Pequeño paso para el hombre

Pequepaso

Que el hombre nunca pisó la luna hoy en día parece una obviedad. Pero también era cierto que la Nasa criaba a sus astronautas de a dos, con una ingeniería genética algo primitiva pero que les permitió sacar pares de astronautas en serie. Cada uno de nosotros tenía su gemelo idéntico y no lo conocía. No lo supe hasta un minuto antes de subir al trasbordador, cuando él mismo vino a saludarme a la habitación especialmente acondicionada a esos efectos. No tengas miedo, me dijo, cuidaré de tu mujer y de tu hijo. Y sin más, ese yo completamente extraño para mí, me abrazó y se lo llevaron por otra puerta para meterlo en una cápsula que arrojarían al mar por diez días. No era un hermano, no era un doble, era un suplente.
Mientras la gente allá afuera, presa de una vorágine fantástica, gritaba la última cuenta regresiva y los tanques con casi doscientos mil kilos de combustible sólido comienzan a explotar lentamente, voy pensando por última vez en vos. Porque acabo de dejarte sola. Volverá otro yo dentro de una semana o dos, aparentemente confundido por la caminata espacial y te hará el amor como yo jamás podría: con total indiferencia.
Nunca pude dormir destapado. Aunque hicieran treinta grados de calor, necesitaba que cada centímetro de mi cuerpo estuviese protegido por una sábana. Como si se tratase de una cápsula hermética que no pudiera ser penetrada por fantasmas, malos sueños o pederastas. Mamá me acariciaba la frente sudada y abría la ventana. Yo fingía dormir, pero miraba a escondidas estas mismas estrellas que ahora veo igual de distantes.
Mis pies nadan en el vacío. Mi traje de más de ciento treinta kilos no pesa, y nadie vendrá a secar mi frente sudada y mis piernas meadas. Pero qué hermoso el sol que veo a través de la lámina de oro y ese punto rojo que debe ser Marte. Qué hermosa la Tierra desde acá. La luna, escalofriantemente cercana. Mis memorias dirán que puse mi huella sobre ella y jugué al golf. Quedará talco en mis botas y sacudiré mis manos llenas de arenilla blanca. Qué hermosa desde acá. Y vos, la cara vaciada, los ojos morados de llorar como sabiendo que no ibas a verme nunca más. No le creerás al impostor que se meterá en tu cama a escribir mis memorias sobre tu piel adúltera inocente, y lo besarás como si fuera yo, como si hubieses creído que fui al cielo y volví, más sabio, más alto, más joven que el resto de la Humanidad.
Tras desprenderse los tubos de combustible, la nave quedó suspendida antes de tomar nuevo impulso. Pero en ese brevísimo lapsus, me vi a mí mismo nuevamente. No al hombre serio y saludable que vino a despedirse hace unos minutos, sino a mí mismo de niño. Con una linterna en la mano y la almohada que rodeaba mi cabeza libre de piojos. Estoy debajo de la sábana una noche de calor y tormenta, y a través de la tela delgada la luz de la linterna alumbra los bordes reconocibles del placar, de la ventana, de mi caballo de madera. Estoy viajando también a lo desconocido cuando una forma pesada parece apoyarse a mi lado, su peso me es familiar, también su respiración pausada. Sudo porque hace calor y la sábana es una bolsa de tejidos húmedos que comparto con mi copiloto invisible. Su presencia me cautiva y no me siento amenazado, pero estoy aterrado.
Qué hermosa la tierra desde acá. No dejo de mirarla por evitar que se pierda mi vista en lo negro, en el vacío real, en el espacio infinito que es un sarcófago sin tapa. Al mirar la tierra vuelvo a sentir esa presencia a mi lado. Floto en el aire y siento su respiración hincharse y deshincharse sobre mi espalda.
–No te vayas –. La luz de la linterna amarillea. Parece que no queda mucho. Pero no quiero bajar la sábana y descubrir que no hay nadie ahí. Prefiero el abrigo del casco y soñar que el que vuelve soy yo. Prefiero su tacto pesado en mi hombro y pensar que está volando a mi lado y me señala constelaciones y soles cercanos.
Mi nave a la deriva. En unos días, los rescatadores extraerán del océano la cápsula en la que estuvo esperando el otro. Mientras yo, que reparé el satélite o la base espacial; yo que saludé a las cámaras por última vez, pataleo cada vez más lentamente en el aire sin aire.
Espero caer dormido antes de que se apague la luz de la linterna. Que mi respiración termine de repente mientras todavía siento su calor acá al costado