, ¿cuáles son sus excusas?
—La dopamina es un estimulador cortical, suministrar esa substancia no era el proceder más adecuado, dado el estado de agitación del paciente.
—¿Es usted tan arrogante como para creer que su criterio está por encima del de un Doctor?
Malenkovich clavó unos ojos fijos en Andrea, instándola a responder sin demora.
—¿Por qué revivir recuerdos olvidados cuando esto genera tal angustia en un paciente?
—Me responde con otra pregunta. Es usted una chica bastante impertinente. ¿Nunca se lo habían dicho?
Parecía divertirse con sus amonestaciones, o lo que quiera que aquello fuese.
—Nosotros no revivimos recuerdos, los creamos.
Hizo una pausa para analizar la estupefacción de la enfermera.
—Podemos codificar la información a nivel molecular, una síntesis proteínica adecuada puede suministrarnos la memoria que elijamos. Recuerdos de grandezas, de miserias, recuerdos dulces y agrios. El bazar de la evocación, de la remembranza y el recuerdo está a punto de abrirse al público. Somos la suma de nuestras vivencias, no me negará que éste es un mercado con un gran potencial.
Andrea pensó en las dificultades de Héctor por recuperar una afición que nunca había tenido. Una afición de la que desconocía también su palabra técnica: papiroflexia.
—¿Quién deseará comprar recuerdos como si fueran un traje a medida? –preguntó perpleja la enfermera.
—La gente deseosa de olvidar, deseosa de apoyar su presente en un pasado digno, incluso grandioso.
—Dígame, ¿por qué escogió una neurosis de guerra?, ¿por qué no un divorcio o una juerga de Noche vieja?
—Necesitábamos emociones fuertes para cotejar datos con un mínimo de error, para contrastar las palabras que fluyen de la memoria real del paciente, con los recuerdos de artificio. Además, hemos comprobado que la angustia hace más efectiva la droga.
La frialdad aséptica de Malenkovich sobrecogió a Andrea.
—Pero, es inhumano. Ese hombre sufre con cada sesión.
—Se trata de voluntarios. Parados de larga duración, gente asediada por impagos, inmigrantes sin futuro…
El Doctor observó el rostro desolado de Andrea, un temblor involuntario en los labios de la mujer delataron en ella una inclinación empática hacia los menesterosos, débiles o heridos.
—Vamos, vamos, señorita, deje a un lado su candidez, ¿o acaso cree usted que el avance en medicina sólo se consigue a través de ratas de laboratorio? Nuestro “fijador de memoria” no es ni será el único fármaco que se consiga con la omisión flagrante del juramento hipocrático.
—Héctor, ¿qué ocurrió después de que abofeteara a la chica?
El paciente guardó silencio, maniatado a la camilla observaba el infinito que se extendía más allá del techo de la habitación.
—Dejamos la historia en ese punto, ¿lo recuerda? –insistió el Doctor.
—“Sentí un dolor punzante, una desgarradura que se abría camino en alguna parte ilocalizable de mi cuerpo. Lloré, lloré como hacía años que no recordaba haberlo hecho. Oparika, tendida en el suelo, no entendía el origen de mi conmoción. Alzándose, volvió a abrazarme con renovada efusividad.
¿Cómo podíamos hacerles semejante cosa a aquella gente? Ellos, pobres campesinos que habían hospedado a nuestro ejército en retirada, compuesto por hombres hambrientos y cansados, que habían atendido heridos y colmado estómagos y apetitos de diversa índole. Oparika estaba ahí, pegada a mi cuerpo para recordármelo con la calidez del suyo.
—Coge a tu padre y a los bueyes y marchaos de aquí. Huid.
La chica se estrecho a mí con más fuerza.
—No me asustes Héctor, ¿qué es lo que ocurre?
—Sois demasiado hospitalarios. Dentro de pocos días el enemigo habrá llegado a vuestra aldea y le dispensaréis el mismo trato que a nosotros. Curaréis sus heridas y le avituallaréis, con lo que dispondrá de renovadas fuerzas para ir tras nuestro ejército.
Oparika lloraba, pareció entender que el infortunio, con sus negras alas, había decidido aterrizar en su vida y en la de toda su gente. Enjuagué sus lágrimas con mis manos e incliné mi cabeza hacia su rostro aniñado, de salientes pómulos.
—La guerra no entiende de asuntos humanos, no es humana. Atiende solo a su propia dinámica, y esa dinámica es la destrucción y la muerte. ¿Comprendes lo que trato de decirte?
—No podemos irnos. Tenemos que cuidar de la siembra, pronto habrá cosecha.
Esperaba aquella respuesta. La gente de Oparika solo tenía un lugar al que huir, un lugar que les acogiera: el hambre de los caminos.
En el exterior resonaron unos disparos. El sargento había decidido adelantar la hora de la operación. Aquello era un mal trago para todos.
Salimos fuera de la choza al tiempo que el padre de Oparika entraba asustado. Varios soldados disparaban a bueyes y búfalos acuáticos que se hallaban paciendo por las cercanías de la aldea, otro grupo incendiaba las viviendas arrojando antorchas sobre las techumbres de paja. Reconocí a Alan, su risa jactanciosa se había transformado en un alarido de locura. El grito de guerra crecía en la garganta enrojecida del soldado, mientras lanzaba teas corriendo de una casa a otra. Al llegar a nuestro lado nos sonrió con la amabilidad de un vecino en una mañana de domingo, y sin dejar que la blancura de sus dientes se ocultase tras los labios incendió el establo de Oparika. Retuve a la chica con todas mis fuerzas, ella se revolvió y chilló. Empujándome, logró liberarse del cautiverio de mis brazos. Corrió hacia el establo, los animales de labranza eran su vida, sin ellos no había cosecha. La perseguí para retenerla de nuevo, pero Alan me propinó un culatazo en la cara.
Cuando desperté, el pueblo era un amasijo de cenizas y escorias humeantes salpicado de cadáveres, en su mayoría de animales domésticos; aunque podía adivinarse, entre la ruina y el humo, el bulto inerte de algún aldeano que se había opuesto a la destrucción. Entre las víctimas no pude encontrar a mi amada, su cuerpo se había consumido en el interior del establo.
El sargento chilló una orden y los hombres surgieron de entre los escombros para formar. Fuimos apelotonándonos con el mutismo más absoluto grabado en nuestros semblantes, éramos una especie de zombis prestos a regresar a acogedoras sepulturas sin lápida, sin señal ni epitafio, ni nombre alguno que impidiera el anonimato necesario con el que arroparse en el olvido.
En estricta formación, cabizbajos y culpables, abandonamos la extinta aldea en silencio”.
—Perfecto, perfecto. Muy bien Héctor, le permitiremos descansar una larga temporada.
Malenkovich irradiaba felicidad. Se sentía artífice, causante del derrumbe de una nueva frontera que impedía el ensanchamiento de los conocimientos del género humano. Gracias a él, la ciencia, ese saber de saberes, podía transformar la mente en una lámina de papel en blanco para escribir en ella lo que se quisiera. Darle relieve y forma, moldearla con el realismo de una figura arrancada al papiro.
Andrea, por el contrario, no compartía con el Doctor la emoción del triunfo. Sentía una honda tristeza por el paciente, el conejillo de indias identificado con la ficha número diez que habría de convivir, quizá para siempre, con un recuerdo terrible que no era suyo, con un amasijo de emociones, tejidas con angustia y dolor, confeccionadas por el propio Malenkovich o por algún otro pirado de su equipo de laboratorio.

Malenkovich, sentado ante su escritorio, cotejaba datos con su ayudante el Doctor Lem. El busto de Sigmund Freud ofrecía la nuca al subalterno en equilibrio sobre un montón de anotaciones.
—¿A qué se ha debido esa fisura en el comprimido de recuerdos del “fijador de memoria”? –preguntó Lem.
—No lo sé, no logro explicármelo. El sujeto es informado del objeto de la experimentación. De alguna manera, esa información ha sobrevivido al “lavado” previo al suministro del comprimido. Es desconcertante, únicamente se trataba de introducir las experiencias de una cuidadora con una víctima de shock bélico.
Malenkovich apoyó los codos en la mesa y con ambas manos agitó con impaciencia el pelo de su cabeza.
—Lo más portentoso es que esa información superviviente ha sido enlazada en el comprimido de recuerdos, permitiendo al sujeto construir una historia coherente –añadió.
—La memoria, la memoria real, tiene compartimentos estancos, cierres de seguridad. Quizá nunca lleguemos a reventar todos sus cerrojos –profetizó el ayudante.
—No diga usted eso. Nunca hay que arrojar la toalla, experimentaremos con nuevas substancias. Acompáñeme.
Los dos hombres abandonaron el despacho, cruzaron una serie de corredores y llegaron a la habitación de experimentaciones.
El paciente número diez les esperaba maniatado a la camilla, con la mirada desvaída, diríase que confusa, buscaba refugio en las alturas del cielo raso. La voz de Malenkovich reverberó en la habitación en penumbra, como la de un dios a la espera de que se le rindieran cuentas por pecados reales o ficticios.
—Andrea, cuéntame tus recuerdos.

4 comentarios

  1. Muy buen relato, Serafín. Me ha gustado y sorprendido el final. Asusta pensar a qué niveles de juego se llegará con la mente en el futuro (¿lejano?). Cuando estos días ya se empieza a hablar de que ciertas ondas emitidas por el cerebro pueden corresponderse con palabras concretas en las cuales dicha mente piensa, no queda más remedio que echarse a temblar.
    ¡Felicitaciones!

  2. Ah, y por cierto: una buenísima ilustración, como todas las que suelen acompañar a tus relatos 🙂

  3. ¡Ostras, Allmanzor! No sabía eso de las ondas. Si es cierto, míralo por el lado bueno; estamos a un paso de la telepatía; aunque tampoco sé si eso resulta muy bueno. Saludos.

  4. Sé que voy a decir algo durísimo y tal vez exagerado: pero si nos quitan la intimidad del refugio privado de la mente vaticino suicidios en masa como nunca antes se han visto. Lo siento, pero la inercia de ciertas actitudes humanas me empuja a imaginar estos trágicos futuros… Confiemos, sin embargo, en que nunca lleguemos a esto. ¿Confiáis..?