La lupa

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—Hoy, desde esta ciudad ambulante, hemos forjado una nueva gesta que nos permitirá avanzar un paso más en la adecuación de este nuevo mundo a las necesidades humanas.
El gobernador de Antares repasó en el interior de su mente un elaborado discurso. Algo inquieto ante la posibilidad de perder el hilo de sus argumentos, se llevó a los labios el vaso de agua más cercano como excusa para justificar la súbita interrupción.
—Gracias a la tecnología de GEOCOM, proyectos faraónicos que en el pasado requerían del concurso de varias generaciones podrán ejecutarse en un lapso de tiempo razonable, acorde con la duración de una vida humana. De este modo, conseguiremos que los costes y beneficios de esos proyectos sean introducidos en un mercado de valores sometido a pujantes redefiniciones. Pero, ¿quién mejor que el presidente de GEOCOM para ilustrarnos sobre la realidad de este macro-proyecto?
Un individuo bajito, de amplia sonrisa, respondió a la invitación del gobernador con un ligero ademán de cortesía incorporado a una inclinación de cabeza.
—Gobernador London. Un saludo a todos los accionistas e inversores. Este proyecto es el inicio de un plan de modificaciones a escala planetaria. Con una sabia aplicación de nuestra tecnología…
Una agitación repentina se adueñó de un público compuesto por unas doscientas personas. Murmullos de conversaciones a media voz se difundieron entre los asistentes al acto. La gente se levantó por parejas, por grupos, pronto los asientos quedaron vacíos.
El gobernador llamó a un intendente, de entre los muchos que le rodeaban.
—Ve a ver lo que está ocurriendo.
London obsequió con una sonrisa embarazosa al presidente de GEOCOM y a los principales inversores, todos ellos sentados frente a la misma mesa, tras unas sillas impregnadas por el abandono y el desorden.
—¡Son caminantes del erial! ¡Los hay a miles! ¡Están en la planicie, tras la ciudad! —vociferó el intendente nada más llegar.
—Sosiéguese, muchacho –ordenó el gobernador, en un vano intento por conjurar la conmoción que, a buen seguro, se estaba ya esparciendo por la población.
—Señores, vayamos a ver qué es lo que pasa.
El gobernador, seguido de sus invitados, avanzó por entre las sillas. Con paso firme, esquivó unas y apartó otras devorado por la impaciencia. Haciéndose un hueco entre el gentío, se asomó a la terraza que rodeaba los anexos principales del ingenio-ciudad.
Cientos, miles, una masa compacta de caminantes del erial permanecía inmóvil en la planicie reseca, expuestos al polvo y al calor. Otros muchos se les unían desde los flancos de las colinas cercanas.
—¿Qué hacen?
—¿De dónde han salido?
—¿Qué es lo que buscan?
Fueron algunos de los interrogantes captados por London, entre el griterío entusiasta de la multitud.
Desde su estratégico oteadero, el gobernador pudo ver como algunas personas se apeaban de la ciudad para ir al encuentro de los animales. El uso de manos y cámaras fotográficas colmó la curiosidad de la audaz comitiva. Tras aquella primera incursión, la totalidad del público que abandonara la conferencia se sumergió en el interior de una marea de seres altos, desgarbados y de aspecto inofensivo, con la intención de tocarles o de posar junto a ellos.

—Tienes que detener el proyecto.
London levantó los ojos de la representación holográfica que se escenificaba bajo sus pies. Un modelo virtual de la planicie de Icaria (el lugar de reunión de los caminantes) y de la ciudad que se desplazaba sobre ella. Un viejo conocido se había colado en su despacho.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—¿Qué por qué habrías de hacerlo?
—Sí, ¿por qué he de hacerlo? Vana y repetitiva pregunta ya que, imagino, tendrás el placer de exponerme tus razones con todo tipo de detalles.
London relajó su semblante y se acomodó en un sofá, dispuesto a aguantar una más que predecible diatriba surgida del acaloramiento de su amigo.
—¿Quieres beber algo?
El intruso denegó el ofrecimiento con un gesto a mano alzada.
—Esas criaturas morirán –sentenció el recién llegado.
—Con toda probabilidad.
—¡¿Es todo lo que se te ocurre?!, ¡¿esa es toda tu declaración de intenciones?! ¿Vienes a decirme que tu postura será la de no mover un dedo? Al menos podrías utilizar la demagogia de todo buen politicastro que se precie: No te preocupes Michel, la situación está controlada. En este preciso instante estoy ocupado en un proceso que permitirá un análisis coyuntural que bla, bla, bla…
Michel se sentó en el otro extremo del despacho, abrumado y abatido.
—Acabamos de llegar a este planeta y ya estamos exterminando especies. Somos una plaga. No hay redención posible para nosotros –continuó con su prédica.
—Morirán muchos ejemplares, pero la especie se recuperará.
—Eso no me consuela. ¿Sabías que el índice de encefalización de los caminantes es tan alto como el nuestro?
—¿Y eso qué coño es? –quiso saber London.
—La relación existente entre el peso corporal de una especie determinada y el tamaño de su cerebro. Con menor peso corporal y mayor peso cerebral, se evalúa un nivel de inteligencia en alza.
—¿Y cuál ha sido la especie utilizada para establecer esos valores?
—La nuestra, debido a que…
—Me lo figuraba. Este tipo de… catalogaciones del mundo natural no son más que otra vuelta de tuerca de nuestro secular antropocentrismo. ¿Acaso no te das cuenta?
Michel quiso apuntalar su postura en defensa de la teoría de la encefalización, pero London contraatacó con energía:
—No está en absoluto demostrado que los caminantes del erial sean criaturas inteligentes. La sensiblería que nos mueve hacia ellos es producto de la impresión que despierta en nosotros su caminar bípedo, un deambular que nos recuerda los movimientos de un ser humano. Aunque a mí más bien me parecen pingüinos. Unos sobrealimentados y grotescos pájaros bobos.
—Son formas de vida propias de Antares. Merecen nuestro respeto.
—Mírate bien, Michel. Los dos llegamos en la primera expedición. Yo ocupo el puesto de gobernador, dirijo y planifico el progreso de Antares; por contraposición, tú aún continúas estancado en tu puesto de zoólogo de la expedición. Una expedición que ya terminó hace tiempo. Métetelo en la cabeza, el “descubrimiento” ya ha concluido, ahora el trabajo consiste en “domesticar”.
Michel lanzó un bufido.
—Estás hecho todo un tecnócrata.
—Te estoy hablando en serio, Michel. Deja de tragar polvo y de sufrir los rigores de la intemperie, de exponerte a radiaciones malsanas. Puedo conseguirte un puesto aquí, conmigo.
—¿Tratas de sobornarme?
Un arrebol de ira cubrió el rostro de London.
—¡¿Por qué tienes que hacer las cosas tan difíciles?! ¡Sólo trato de ayudarte!
—No necesito tu ayuda, pero ellos puede que sí la necesiten, van a sucumbir a miles si no lo remedias.
—¡Salvad las ballenas!, ¡mi madre no tiene piel porque la zorra de la tuya se ha vestido con ella!, ¡no pisoteéis el césped!
El gobernador se detuvo para respirar hondo.
—Las inversiones son imparables. GEOCOM está poniendo en marcha una tecnología que cambiará la faz de este mundo, y la de otros muchos –prosiguió relajado, dando por finalizada la discusión.
—¡Muy bien!, ¡la responsabilidad de miles de muertes recaerá sobre ti! ¡Llevaré este exterminio ante los tribunales, allá en la Tierra! ¡Haré que te procesen!
—La metrópolis tiene bastante con sus problemas, como para preocuparse por unos patéticos seres pingüiformes.
Michel abandonó el despacho. El portazo de su despedida perduraría durante unos días en los oídos de London.
El gobernador se levantó del sofá y se dirigió hacia una mesa de trabajo. Pulsó una tecla y varias pantallas, empotradas en la pared ubicada tras el mueble donde tomara asiento el biólogo, se activaron con un reflejo ambarino.   En cada una de ellas se repetía la misma imagen. Miles de caminantes del erial, inmóviles en la planicie, soportaban con estoicismo las fluctuaciones de temperatura que se sucedían entre el día tórrido y la noche glacial, impertérritos a las ráfagas de polvo y roca cuarteada con que el viento barría la llanura de Icaria.
Ante las imágenes, London no pudo menos que formularse las mismas preguntas que el gentío de la terraza, en aquel primer día de aparición de los caminantes:
—¿Qué hacen?
—¿De dónde han salido?
—¿Qué es lo que buscan?
Hemos esperado pacientes la llegada de la Luz, el retorno de una manifestación cósmica que enlaza nuestras mentes y nos permite ser uno. Los más sensibles de entre nosotros hace días que detectaron el advenimiento, e iniciaron el éxodo que nos arrastró a todos hacia la planicie.
Ignoramos la naturaleza del rayo de luz. Una banda de energía que aparece tras cada cambio de polaridad del mundo. El Sur pasa a ser el referente del Norte y el Norte al añorado Sur. Un gran acontecimiento, una gran anunciación, del cual la magnetita de nuestros cerebros nos informa.
Cuando la Luz llega, las montañas se encienden, la tierra se agita y arde con una nueva luminiscencia. En mitad de toda esta vorágine, el prodigio, la banda de energía, serpentea sobre el horizonte para inundarnos con sus luces iridiscentes. Todas las tonalidades posibles del color parpadean en nuestras mentes, alzándonos por encima de nuestros cuerpos, permitiéndonos ser uno.
Ninguno de nosotros puede quedar fuera de la trayectoria de la Luz. Si tal cosa aconteciese, sería el fin para el pobre desdichado. Sufriría la vuelta a la oscuridad del inicio, cuando estábamos separados, aislados en el receptáculo del cuerpo.
La soledad enloquece, el individuo como unidad autónoma es quimérico. No debemos convertirnos en esos seres extraños de extrañas creaciones que pululan por nuestro mundo. Ellos no conocen el sueño compartido, viven fragmentados en una realidad ilusoria. Imposibilitados de elevar su inteligencia por encima de la brutalidad de un “yo”, ocupado en la resolución de instintos elementales.
La Luz nos libera, nos unifica, la esperamos inmóviles en la planicie yerma. Queremos renovarnos en el “nosotros” una vez más. Para poder ser, para poder sentir.

Michel y cuatro guardas del Departamento para la Preservación de la Vida Silvestre apoyaron sus espaldas en una de las diez ruedas, de agigantadas proporciones, del tractor que habían conducido hasta allí. Exhaustos y desalentados contemplaron el mar de caminantes que se extendía hasta la lejanía, por toda la planicie de Icaria.
—¿No es ese el grupo que trasladamos ayer?
Verónica, la chica del equipo, señaló una mancha confusa que descendía al llano desde las colinas del lado opuesto de la planicie, al tiempo que ofrecía los prismáticos a Michel.
—En efecto, llevan los collarines azules.
—¿Cómo diablos lo hacen para trasladarse con tanta rapidez? —quiso saber Carlos, con una pregunta que era más protesta que interrogante.
Michel recordó su pasado en la Tierra, cuando en una ocasión colaboró en retornar al mar a una manada de calderones varados en una playa de Nueva Zelanda. Los animales, angustiados, regresaban una y otra vez ante la impotencia de los rescatadores. Había que remolcarlos al unísono porque su alto sentido de la solidaridad les hacía volver hacia los que aún se encontraban en la playa, pidiendo ayuda con el rítmico sollozo del que se componen esas inquietantes melodías propias de las ballenas. El regreso hacia la playa, en busca de sus implorantes compañeros, les condenaba a varar de nuevo. No había bastantes voluntarios como para desembarrancarlos a todos de una vez, y la operación fue un desastre. Al día siguiente, extenuados, ateridos y en el límite de una hipotermia, la playa amaneció con los cadáveres en revoltijo de unos cincuenta cetáceos y una treintena de naturalistas desorientados y entristecidos.
Pero aquello era diferente, allí no había ningún ejemplar que se encontrase “varado”. Por tanto, el multitudinario encuentro no era producto de un accidente. Con toda probabilidad, se debía a un plan diseñado por genes dedicados a la labor de configurar una estrategia instintiva, cuya naturaleza no alcanzaba a comprender. Aunque tal vez, el comportamiento de los caminantes fuera consecuencia de un acto cultural que aún entendía menos.
—Son como polillas, incapaces de detener su revoloteo en torno de una vela, aún a sabiendas del riesgo a chamuscarse –ejemplarizó alguien.
Los zoólogos guardaron silencio. La comparación había sido más que procedente. Aquella misma tarde iba a ser activado el cristal orbital de GEOCOM, una lupa enorme de quinientos kilómetros de circunferencia, armada con una lente de un grosor de cincuenta metros. Situada en una órbita baja, la lente generaría una temperatura comparable al calor desprendido por una llamarada solar.
Dirigido sobre la superficie de Antares, el cristal orbital abriría un canal de sesenta kilómetros de amplitud. Una zanja de paredes rectilíneas, vitrificadas por los miles de grados de temperatura generados por la volatilización de los materiales combustionados por la lupa en su acción excavadora. El canal uniría los dos océanos de Antares, el Borealis y el Austral, en un recorrido de siete mil kilómetros.
Los cinco naturalistas, con sus espaldas apoyadas en la rueda, observaron con aprehensión, una vez más, la inmóvil terquedad de los caminantes del erial. Como únicas criaturas conscientes del drama que se avecinaba, lloraron por ellos. Carlos rompió el silencio opresivo y lastimoso, como de funeral, que pesaba sobre el grupo.
—Un profesor de Thalus ha descubierto unos microorganismos que reaccionan ante una fuente de radiación geológica, agrupándose en torno a ella. Cree que la energía generada por la radiación refuerza los enlaces electro-químicos de los microorganismos, permitiéndoles funcionar como una asociación simbiótica rudimentaria. Una especie de suplencia de las aptitudes propias de una criatura pluricelular. Quizá los caminantes se reúnen aquí para eso, para captar algún tipo de energía que han confundido con el rayo que generará el cristal.
—Tú lo has dicho, Carlos: “generará”. El cristal de GEOCOM aún no ha sido activado; por tanto, estas criaturas no pueden haberlo detectado. Aunque pronto podrán hacerlo –objetó Verónica.
—De todas las teorías posibles para dar explicación a un acontecimiento determinado, hay que desechar las más rocambolescas. Al final, el razonamiento más sencillo es el que da en el clavo. La interpretación más verosímil, quizá sea la posibilidad de que los caminantes se hayan reunido aquí por algún tipo de vicisitud relacionado con la reproducción. Hay ejemplos de infinidad de especies que acuden en enjambre al mismo lugar, con el objetivo de perpetuarse. Los caminantes del erial han tenido la mala fortuna de que ese lugar coincida con el trazado de las obras del canal de GEOCOM.
La teoría de Michel logró imponerse sobre la explicación de Carlos. No en vano, el primero era considerado una autoridad destacada en la fauna de Antares, una leyenda viva que había participado en la primera expedición.
Un rayo perforó las nubes más allá de la curvatura del horizonte, recortada sobre la planicie de Icaria. Un fulgor mortecino brotaba como un halo del lugar del impacto.
—Son los vapores y el humo de la combustión –comentó Carlos.
—¿Puede alguien contarme para qué necesita un canal navegable una civilización que se desplaza a la velocidad de la luz? –preguntó el mismo naturalista que ejemplarizara con la polilla y la vela.
—Disfrutamos de largas vidas, el tiempo ha sido despojado, en parte, de esa constante productiva, de ese rentabilizar los minutos y las horas. Antares se convertirá en un punto de ocio y la navegación recreativa en uno de sus mejores reclamos.
Michel recordaba la propuesta de London a un grupo de inversores, y se sorprendió a sí mismo oyendo de sus propios labios la fracesita del gobernador.
En persecución constante de la ciudad móvil, el rayo lumínico recorrería unos cuarenta kilómetros diarios. Una velocidad condicionada por la dureza de los materiales que encontrara a su paso. La ciudad, un ingenio tecnológico de vidrio y metal, seguía allí, en el otro extremo de la planicie, con su lento avance conseguido mediante el uso de un cojín de aire multiprensado. Y a cada paso del complejo urbano, a ritmo de guardia prusiano, una nueva remesa de caminantes ocupaba el espacio libre, ignorantes del mortífero rayo de luz y de un trazador-guía, compuesto por la ciudad misma, construido para conducir la devastación de la lupa merced a un rastro electromagnético que interfería en la magnetita acoplada a los cerebros unificados de los caminantes del erial.
Los naturalistas subieron al tractor dispuestos a alejarse de allí. Antes de acceder al transporte, Verónica dedicó un último vistazo a la planicie de Icaria. Los caminantes habían cambiado de posición, clavaban todos ellos sus ojos vacuos, como de cordero ofrendado, en el haz de luz proyectado por el cristal orbital. Entonces, de súbito, sin una previa sonoridad de aviso, miles de gargantas entonaron una canción, cuyas notas habrían de permanecer en los oídos de la chica y de sus cuatro compañeros para el resto de sus días.

2 comentarios

  1. Un relato muy bonito, Serafín, dentro de la tragedia que narra. ¿Pero entonces todo lo que sienten los caminantes es el rayo tecnológico Humano, o se me escapa algo en el relato? Me apena que lo que ellos esperaban no se produzca para desgracia del gobernador y su proyecto turístico. Je je. Creo que este es uno de los mejores relatos que has publicado hasta ahora en Exégesis, y menuda ilustración de Nebur, con esos colores rojizos que me encantan.
    ¡Felicitaciones!

  2. Gracias Allmanzor, las criaturas confunden el rayo trazador de la ciudad móvil con el fenómeno cosmológico utilizado por su especie durante generaciones, para establecer esa integración neurológica grupal. Sí, yo también creo que es de lo mejor que he escrito, es un placer verlo publicado aquí, en Exégesis, con tan buena ilustración de acompañamiento.

    Es una gozada comprobar como aumenta día a día el nivel de calidad de la revista, y al mismo tiempo formar parte de ella en calidad de colaborador. Enhorabuena a todos.