Author Archives: Alex

  1. ¡Porque es lo que corresponde!

    3 Comments

    Todo lo que Nahim vio aquella mañana, recortada en el horizonte de los soles gemelos de Sartos II, fue una silueta vaga que arrastraba tras de sí una extraña carga.

    La silueta se aproximó, y Nahim reconoció la anatomía propia de un ser humano: tronco, cuatro extremidades, una pequeña cabeza que se proyectaba decidida mientras salvaba la distancia hacia su cabaña… Nahim se apartó de la ventana y salió al porche para recibir al forastero.

    Era un sujeto alto, de complexión robusta; vestía los remiendos de lo que en otros tiempos había sido un uniforme del ejército terrestre; su rostro aparecía velado parcialmente por un sombrero de ala ancha, si bien se advertía un cigarrillo en el marco de una barba mal afeitada.

    Nahim esperó, apretando los labios. “¿Servirá éste?”, se preguntó. La samittana se retorcía de impaciencia mientras estudiaba al desconocido. Pronto se hizo evidente la naturaleza de la carga que arrastraba tras los pasos empeñosos: Nahim había pensado en una gran caja, y, básicamente lo era, aunque no de cualquier tipo, ya que se trataba… ¡de un ataúd!

    ¿Qué hace ese terrícola desquiciado? Nahim abandonó toda esperanza; resultaba evidente que no se trataba de un cazador de recompensas; los cazadores de recompensas no se anuncian, y mucho menos tan escandalosamente, sino que tratan de pasar desapercibidos hasta el último segundo: aquel que se define de cara al contrincante, cuando el temblor de los dedos se cierne sobre las culatas enfundadas.

    Pero, ¿entonces? ¿Quién era este sujeto? ¿De dónde venía y qué era lo que se proponía?

    Nahim aguardaba envuelta en dudas cuando advirtió que unos niños del erial salían al encuentro del recién llegado; indudablemente, les había llamado la atención el macabro trasto que dejaba un surco profundo sobre la grava, de manera que se habían acercado al portador para interrogarlo.

    ¿Oiga, señor, qué lleva ahí? ¿Lleva a su abuela? —Los niños se regodeaban en torno al aparatoso cofre, arrojándole piedrecillas—. ¿No nos va a contar, señor? —El revoltoso grupo le arrojó al cofre las últimas piedritas, y, finalmente, entre jaleos y risas, se alejó por el camino.

    A todo esto, el terrícola había llegado por fin ante la puerta de Nahim. Levantó la cabeza, y la samittana pudo apreciar sus rasgos fuertes y ladinos.

    ¿Qué se le ofrece, compañero? —le preguntó.

    El terrícola escupió la colilla inútil que tenía entre los labios.

    Usted sabe a qué he venido, madame. —El hombre buscó otro cigarrillo y se limitó a raspar una cerilla en la suela de su bota.

    Claro que Nahim supo a qué venía el forastero. Lo supo, sí, sin saber exactamente cómo. Nada en él delataba al caza-recompensas, y sin embargo ahí estaba: un tipo de edad imprecisa, envuelto en un capote verde azulado de la milicia terrestre. Un ex combatiente, devenido en cazador de hombres. Pero había algo más… Nahim observó la mano que empuñaba la cerilla; no era una mano humana: se trataba de una prótesis, alguna clase de apéndice artificial.

    Él me habló de usted, ¿sabe?

    ¿En serio? —El terrestre dejó escapar el humo del cigarrillo—. ¿Y qué le dijo?

    Dijo que le avisara en caso de que advirtiera la presencia de un hombre con una mano robotizada. También dijo… —La samittana varió el color de su epidermis—. Me dijo que no le temía a nadie, salvo al manco.

    Un hombre inteligente —apuntó el aludido. Entonces, observó—: ¿Por qué tiene miedo?

    ¿Yo?

    ¿Quién más? —El terrícola esbozó una parca sonrisa—. Los samittanos mudan de color cuando sufren algún tipo de alteración producto del miedo, la felicidad, la fatiga…

    Estoy cansada —mintió la samittana, encendida en destellos escarlatas.

    El terrícola clavó los ojos en el suelo.

    No vengo por usted —se limitó a decir.

    Ya lo sé. Es que… —La samittana frunció los labios—. ¡Es que tengo miedo de que usted no pueda matarlo!

    El terrícola meneó la cabeza.

    ¡Riesgos del oficio! —masculló. Clavó entonces los ojos grises en la mujer y le preguntó—: ¿Hace cuánto que lleva las marcas?

    La epidermis de la samittana varió a un tono lindante con lo broncíneo: ¿vergüenza?, ¿angustia?, ¿temor?

    ¿O todo a la vez?

    Mucho —dijo, y se ocultó torpemente las tres rayas paralelas que surcaban el largo de su frente: el sello de los esclavos.

    La mujer iba a hablar otra vez, pero un imprevisto ocurrió: la mano de aleación del terrícola se activó y se extendió imperativa hasta la punta de su dedo índice.

    ¡Basta de parloteo! —escupió—. Necesitamos entrar a su pocilga para sorprender al cerdo, ¡así que hágase a un lado de una maldita vez!

    Por un momento, la samittana se paralizó; sin embargo, el carácter indómito de su raza se impuso: cerró la boca enmudecida por el pasmo, cruzó los cuatro brazos sobre el pecho traslúcido y miró al insólito atacante desde la dignidad de sus ojos tetraglobulares.

    El terrícola enseñó los dientes enfermos.

    Le suplico disculpe a Taco, madame —dijo—. Suele ser un tanto… impaciente cuando de muerte se trata.

    ¡Ya lo veo! —La samittana ladeó la cabeza terminada en cartílagos ventosos—. ¿Y bien? —agregó, y se hizo a un lado, desperezando su base tentáculomotor—: ¿Se quedarán ahí toda la tarde?

    El terrestre tironeó del cabo de la soga y arrastró el ataúd. Lo posicionó frente a la entrada de la casa, bajo la sombra de un alero desvencijado y a un paso de la escalera que lo separaba del porche. Abrió entonces la tapa de rústica madera de sebeno.

    La samittana observó el proceso en silencio. Finalmente, el terráqueo superó el tramo de los escalones haciendo sonar sus curiosas espuelas, y entró a la casa.

    Espuelas de cepillo —comentó admirada la mujer—. ¿Usted doma mantas?

    Son rápidas —dijo el caza-recompensas. Miró a su alrededor—. Un lindo agujero. —Se dirigió a una mesa situada frente a la entrada. Tomó asiento tras ella—. Por favor, madame, no cierre la puerta.

    ¿Le gusta el paisaje? —La samittana soltó el picaporte.

    Me gusta la sangre del doble atardecer. —El cazador se distendió en la silla.

    Nahim volvió la vista al exterior: los soles gemelos de Sartos II casi habían completado su peregrinación diurna, y un rojo esplendente bañaba las laderas de las cumbres distantes, más allá de la magra y susurrante llanura.

    Se quedó absorta contemplando la escena.

    ¿En qué piensa? —preguntó el humano a sus espaldas.

    En botas —masculló la samittana.

    ¿Botas?

    Tengo que lustrarlas. —Nahim cruzó la estancia y se detuvo ante un pequeño aparador. Retiró un par de botas de cuero terminadas en espuelas para wuggos—. Después me encargaré de su chaleco…

    ¿Serviría de algo decirle al terrícola que su colega humano, buscado por múltiples homicidios, la trataba como a una perra sikariana? ¿Serviría de algo que le dijese que si no tenía listo a tiempo las malditas botas junto al maldito chaleco le infringiría otro corte más en sus ya dañados tentáculos? “No seas tonta —se dijo Nahim—, ni siquiera debe haber notado que arrastras uno de ellos”. Pero, ¿serviría, tal vez, que le mencionara que si trataba de escapar, que si se atrevía a tomar distancia de la casa, el collar de energía que le rodeaba el cuello explotaría, arrancándole la cabeza de cuajo? ¿Eh? ¿Serviría? ¿Lo envalentonaría? ¿Lo ofendería en su dignidad de hombre y de terrestre, para, de esa manera, acabar más rápida y eficientemente con su atormentador? ¿Qué pasaría si…?

    ¿Y ahora en qué está pensando?

    ¿Por qué cree que estoy pensando en algo?

    ¿Bromea? —El terrestre chasqueó la lengua—. Acabo de ser testigo de una verdadera fiesta de fuegos artificiales: ¡Todo su cuerpo varió del magenta al verde, y del verde al azul, para luego detenerse en un rojo profundo con leves destellos amarillos!

    ¡Magenta!” —pensó Nahim—. “¡Como el cielo de mi planeta natal, antes de abandonarlo en medio de la profanación!”. —La samittana maldecía por lo bajo mientras repasaba el flanco de la bota con un ungüento ceroso—. “¡Verde como los ojos de mi amado muerto por obra del tirano!”. —Nahim escupió la bota y repasó frenética el cuero repujado—. “¡Azul del cuerpo cuando se va la vida!”. —Nahim echó un vistazo al recién llegado y pronunció en voz alta—: ¡Rojo como la sangre de la venganza sobre el pellejo humano! —Los cuatro ojos se encendieron con un amarillo vengador.

    El terrícola apoyó el sombrero sobre la mesa.

    Creo que me perdí algo —dijo.

    ¿Perderse algo? —Nahim tomó la otra bota—. ¡Oh, no lo dude, compañero!

    En ese momento una suerte de golpeteo rítmico logró separarla de sus cavilaciones. La samittana desvió la vista de su tarea y la concentró en la mesa: los dedos de la prótesis artificial tamborileaban sobre la superficie de madera, a expensas de su portador humano.

    ¿Nervioso?

    ¿Yo?

    No —dijo Nahim—, su amiguito.

    El terrícola descubrió atónito el golpeteo de los dedos de aleación sobre la mesa.

    ¿Qué te pasa, Taco?

    ¿Taco? ¿Se llama Taco? —Nahim adelantó una sonrisa desprovista de dientes.

    ¡Mi nombre es Taco! —escupió el apéndice artificial, y los dedos se distendieron—. ¿Qué tanto se tarda este tipo?

    La samittana apartó las botas y se concentró en el chaleco.

    Cuando finaliza el día, Brantos toma su catalejo y se dirige a una cuesta desde cuya altura sondea el perímetro del valle. Espera que, si vienen a buscarlo, aterricen en algún punto de…

    ¡Cállese!

    La samittana cerró la boca y observó al cazador. Estaba tenso, atento a un sonido que procedía del exterior.

    ¡Es el tipo! —advirtió Taco, los dedos como garras.

    Un paso desmañado circuló por la galería de entrada bajo el alero vencido. De pronto se detuvo, para luego avanzar irregularmente, en un ir y venir de baile…

    Prepárate, Taco —susurró el cazador—. Debe estar estudiando el ataúd.

    No cabe duda de que los terrícolas son extraños. ¿Se supone que un hombre no debe detenerse si descubre un ataúd a la puerta de su casa?”.

    Pensaba en esto Nahim, hecha un manojo de coloridos nervios, cuando la figura corpulenta del aludido se recortó en el umbral del atardecer.

    Oye, ¿qué diablos es esa c…? —Se interrumpió. Su ojo de pistolero repasó la escena en una fracción de segundo: efectivamente, Brantos aún tenía el dedo meñique alzado, apuntando en dirección al ataúd, cuando reparó en la figura del extraño levantándose tras la mesa, retirando una vieja .45D R/N de su funda, apuntando tras el ceño fruncido…

    ¡No tan rápido, mantero! —Brantos desenfundó como un rayo y abrió fuego. El estruendo hizo temblar las viejas paredes, al tiempo que la bala se abría camino a través del brazo de aleación que blandía la .45.

    ¡Auch! —Taco despidió una lluvia de chispas mientras el cazador caía tras la mesa que, a último momento, logró voltear para usar como escudo.

    Brantos se adelantó, arma en mano, cuando sintió el impacto en su sien. Miró aturdido al suelo y descubrió la bota. Entonces dirigió la mirada enfebrecida hacia la samittana.

    ¡Mi hermosa bota! —Apuntó el cañón aún humeante de su arma hacia la agresora—. ¡Maldita perra!

    Pero un nuevo golpe a la altura del pecho lo hizo detenerse en seco. Brantos pestañeó estúpidamente cuando descubrió al cazador de pie tras la mesa volteada. Recién entonces bajó la vista y la clavó en el cuchillo enterrado en su corazón. La sangre trazaba una aureola perfecta que comenzaba a abrirse como un ojo de naturaleza maligna.

    ¡Mi hermoso chaleco! —barbotó—. ¡Mira cómo se mancha mi hermoso chaleco! —Adelantó el arma, pero ya era tarde: el caza-recompensas lo tenía encañonado con una recortada que gatilló sin pérdida de tiempo. Los proyectiles gemelos impactaron sobre el trémulo cuerpo de Brantos, que se desprendió del piso con la furia de un cohete, para atravesar la puerta al vuelo y aterrizar fuera de la casa. El caza-recompensas bajó el arma, buscó su sombrero y, apartando la mesa, se dirigió con paso remilgado a la salida. Años más tarde, Nahim recordaría que en el umbral de la vivienda habían quedado, humeantes y emparejadas, las dos botas de elegante confección que calzara el malogrado pistolero.

    ¡Sáquenme…! ¡Sa… quenm…! ¡… de aquí! —El ajusticiado permanecía abatido entre las estrechas paredes del ataúd—. ¡Maldit…! ¡S-saq…!

    El cazador le dedicó una mirada impersonal a su presa. Bajaba los escalones de la entrada cuando el brazo de aleación lo increpó:

    ¡Un momento! ¡Tengo un asunto pendiente con este fulano! —La dañada prótesis parlante se extendió hasta la punta de los dedos y demandó—: ¡Suéltame, jefe!

    Como quieras, Taco. —El cazador desarticuló la prótesis de su encastre saneado y, para horror de Brantos, la arrojó cuan larga era al interior del ataúd. Taco cayó sobre el abdomen del agonizante pistolero y comenzó a reptar en dirección a su cuello. Mientras tanto el cazador tomó la tapa del cofre que había depositado a un lado y se dispuso a apuntalarla sobre los cantos de la estructura. Brantos gritaba. Brantos gritaba con los ojos desorbitados y con la fuerza que sus pulmones no tenían. Brantos gritó, sí, como si se tratara del Día del Juicio Final. Para cuando la tapa selló la abertura, y el cazador se dedicaba a remachar la rústica madera de sebeno, la prótesis artificial había cerrado sus dedos de hierro en torno al inflado cogote del condenado.

    Nahim se apoyó en el marco de la puerta. Presenció los golpes de martillo sobre la tapa adornada con el Cristo de la mitología judeocristiana terrestre.

    ¿Por qué hace todo esto? —inquirió, estupefacta.

    El terrícola detuvo el martilleo sobre la muda caja.

    ¿Por qué hago qué? —El cazador miró a Nahim con desconcierto.

    El ataúd, el Cristo… ¡El rito! —La samittana cruzó los cuatro brazos sobre el pecho traslúcido—. ¿Por qué, compañero?

    El terrícola abrió la boca…

    ¡Qué extraños, por todos los dioses, qué extraños son los terrícolas! Aun pasados los años, Nahim recordaba la insólita respuesta que había recibido de su salvador.

    Finalmente el hombre terminó su trabajo y miró a la samittana.

    Ya se puede ir, madame —dijo.

    Nahim iba a contarle lo del ariete de energía, cuando observó que el cazador extraía un pequeño dispositivo del interior de su capote militar y lo apuntaba hacia ella: la samittana oyó un click, y el terrible aparato explosivo se desprendió de su cuello para caer inerme al suelo calcinado.

    Váyase —repitió el humano.

    Nahim repasó el escozor de su cuello mientras su cuerpo se teñía de violeta.

    ¿El violeta es bueno? —preguntó el terrestre.

    Nahim asintió silenciosa. Entonces, preguntó:

    ¿Cuál es su nombre?

    Temístocles —respondió el ex capitán Temístocles S. Furhias—. ¿Y el suyo?

    Nahim.

    El cazador miró el horizonte sin soles donde comenzaban a resplandecer algunas estrellas.

    Debo marcharme, madame. —Se retiró el sombrero y ensayó una breve inclinación—. Ha sido un placer.

    Lo mismo, compañero… —La mujer alzó las manos diestras.

    El caza-recompensas ajustó un soporte a su cintura y asió el cabo de la cuerda con su mano buena. Tiró de él, al principio torpemente mientras hacía palanca con la fuerza de la cintura, hasta que tomó velocidad y se alejó por el camino. Nahim se despidió varias veces desde la galería de la casa, hasta que notó que los niños del erial, que poco antes habían abordado al terrícola, le salían nuevamente al encuentro. Lo que aquellos bribones hablaron con el humano, nunca lo supo la noble samittana…

    Oiga, señor, ¿nos va a decir si la lleva a su abuela o no?

    Los pequeños arrojaron sus piedrecillas a la madera del cofre.

    Sí, señor, ¡cuéntenos algo! —insistieron—. ¿A quién lleva ahí, eh?

    El hombre, por fin, carraspeó:

    ¡Lo llevo a Taco!

    Los niños alzaron las cejas al tiempo que un brillo pícaro atravesaba sus rostros.

    Sí, claro —dijo uno de ellos—. ¡La lleva a su abuela!

    Claro que sí —dijo otro que, sin dudas, pensaba que el hombre les jugaba una broma—. ¡Tiene a alguien ahí adentro! —Volvieron a retumbar las piedritas en la superficie del cofre…

    ¡Hasta que unos golpes se sintieron en el ataúd! En efecto, porrazos de algo o alguien, como si una mano castigara la madera desde el interior del sarcófago, explotaron en tres huecas y macabras ocasiones.

    Los niños se paralizaron y soltaron las piedras. Las sonrisas se borraron de sus menudos rostros. Miraron entonces al portador de la lóbrega caja:

    Sonreía… ¡Bajo una noche de innominados ecos, el humano del féretro les dedicó a los niños una aciaga sonrisa, al tiempo que les dirigía el fuego fatuo de unos ojos arrobados hasta la demencia!

    Pasados los años, Nahim seguiría sin saber qué les había dicho el hombre, pero de algo sí se acordaba…

    ¡Aquellos bribonzuelos habían salido corriendo como almas perseguidas por el demonio!

  2. Colapso – Capítulo 11

    2 Comments

    11-EL CONSEJO DE ADMINISTRACION Y EL SEÑOR SOLANKI.

    El señor Solanki se mira de nuevo al espejo. Todo está perfecto. El nudo de la corbata. El afeitado. Su peinado. Los puños de la camisa sobresaliendo por los de la chaqueta. Ni una arruga. Como siempre. La reunión de hoy es importante. Muy importante. La reunión de hoy es la más importante.

    El espejo desaparece y en su lugar hay una puerta. Sabe que tras esa puerta están los miembros del Consejo de Administración de ARK.

    Pero esta vez es distinto.

    Esta vez no va a haber preguntas. Tan sólo respuestas.

    El señor Solanki entra en la sala de reuniones en la que se encuentra el Consejo de Administración de ARK. Los mismos rostros compungidos, las mismas corbatas, el mismo aire irrespirable, y como siempre, Sorensen al fondo de la sala. Dios.

    Hoy el señor Solanki podría haber escogido un atuendo diferente. Sin corbata. Sin chaqueta. La razón por la que el señor Solanki podría haber escogido un atuendo diferente es la misma razón por la que Sorensen hoy no recibe al señor Solanki con la misma mirada amenazante de las últimas reuniones del Consejo de Administración de ARK.

    Silencio.

    El señor Solanki es quien debe romper el silencio.

    Es de agradecer que esta sala no esté inundada como el resto del mundo.

    Entonces Sorensen sonríe.

    Señor Solanki, aquí es donde se gestiona el mundo. Sólo faltaría que aquí no se pudiera disfrutar de unas condiciones de humedad relativa soportables para el ser humano.

    El resto de miembros del Consejo de Administración de ARK ríen al unísono.

    De hecho –continúa Sorensen– he pensado en usted, en sus gustos y aficiones de todos conocidos, y he ordenado que esta reunión se celebre en un entorno menos formal.

    No sé a qué se refiere, señor Sorensen.

    Vamos, Solanki, todos conocemos su afición por los juegos y sus escarceos por los niveles de realidad. Hemos intentado localizarle durante las últimas semanas y ha sido totalmente imposible. No ha contestado a una sola de nuestras llamadas. Pero no hay problema, debía estar usted corriendo alguna de sus excitantes aventuras mientras el resto del mundo observa cómo todo se viene abajo.

    El señor Solanki deja que el silencio invada la sala, como una manera de decir ‘¿ha acabado ya Su Majestad?’. Aparta la mirada del punto en el que se encuentra Sorensen para dirigirse al resto. Otra forma de mostrar el poco interés que hoy tiene lo que Sorensen pueda decir.

    Señores miembros del Consejo, la principal razón por la que no he contestado sus llamadas es que antes de explicar la situación real a la que hemos llegado, quería estar seguro de que todo lo que les voy a detallar en el día de hoy es totalmente cierto.

    Sorensen levanta la mano para marcar territorio.

    Un momento, señor Solanki, antes de que continúe. Como decía, vamos a celebrar esta reunión en un entorno diferente.

    Entonces las paredes de la sala se desvanecen después de un pixelado más o menos rápido. El techo se pixela y desaparece. El suelo enmoquetado de la sala de reuniones se pixela y en su lugar aparece un manto de tierra seca propia de un desierto. Un paisaje de montañas de roca metamórfica emergen del suelo. Y tras las montañas un cielo de un azul eléctrico que lo cubre todo.

    Sorensen vuelve a sonreír.

    ¿Qué le parece, señor Solanki? Aunque el mundo se esté inundando, en ARK siempre tenemos algún recurso para que la vida sea un poco menos desastrosa, que es lo que usted nos quiere hacer ver.

    El señor Solanki observa el azul del cielo, corre una ligera brisa. Estira el brazo y extiende la mano. Siempre le ha entusiasmado sentir el viento en las manos. Respira hondo. Aire puro. Cierra los ojos. Vuelve a respirar. Más hondo. El aire vuelve a ser respirable. El desierto de Atacama.

    Atacama…

    Señor Solanki, sabemos que es usted muy observador, ¿se da cuenta de que no hay una sola nube? ¿En qué nivel de realidad encontraría usted un cielo como este?

    El señor Solanki puede percibir el nerviosismo de Sorensen por la forma en la que intenta posponer las malas noticias. La forma en la que Sorensen intenta posponer las malas noticias es la forma en la que siempre ha conseguido no hacer lo que no desea. Desviando la atención. Sorensen es un aprendiz de ilusionista que siempre hace el mismo truco.

    Señor Sorensen, hace mucho tiempo que no he estado en otros niveles de realidad, aunque como hombre libre, estaría en mi derecho. Quiero empezar cuanto antes con lo que he venido a decirles. Hoy no habrá preguntas, ya que no hay margen de maniobra. Y tómense esto con todo el sentido de las palabras que acabo de utilizar. No he venido a hablar de los niveles de realidad. Y no son ustedes los que me han localizado, sino que he sido yo quien ha decidido el tiempo en el que se debía celebrar esta reunión. El día y la hora. Ha de ser ahora. Y todos ustedes lo saben de sobras.

    Sorensen y el resto de la audiencia se dan cuenta que no hay demasiado tiempo para prolegómenos. Rostros serios.

    No nos haga esperar más entonces, mi querido consultor.

    El señor Solanki observa las montañas y vuelve a respirar hondo.

    -–Voy a ser muy breve, pero quiero que me permitan empezar hablándoles de una de mis aficiones. Siempre me ha interesado la historia de la medicina. Una ciencia que se perdió pero que posibilitó que el hombre se conociera a sí mismo en mayor medida. En cierto modo, a través de la medicina, el hombre sirvió al hombre. Y la forma en la que el hombre luchó por la subsistencia a través de la historia nos explica muchas cosas de las que luego aprendimos. Y dentro de la medicina, siempre me apasionó el fenómeno de las enfermedades contagiosas.

    Los miembros del Consejo de Administración de ARK cruzan sus miradas preguntándose con el enarcamiento de sus cejas si saben realmente de qué les están hablando.

    El señor Solanki prosigue.

    La idea de la contaminación por contacto o contagio es muy antigua y no se originó por las enfermedades, sino con propiedades tales como el calor o el frío. Las opiniones sobre esta idea provenían seguramente de los egipcios y los judíos, ya que en la Biblia hay referencias sobre las enfermedades contagiosas, aunque siempre relacionadas con aspectos sobrenaturales.

    Comienza a oírse un murmullo que Sorensen consigue callar con otra señal de su brazo.

    ¡Silencio! Prosiga, señor Solanki.

    La referencia al Antiguo Testamento ha disparado todos los mecanismos de atención de Sorensen.

    Las explicaciones sobrenaturales fueron desplazadas por la idea de que las enfermedades eran debidas a fenómenos naturales como eclipses, cometas, terremotos y finalmente cambios particulares en los aires, que se corrompían o manchaban. De hecho, la modificación de la atmósfera, como resultado del clima o de la estación, fue la doctrina favorita de Hipócrates, considerado el padre de la medicina como tal.

    Pues bien, Hipócrates estableció que el aire era la causa de la enfermedad, y que cuando el aire estaba infectado con corpúsculos enemigos de los humanos, la gente enfermaba. Así pues, el mal aire era el principal agente causante de las enfermedades contagiosas y epidemias.

    Silencio.

    Los miembros del Consejo de Administración de ARK vuelven a cruzar sus miradas. Sorensen mira fijamente al señor Solanki. La atmósfera, a pesar del cielo limpio de nubes, se está volviendo más pesada. Es más difícil respirar. El viento empieza a soplar con cierta fuerza.

    Esto no está previsto.

    Señor Solanki, ¿ha terminado con su introducción?

    El señor Solanki acaba de usar el truco del aprendiz de ilusionista.

    Piensen, señores, en el aire que respiran y pregúntense si no será en realidad la fuente de todos sus problemas.

    Los miembros del Consejo de Administración de ARK reaccionan a la vez inhalando aire. Uno de los elementos más controvertidos durante la transición que supuso el Volcado fue la discusión sobre si se debería haber simulado la respiración humana. Los olores siempre habían sido una fuente sensorial placentera y ya que los olores se transmitían por el aire que los hombres respiraban, a pesar de que hubo voces partidarias de lo contrario, se introdujo el paquete de simulación de respiración del aire del ambiente. Se decidió que dicho paquete fuera incluido en todos los usuarios, una prestación para todo el mundo. Una servicio gratuito, como el aire que se respiraba.

    Así pues, todos los presentes respiran, algunos de ellos cierran los ojos pensando en lo que el señor Solanki acaba de decirles, a pesar de no entender del todo el motivo de la exhortación.

    Excepto Sorensen.

    Señor Solanki, todos sabemos que no estamos aquí para hablar del aire ni de las teorías sobre la transmisión de enfermedades que Hipócrates desarrolló. Díganos a dónde nos quiere llevar. Estamos dispuestos a escucharle, pero no tenemos todo el tiempo del mundo.

    En eso estamos de acuerdo. Intentaré ser lo más breve posible. Voy a dejar a un lado el asunto de la contaminación del aire.

    Empezaré diciendo que el ser humano nunca ha pensado a largo plazo. El prestigio o éxito personal y colectivo se han valorado siempre en el marco de un plazo de tiempo breve, ya que los intereses de las generaciones presentes siempre han prevalecido sobre los de las generaciones venideras. Siempre ha sido más rentable explotar los recursos de hoy que dejar dichos recursos intactos para explotarlos mañana, ya que los beneficios de hoy pueden invertirse para poder hacer que esos recursos tengan más valor en el mercado. Y eso siempre ha sido un gran error del Hombre. Las consecuencias negativas se han trasladado siempre a las generaciones posteriores, aunque dichas generaciones no pudieran decidir ni quejarse cuando llegara el momento. Lo que llamamos la tragedia de lo común.

    Nuestro gran problema actual, señores, es que esta vez no hay siguiente generación, así que la presente va a pagar las consecuencias de los excesos producidos. Hace tres años expliqué en mi informe el problema que había con el sistema de pensiones. Hasta aquel momento, el sistema había funcionado: la inversión inicial de usuarios se depositó en el banco de ARK para crear un fondo de pensiones que sufragaría los gastos de mantenimiento y estructura. Esos gastos de estructura eran principalmente los sueldos de los miembros de la clase trabajadora y de mandos intermedios, ya que el problema energético fue solucionado. Había y hay energía de sobras, sin coste alguno. El Sol suministra energía de sobra para el funcionamiento de la estructura, y el hecho de que todo esté enterrado bajo las dunas de un desierto en lo que antiguamente era el continente Africano garantiza el suministro. Muy bien, señor Sorensen.

    El señor Solanki levanta el pulgar de su mano derecha irónicamente.

    Hasta aquí todo funcionaba exactamente como figuraba escrito en el papel. Los miembros de la clase trabajadora recibían su sueldo mientras los usuarios disfrutaban de sus vidas, seguros de que ARK invertía su dinero en nuevas compañías, con nuevos servicios para hacer la existencia más placentera.

    Señor Solanki, no hace falta que nos recuerde lo felices que éramos.

    Disculpe, señor, pero quiero que comprendan bien lo que ha ocurrido. No me vuelva a interrumpir.

    El problema se originó cuando se creó un fondo para el crédito destinado principalmente a miembros de la clase trabajadora, fondo que se alimentaba del fondo inicial en el que los usuarios habían depositado sus inversiones, como una forma más de hacer crecer su dinero, ya que se aplicó un interés más alto si el crédito iba dirigido a miembros de la clase trabajadora. Así pues, todo el sistema quedó interconectado y así ha continuado hasta ahora. Si el fondo de crédito hubiera funcionado, todos estaríamos más tranquilos sabiendo que la clase trabajadora, a través del crédito prácticamente ilimitado, también entraba en nuestra fuente de riqueza, y a la vez, quedaba anestesiada con las nuevas distracciones que su nuevo poder adquisitivo les traía, si se le llama por su nombre, podemos decir que se trata de otro tipo de esclavitud, entiendo que todos ustedes son conscientes de ello y que todo este proceso se ha producido siguiendo las pautas de un plan trazado.

    Los miembros del Consejo de Administración de ARK sonríen condescendientemente. Sorensen hace lo mismo, a pesar de que percibe que lo que el señor Solanki va a decir a continuación no va a gustar a nadie.

    ¿Dónde está el problema que dice usted que se originó a partir del fondo de los créditos? El crédito se extendió a toda la gente para facilitar el acceso a los servicios y esa era la manera de equilibrar la balanza, de hacer un poco más feliz a todo el mundo.

    El señor Solanki puede percibir la inquietud entre las sonrisas de sus oyentes, incluido Sorensen. El aire es más pesado. A pesar del cielo abierto que hay sobre sus cabezas, la atmósfera sigue pesando sobre los hombros, como un manto tejido con la inseguridad de unos y el miedo de otros, o de ambas cosas a la vez.

    Saben ustedes que eso no es así. Aquí podemos decir las cosas como son. Lo que usted acaba de decir es una completa hipocresía. El crédito se extendió para generar riqueza, nada más. Nunca importaron las necesidades de la sociedad en la base de la pirámide.

    El problema, señores, reside en que el sistema no funciona. Hace tres años el montante de créditos concedidos a alto interés superó al montante del fondo de pensiones, y a la vez empezaron a haber problemas para el cobro de dichos créditos. En pocas semanas el sistema implosionó. Y en ese momento les presenté mi informe, al que no le prestaron mucha atención. Lo que ha sucedido desde ese momento es lo que conocemos como un efecto dominó.

    ¿Y qué se supone que deberíamos haber hecho?

    Tendrían que haberse sentado con los expertos, calcular el auténtico tamaño del agujero que se había originado y revisar todos los contratos. En definitiva, deberían haberse puesto a trabajar de verdad. Algo que no se ha hecho nunca. Tienen ustedes en cada una de sus aire-pantallas una copia completa del informe de hace tres años. Ruego se dirijan a la última página y lean la última frase.

    Los miembros del Consejo de Administración de ARK, incluido Sorensen, pasan sus manos por las páginas que aparecen en sus aire-pantallas, hasta llegar a la última. Al final, se puede leer en letras mayúsculas, y en la fuente favorita del señor Solanki la frase:

    SI CONTINUAMOS EXPRIMIENDO EL BALANCE DEL SISTEMA, EL SISTEMA ENTERO IMPLOSIONARÁ”

    El sistema había implosionado tan sólo unas semanas después de que el señor Solanki escribiera aquella frase como conclusión de un informe al que nadie hizo caso. Había acertado en sus previsiones.

    Solanki gana.

    ARK pierde.

    El señor Solanki levanta la mirada para ver la reacción de los oyentes. Algo le llama la atención por encima de las cabezas que tiene delante de él. Algo que también está por encima de las montañas que hay detrás de las cabezas que tiene delante de él. Por encima de esas montañas empiezan a aparecer nubes de un color gris oscuro, y según va agudizando la vista, puede apreciar que debido al choque de dichas nubes se producen descargas eléctricas. Señalando a las montañas, dice:

    Al parecer, va a ser otro día lluvioso. Y por lo que veo, se avecina una fuerte tormenta. Saquen ustedes sus conclusiones. Yo ya he sacado las mías, las cuales les voy a detallar a continuación.

    Sorensen no sabe si mirar a los nubarrones que se aproximan o mirar al señor Solanki e intentar adivinar cuáles son esas conclusiones. Su sistema piramidal era perfecto. Todo estaba controlado, el sistema se autorregulaba, de hecho, el sistema todavía de autorregula, de eso nunca ha tenido la menor duda. Pero el señor Solanki es quien al parecer más sabe sobre el sistema que ARK creó, un sistema basado en el modelo económico que ya funcionaba antes del Volcado.

    Y el señor Solanki acaba de decir que el sistema no funciona.

    No puede ser.

    No puede ser.

    Es imposible.

    El sistema funcionaba antes del Volcado.

    El sistema tiene que funcionar después del Volcado.

    Entonces se oye un relámpago.

  3. La baulera de Allmanzor: Ficcionario – Horacio Altuna (1983)

    Leave a Comment

    Hay un hecho recurrente, en el ambiente de la ciencia ficción, que consiste en dar énfasis a la tecnología futurista como medio de mostrar la evolución del porvenir Humano. Pero existe otra ci-fi que, aun manteniendo las muestras de tecnología evolucionada, prefiere centrarse más claramente en el aspecto social de dicho futuro. El dibujante y guionista argentino Horacio Altuna es el creador de una obra maestra que teoriza sobre la cara oscura de los años que nos aguardan. Muchas de sus invenciones van llegando, para reafirmar la idea de que “anticipación” es un término que le va como anillo al dedo a la ciencia ficción.

    Ficcionario. Horacio Altuna. 1983


    Radicado en España desde principios de los años ochenta, Horacio Altuna ya había demostrado su soberbio dominio del dibujo en varias revistas y periódicos de su Argentina natal. Tras entrar a formar parte del equipo de dibujantes de la revista española 1984, Altuna se aventuró con su primer guión propio en el año 1983.

    El resultado fue Ficcionario. Una obra que consta de seis historias cortas de ocho páginas y que nos muestra una sociedad urbana futurista superpoblada, controlada por un todopoderoso gobierno y claramente deshumanizada.

    Beto Benedetti es nuestro bigotudo y bonachón protagonista, nexo de unión de las seis historias. Siendo un inmigrante del Sur (nada más sabemos de él) que vive precariamente en una ciudad de habla inglesa, su día a día nos llevará por calles saturadas de gente. Gente que aparentemente no tiene nada mejor que hacer que ocupar las aceras y callejones, observando  una existencia deprimente, sucia y en muchas ocasiones carente de interés por el infortunio ajeno. Asistiremos al despliegue dosificado de la tecnología que marcará el futuro que ya vamos vislumbrando, como el de los robots serviciales programados para adorar como a un Dios a su dueño, los “Biordenadores” personales (¡Obligatorios!) que chequean el estado de salud del ciudadano cada mañana para comprobar sus niveles de stress, rendimiento, etc, y sin cuyo diagnóstico no es posible hacer absolutamente nada, los centros de eutanasia legal puestos al servicio de los ancianos que al no tener poder adquisitivo, y por lo tanto de consumo, ya no son útiles, la informatización total de los datos, cuyo fallo puede arruinar una vida en un segundo, etc.
    Beto va conociendo a distintos personajes que cuentan, con dramáticos detalles, las miserias de esta sociedad masificada. Una alerta de ataque atómico siembra el caos en una ciudad en la que hay refugios aptos para un millón de personas… de una población total de trece millones. Tras la falsa alarma, el resultado de media hora de excesos, desenfreno y desesperación casi han igualado los posibles efectos que habría producido la explosión.
    Un ciudadano, objeto de investigación científica, se escapa del centro en el que vive recluido y secuestra a Beto para que le muestre el mundo. El hombre vivía aislado y en teoría es inmortal, al ser tratado con todo el poder de la ciencia. Al caminar por las inmundas y atestadas calles, el inmortal se maravilla de los olores, la gente, el aire libre… Beto responde de forma concisa: «Tienes el gusto hecho mierda, Inmortal.»
    Un enfermo de un hospital es dado por muerto por un error del sistema, y su pesadilla comienza. No tiene derecho a atención médica alguna. Su vivienda es asignada a otro inquilino. No puede comprar alimentos, nada… Para colmo le advierten de que nadie se va a tomar la molestia de subsanar el pequeño error entre los millones de datos de los ciudadanos. Su única salvación, la obtención de documentación falsa, acabará en tragedia…

    Horacio Altuna nos pasea con absoluta maestría por este negro futuro producto de la contaminación, la masificación de la población y el control absoluto por parte del gobierno. Refiriéndose a la policía, Beto dice: «Me dan miedo estos tipos. Se supone que están para defendernos, pero; ¿quién nos defiende de ellos?». Una sociedad en la que los niveles sociales vienen incluidos en la documentación del individuo, siendo problemático y mal visto relacionarse con gente de nivel distinto al propio… Todo adornado con un diseño de personajes portentoso y con una naturalidad y expresividad soberbias. Altuna es famoso por sus personajes femeninos, y en Ficcionario hace fiel alarde de ello.
    Como dato curioso, la reciente noticia del diseño de una computadora doméstica que al levantarnos cada mañana nos dice el estado general de salud. Ya hemos dado el primer paso hacia la imagen de Beto conectado a su biordenador para poder salir de casa y hacer vida normal, o por el contrario tener que ir obligatoriamente al “centro de descargas de tensiones” o al psicólogo…

    En conclusión: Ficcionario es una obra pesimista, oscura y, por desgracia, alarmantemente premonitoria en muchos casos, pero que resulta de gran interés precisamente por su capacidad de advertencia. El dibujo en blanco y negro de Altuna es de una maestría singular y el estilo que enfatizó en éste, su primer guión propio, seguiría desarrollándose en historias similares como Chances o Imaginario (ya a color) en los años venideros.
    ¿Hay algo más descorazonador que Beto dándose cuenta de que lo único que le queda de intimidad es desquitarse insultando al sistema con su pensamiento, allí dónde aún no pueden entrar? Temblemos…

  4. El ojo del exégeta – Serafín Gimeno

    1 Comment

     

    La propuesta de participación en este apartado de la revista, enviada por Peio a mi correo con absoluta alevosía, es una patata caliente; pues, ¿cómo escoger los dos mejores trabajos de la revista (desde el punto de vista subjetivo de cada cual, evidentemente) cuando todos los meses caen en ella un aluvión de creaciones excelentes? Tal como si Exégesis fuera un planetoide despojado de atmósfera y expuesto al repiqueteo intenso y pertinaz de una lluvia de meteoritos.

    Lo mejor en estos casos es no dejarse llevar por la razón, desistir en la búsqueda de la mejor técnica de dibujo o del más brillante estilo narrativo aplicado al guión o al relato breve. Una selección de este tipo debe hacerse con las tripas, escoger aquellas historias que nos despertaron esa emoción cuyos efectos, aunque solapados por el paso cotidiano de los días, aún persisten en nosotros en algún grado.

    El serial del que tengo un más grato recuerdo es «Solo», de Marc Roca. Dotado de una gran frescura, el personaje me parece un hallazgo que promete grandes dosis de derroche lúdico. «Solo» es una forma inteligente de observar la ciencia-ficción desde la ciencia-ficción, y además lo hace con un estilo desenfadado; cosa que es de mucho agradecer.

    En cuanto a la historia de la que guardo un mejor recuerdo es la de un relato titulado «¿A dónde van las cometas?», según creo recordar, con guión de Blas Bigatti y dibujo de Fran Carras (Franki). Las ilustraciones son de una plasticidad hermosísima, reforzadas por una historia sencilla pero muy efectista. Quien no se emocione con semejante relato es que nunca fue niño.

    SOBRE NUESTRO AUTOR INVITADO

    Serafín Gimeno Solá (España, 1962) es un prolífico escritor del género fantástico y de ciencia ficción, afincado en la catalana localidad de Banyoles, cuya trayectoria viene avalada por ser finalista del premio Azorín de novela con el título “La cópula de la mantis” (publicada por la editorial barcelonesa Maikalili ediciones)  y por su primer y tercer premio, respectivamente, del certamen de literatura de ciencia ficción «ovelles elèctriques«. Asimismo es el autor del libro “Sala de despiece” (publicado por la editorial Novum publising), cuyas ilustraciones corren a cargo de Fran Carras, ilustrador bien conocido en nuestra revista.

    La primera colaboración de Serafín para Exégesis fue el relato corto “Las dos muertes del capitán Zabaleta”, al que le siguieron otros magníficos relatos como “Singularidades”, “El cometa”, “El dilema de Robinson”, “El consejero presidencial” y “La respuesta”, así como la serie —excelentemente ilustrada por Álvaro Calvo Escudero— “Los hijos de la orfandad”. Los excelentes ejercicios literarios que Serafín crea continuarán iluminando las páginas de Exégesis, pues su fructífera mente no se detiene ni por un momento. Y esperemos que así sea por mucho, mucho tiempo.

  5. Los hijos de la orfandad – Capítulo 3

    5 Comments

    Los zancos de M-7 se hundían en el barro del camino, donde las holladuras de dos humanos se dibujaban en una perfecta caligrafía. El relieve de las huellas dactilares de los pies, se le antojaba un mapa de cartografía enigmática e indescifrable. La emoción le embargaba, tenía ante sí el registro de unos pasos vivos impresos con gran calidad de detalles. Pasos llegados desde un pasado remoto que le hablaban en algoritmos emotivos, procesados en lo más hondo de sus circuitos. Y los algoritmos decían: ¡Estamos aquí!, ¡hemos vuelto!
    R-4-T interrumpió sus observaciones en el fango. Los chirridos provenientes de las orugas del subalterno, hicieron levantar el vuelo a una curruca posada en un arbusto cercano.
    —El oficio de naturalista requiere discreción ¿Por qué no engrasas esas dichosas orugas? —le reprendió.
    —¿Para qué debería hacer tal cosa? Me gusta oír el sonido de mis propias cintas de tracción.
    En su búsqueda de una personalidad que le definiera, R-4-T se había introducido un programa de caracteres propensos a la dejadez y el descuido.
    —M-7, ¿cómo se te ocurrió reintroducir humanos? Después de tanto tiempo de ausencia, nadie los echaba en falta.
    La fotometría de los visores de M-7, en un acto reflejo, calculó la distancia a la que se encontraba R-4-T. Estaba a dos metros y veinte centímetros, con dos milímetros. Sin duda, muy cerca; pero, en un acto inadvertido, sus palabras le alejaban de él.
    —Cuando reconstruimos aquel tigre a partir de una alfombra, me dije que la siguiente recreación la haríamos con estos seres peculiares —dijo, con una seña de su brazo, de articulación segmentada, hacia el recorrido de las huellas en el sendero—. La oportunidad nos llegó con la exhumación de los restos arqueológicos de aquel centro médico.
    —Conozco la historia. Desmenucé al microscopio las muestras de piel de los famosos frascos. Pero, dime, ¿por qué tu obsesión por los humanos?
    —Antes afirmaste que nadie añoraba a estos animales. Te equivocas, nosotros, todos nosotros, les necesitamos. Andamos tan huérfanos como esta pareja, venida al mundo sin antecedentes ni señas de identidad que les consuelen, que les calmen y les arropen en su soledad y aflicción. Sí, R-4-T, hay también una gran soledad y desamparo en nuestra civilización cibernética. Para sobrellevar mejor este sufrimiento, hemos creado un mundo a imagen y semejanza de la cultura que nos precedió. Desmiénteme si puedes, cuéntame por qué nos sometemos a jerarquías, ¿qué necesidad tiene el comisionado, y otros como él, de intentar emular características propias de la Vida?, ¿por qué chirrían tus orugas, R-4-T? Cuando la humanidad creó la inteligencia artificial insufló en ésta, sin pretenderlo, unos anhelos de superación, unas ansias de perfeccionamiento tan sólo asequibles contemplándonos en el espejo de la maquinaria orgánica. Somos como Hansel y Gretel, huérfanos lastimosos, despojos de un mundo desaparecido. Ya que, la humanidad que añoramos, la condición que convertía a esos animales en algo más que en seres cognitivos, siempre nos resultará vedada y esquiva.