Author Archives: Alex

  1. Jano

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    A Laura Ponce,
    que revisó en incontables ocasiones
    el original de este cuento

    Estábamos en peligro. Piratas tarshen rodeaban nuestra nave; conocían la naturaleza del cargamento; esperábamos el peor de los desenlaces. Los atacantes, sin embargo, juraron respetar nuestras vidas si procedíamos a teletransportarnos a J´No, la luna más pequeña del planeta Xix, de manera de dejar el puente y las dependencias del Warghoss —tal el nombre de nuestro crucero— liberados a su voraz sed de riquezas. La orden debía ejecutarse inmediatamente, con la condición de que ningún miembro de la tripulación quedara a bordo, ya que los sistemas de escaneo del enemigo detectarían la presencia de cualquier persona que no acatara el ultimátum, y eso significaría nuestro fin.
    El capitán, siempre frío y calculador con nosotros, no lo dudó: registró en la bitácora que aceptábamos el trato. La tripulación se dirigió a los pabellones de teletransporte; uno a uno los vimos —el capitán y yo, su primer oficial— desaparecer en una vorágine de moléculas viajeras pre-programadas; uno a uno, efectivamente…, hasta que llegó nuestro turno.
    —¡A la plataforma! —ordenó el capitán— ¡Muévase!
    —¿Y usted? —alcancé a preguntar, cuando mis azorados ojos advirtieron el tubo desintegrador apuntándome.
    —¡Suba! —insistió el capitán.
    Obedecí. Mi cuerpo se deshizo. El rostro del capitán se desmaterializó y, en su lugar, apareció el del controlador de vuelo: de apellido Parsons, si mal no recuerdo.
    —¿Dónde está el capitán? —preguntó.
    —Quedó en la nave —contesté.
    Todo el mundo alzó la vista, como si alguien pudiera atravesar el manto de estrellas que se recortaba sobre nuestras cabezas. La titánica lucha del capitán, recorriendo infatigable las instalaciones vacías del Warghoss, quedaría inmortalizada en los observadores como el trazo imperecedero de una constelación griega.
    —¡El capitán no abandona su nave! —observó alguien.
    —¡Se inmolará con ella! —coreó otro.
    Enseguida se levantaron vítores, y se armó una exaltada discusión.
    —¡Debemos volver! —rugían las voces— ¡Debemos apoyar a nuestro capitán!
    La decisión estaba tomada: regresaríamos. Pero, mientras las manos frenéticas recorrían el tablero portátil ajustando coordenadas, algo ocurrió: un destello ciclópeo se abrió como una gran boca en la bóveda celeste. La explosión inconfundible de una nave nos aturdió, y el ruido de estática que llegó hasta nuestros receptores nos hundió en un mortuorio silencio.
    Los ojos se apartaron del cielo y se clavaron en el suelo calcáreo de Xix. Alguien, creo que Ramírez, ensayó una oración. El capitán, desde luego, estaba m…
    —¡Observen! —el dedo de un oficial señaló un objeto fugaz en el firmamento. ¿Qué es eso?
    Una estela de luz. Un bólido destellante invadió la atmósfera del satélite, rasgó el horizonte describiendo una elipse y se precipitó sobre la superficie caliza con un gran estruendo.
    —¡Es una cápsula! —festejó un enjuto oficial con rango de cabo— ¡Una cápsula de escape del Warghoss!
    Desplegamos los cópteros de nuestros trajes. Nos dirigimos al vórtice del impacto. Como un enjambre de insectos nos posamos sobre los restos humeantes. Buscamos. Buscamos desesperadamente entre los deshechos retorcidos.
    De pronto, los receptores que minutos antes nos invadían con su fúnebre estática, cobraron nueva vida:
    —¡Idiotas! ¡Estoy aquí! ¿Cuánto deberé esperar?
    Era nuestro capitán… ¡El capitán del Warghoss, vivito y coleando, pedía urgente asistencia!
    Redoblamos nuestras maniobras de rastrillaje. Los escombros chamuscados no dejaban de caer como una lluvia de fuego, pero nosotros persistíamos tozudamente con nuestro examen minucioso.
    Hasta que alguien…
    —¡El capitán! —bramó— ¡Aquí está el capitán!
    Escarbamos como topadoras: un pie, otro pie, una pierna, la otra, el torso… —¡oh, sí, ya llegábamos a nuestro capitán!— Los brazos, los hombros…
    ¡Horror!
    Nos apartamos, doloridos, ¡asqueados!
    ¡Faltaba la cabeza!
    El capitán… ¡decapitado!
    Los ojos se desorbitaron ante la contemplación de la más cruda de las tragedias. Pero, entonces, ¿qué era lo que habíamos oído? ¿Acaso no habíamos recibido un mensaje del capitán reclamando auxilio?
    Se barajaron rápidas conjeturas, imprecisas y exageradas hipótesis, sin apartar la atención del mutilado.
    Johnson, de Comunicaciones, aventuró:
    —¡Era un eco de información!
    A regañadientes, estuvimos de acuerdo. El mensaje del capitán solicitando ayuda había sido pronunciado en otro momento, quizás aún estando a bordo del Warghoss, segundos antes del estallido.
    Asentíamos como marionetas, al tiempo que tapábamos el cadáver con nuestras chaquetas reglamentarias, cuando de pronto…
    —¡Idiotas! ¿Qué se supone que están haciendo? ¿Quieren dejar ya ese cuerpo inútil y echarme una mano de una vez por todas?
    Instintivamente tanteamos nuestros receptores.
    ¡Imposible! ¿Qué se supone…?
    Un operario de Mantenimiento señaló entonces un punto a nuestras espaldas.
    Nos volvimos.
    Nuevamente Parsons, el operador de vuelo…
    …Venía hacia nosotros sujetando una cabeza en sus temblorosas manos, ¡una cabeza que no dejaba de zarandearse y farfullar juramentos a granel!


    Los meses subsiguientes nos encontraron al mando de la nave tarshen. La Astroflota había decidido reacondicionarla, rebautizándola con el nombre de “Jano”. El capitán había recibido… «mantenimiento», y ahora ostentaba un nuevo cuerpo: ventajas de ser androide, como susurró alguien.
    En una ocasión, me presenté ante él, con la intención de discutir detalles técnicos de navegación. Cuando penetré en su camarote, lo vi sentado tras su gran escritorio de caoba. Me cuadré. Un instante después reparé en el panel abierto en su cabeza: del interior del diminuto compartimiento sobresalía un cable cuyo extremo iba a dar a un visor holográfico instalado sobre el escritorio. El capitán no pronunció palabra, en cambio me hizo un gesto para que me acercara. En la holopantalla… ¡se sucedía una masacre! Los piratas tarshen que habían abordado el Warghoss confiados de no hallar moros en la costa, caían envueltos en llamas, abrazados por el calor implacable de un tubo desintegrador que se movía con la fatalidad de una fiera al acecho.
    —¿Sabe? —sonrió el capitán—. Creo que en cierta forma cumplimos con las exigencias del ultimátum tarshen: ninguna persona quedó a bordo del Warghoss… sólo estaba yo.
    Los tarshen gritaban, se retorcían, ¡se volatilizaban!
    El capitán, atento al negro espectáculo, comenzó a reírse.
    —¡Mire, mírelos! ¡Jajajajajaja! ¡Mire ése! ¿Lo vio? ¿Vio como explotó? ¡Jajajajajajaja! —el capitán se restregaba los ojos: una sustancia que lubricaba sus córneas sintéticas rodaba por sus mejillas en forma de lágrimas— ¡Tuve que “despegarme” al tipo de encima antes de continuar con la matanza! —el capitán hacía grandes aspavientos, al tiempo que aumentaba el volumen de la señal, y el pánico tarshen saturaba el aposento— ¡Kaboooooommmm! ¡Jajajajajajajaja! ¡Así hizo el sujeto! ¡Kabooooommmmm!
    Sentí que me fallaban las rodillas. Me movía inquieto al lado del escritorio, y el capitán lo notó.
    —¡Márchese, teniente, márchese!
    Me cuadré como pude y me encaminé hacia la puerta. Cuando estaba a un paso de retirarme, la voz jocosa me interpeló nuevamente:
    —La nave se llama Jano por el dios de la mitología romana —afirmó.
    Lo intempestivo de la información me tomó por sorpresa, y mi pobre cerebro biológico tardó en reaccionar.
    El capitán percibió mi azoramiento, así que agregó:
    —Sé que todo el mundo dice que es por la luna J´No, que nos cobijó mientras duró nuestro confinamiento. Es incorrecto, ¿sabe? El nombre de “Jano” lo sugerí yo mismo: es el dios bifronte de los romanos.
    Repetí las palabras que había oído para mis adentros. Antes de que la puerta se deslizara, alcancé a oír al capitán:
    —¡Piénselo, teniente! —y volvió la atención a las imágenes de muerte que proyectaba desde su cráneo, y volvió a señalármelas, mientras sus manos castigaban la superficie del escritorio al compás de sus macabras carcajadas.
    Me quedé por unos segundos en el pasillo desierto. “Jano”, pensé.
    Hay quienes aseveran que nuestro capitán es frío y calculador… Creo que es una verdad incompleta: apenas muestra una cara de la moneda.
    Yo he visto la otra faz del dios… ¡Y ríe grotescamente en mis pesadillas!

  2. Jessie P.

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    Jessie P. se abrió paso entre el gentío de la Oficina Axial tal como un alud inevitable embiste a un frágil y pequeño pinar. Algunos lograron hacerse a un lado a tiempo; otros, no. “¡Eh, mujer, más cuidado!”, gritó uno, agitando un brazo humeante manchado de café. El pasillo central, que dividía en dos grandes sectores a los incontables despachos rectangulares de la oficina, parecía una emotiva revolución blanca; tras el paso de la vieja Jessie, cientos de papeles se alzaron en el aire y luego procedieron a caer livianamente por todo el salón (y en un desorden escandaloso, para algunos). “¿Qué problema tiene esta señora, por Dios?”, protestó un fulano bajito al tiempo que resolvía el humilde caos que se había gestado en su gabinete. El pasillo central se había llenado de rumores.

    Ante los ojos de la mujer iba acercándose, a medida que avanzaba, la puerta de vidrio granulado con el rótulo “Dirección”. Jessie adivinaba en la distancia la silueta larga y calva de John “Equis” Smith, sentado tras su pequeño despacho con las manos entrelazadas sobre la mesa y la mirada al suelo. Sobre su cabeza, un poco a la derecha, una pantalla reproducía incesantemente la publicidad de la Matriz Literaria Internacional. Le había quitado el sonido.

    Una vez llegó a destino, Jessie tragó una larga y ácida gota de saliva, miró el manojo de papeles que sostenía en su mano, cerró los ojos y dio dos golpes breves contra la puerta.

    —Adelante.

    El rostro hombre que la miraba era poco menos que una bola de billar con pretensiones antropomorfas. Sobre su nariz se apoyaban unas gafas negras que acababan en dos finas púas superiores. Inclinó el cuerpo hacia delante y entrecerró los ojos. Tenía una mirada inquietante. No era común que los empleados acudiesen por propia voluntad al despacho del Director, a menos que… —John suspiró—. Sí, una real pena, hacía tiempo que se lo veía venir: la vieja y buena de Jessie P. con problemas lógicos.

    —¿Qué desea, Jessie? No es común verla por aquí —dijo con media sonrisa, en una expresión elegante y cortés.

    La mujer, circunspecta y rígida, vibró de pies a cabeza; sin pensarlo, agitó en el aire los papeles que llevaba en la mano.

    —¡No encuentro las palabras! —gimió.

    El otro asintió.

    —Ajá.

    —Es que… Señor Director, en serio, ¡¿Dónde están las palabras que faltan?! ¿Y mis conceptos de filosofía, psicología, ética? El eje Y tiene un punto negro en la cima. ¿Y mis recuerdos literarios, Señor? El eje Y tiene un punto negro en la cima —Ahora la mujer se acercó en dos zancadas hasta el escritorio, al borde de la histeria; ¿por qué repetía aquello del eje Y?, ¿De qué cima hablaba? ¿Por qué no hallaba las palabras siquiera para transmitir aquella incertidumbre? Jessie, durante todo el rato, no dejó de agitar con vehemencia el piloncito de papeles que llevaba consigo, que estaba compuesto de viejos artículos, reseñas, notas. Al verla venir, John se echó hacia atrás con cuidado y la observo cautelósamente.

    —Jessie… —meditó un segundo—. Jessie, ¿cuánto hace que trabaja usted en nuestras oficinas?

    La mujer cerró los ojos y procesó la respuesta.

    —Treinta y dos años, cuarenta días, seis horas, dieciocho minutos y contando… Produje sesenta y cinco novelas: eróticas, de ciencia ficción, de horror, infantiles…, noventa y siete columnas para el Global Daily, y…

    —Está bien…

    —…también hice cientos de críticas de cine y teatro. Si sacamos la cuenta serían…

    —Está bien, está bien, tranquila, Jessie —Se incorporó, dio la vuelta al escritorio y se sentó en el borde frente a la mujer. Había llegado la hora de dictar sentencia; era algo que siempre disfrutaba—. Como usted bien sabe, mi querida Jessie, porque es algo que conoce desde el momento en que fue dada de alta en la Matriz Literaria, todos los androides poseen una vida útil… Quizá suene algo duro, pero es la realidad. ¿Recuerda a Malcom P.? —La mujer asintió y el sudor en su rostro se agitó y cayó al suelo—. El muchacho trabajaba muy bien, realmente, produjo casi el doble que usted y en la mitad de tiempo, claro que fue un caso excepcional, pero, a lo que iba, tarde o temprano todos tienen una pequeña “fisura” en el sistema y, bueno, empiezan a fallar —sonrió con malevolencia—. Es curioso, porque fueron hechos para sentir angustia, sensación de pérdida ante un empleo, tristeza, dolor físico, hasta pasiones religiosas, no obstante, era necesario que algunos vocablos no estuvieran a su disposición por una cuestión de seguridad…

    —Conozco todos los vocablos de cada lengua —soltó Jessie—. Y, para su información, ¡Dios existe! —Una vena sintética se le hinchó a la altura de la yugular.

    El otro asintió sonriendo.

    —Claro, en su sistema neuro-robótico sí existe, si fueron hechos, incluso, para envejecer…

    —¡No quiero quedarme sin empleo!

    —No se trata de empleo.

    —¡Tengo una familia, un hogar, no puedo quedarme sin empleo! El eje Y tiene un punto negro en la cima.

    John no pudo evitar una carcajada, pero luego se disculpó. “Estos bichos yerran cada vez más gracioso”, pensó.

    —Otra vez, no se trata de un simple empleo. La cuestión es más simple, Jessie, hay miles de androides en el paro, interminables colas y colas de mujeres y hombres como usted que buscan serles útiles a la sociedad humana. Gracias a su servicio, es cierto, los humanos gozamos de una cultura y una comodidad que en otro tiempo fue utópica; bueno, claro que somos apenas unos doscientos mil humanos, pero el caso es que…, el caso es que sin su mano de obra se desataría un caos inimaginable y es por eso que demandamos eficiencia.

    —¿Piensa despedirme?

    El otro negó.

    —Jessie, asumo que nunca se preguntó por qué todos los androides se apellidan “P.”, ¿verdad? —la mujer pensó, pero nunca había reparado en eso; no estaba en los planes de trabajo. Comprendió vagamente lo de los vocablos ocultos.

    —No, no lo sé.

    —Es un sistema de hibernación por clave. Durante el proceso, su disco rígido y su memoria virtual serán reseteadas y luego volverá a la vida como una trabajadora más: saludable y eficaz como un reloj. —La mujer esbozó una sonrisa—. Claro que el proceso dura cien años…

    Hubo silencio.

    —No puede hacerlo… —gimió ella.

    —Pero debo.

    —¡No!

    —Fue un placer trabajar con usted, Jessie Pro…

    —¡¡No!! —se agarró la cabeza. Más allá del vidrio, algunos empleados voltearon a mirar. Jessi, instintivamente, había activado un altoparlante bajo su mentón.

    —Jessie Program —concluyó el otro, antes de que la mujer desatase un escándalo. En cuestión de un instante debería estar quieta y ausente. A los demás oficinistas, estas cosas no tenían por qué interesarles.

    De pronto John se convirtió en un montón de números cayendo en vertical. La realidad, el mundo amado, sus compañeros, su hija, eran información cayendo hacia un vasto agujero de anulación. Mensajes aleatorios se sucedían en la cabeza Jessie: “…interminables colas y colas de mujeres y hombres como usted…”, “…hasta pasiones religiosas”; de pronto su hija, siempre pequeña, una noche de otoño: “…a veces puedo verlo a Dios, mamá, y ¿quieres que te cuente un secreto? Los humanos jamás podrían decodificarlo…”; conversaciones triviales sobre alguna película; una tarde en Montevideo, desnuda bajo el sol; algunas canciones. Y lo palpable ahora en la voz de John, que la miraba sorprendido: “…tristeza, dolor físico”. Así, el mundo se le fue aguzando hasta la parodia de la realidad y comprimiéndose de un modo voraz y vertiginoso.

    Pero incluso la fallas de los sistemas fallan (porque en Jessie el eje Y tenía un punto negro en la cima) y, antes de dejarse vencer por el vacío, la mujer cayó ferozmente contra la puerta de la Dirección, la destrozó con su peso y, desde el suelo, con una voz agónica y resonante como una frenada—el cuerpo sangrando, la mirada ciega—, alcanzó a ofrecer una nueva variable para todos sus compañeros.

    —Program —aulló.

    Y hubo caos.

     

  3. I Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción: relatos seleccionados

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    Estamos profundamente agradecidos por la enorme recepción que ha tenido esta convocatoria, que se ha visto iluminada por más de media centena de relatos llovidos desde ambos lados del Atlántico. Sabemos que no es fácil aunar con maestría y originalidad géneros tan peculiares como el horror y la ciencia ficción, pero hemos recibido con agrado y sorpresa relatos de gran destreza, tanto técnica como conceptual. Ciertamente, una selección de los mismos no ha resultado fácil (claro, todos sabemos que queda bien decir esto; pero cada uno de los evaluadores, con nuestras apreciaciones y caprichos personales, podemos dar cuenta de esto, créanme). Y sin embargo, resultó alentador comprobar que entre nuestras preferencias había nombres que habían sabido repetirse por méritos propios. Tres de estos nombres son los que hoy compartimos con ustedes. Permítanme, entonces, presentarles a los tres relatos seleccionados para pasar a formar parte de la colección de horror y ciencia ficción que Revista Exégesis y Nocte preparan en conjunto:

     

    Relato: Cero

    Autor: Israel López Escudero

     

    Relato: Futuro

    Autor: Daniel Garrido Castro

     

    Relato: Criaturitas

    Autor: Juan Manuel Valitutti

  4. El consejero presidencial

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    Vino a verme ayer, por última vez. Apoyó el mentón sobre la mesa, como solía hacer, y procedió a exponer su consulta, su miedo, su desazón ante el desmoronamiento de su país, del mundo entero. En aquella ocasión no hubo siquiera consulta, tan sólo lamentaciones.

    —¿Cómo hemos llegado a esto?, ¿cómo fue posible?, ¿cómo no reaccionamos a tiempo?

    Una vez más, le hablé de economía; le expuse como el mercado financiero se había independizado de la economía real, como la entelequia letal de los mercados, libre de regulaciones, creaba dinero artificial moviéndose de un continente a otro a velocidades lumínicas por medio de las autopistas tecnológicas creadas por Internet, convirtiendo el dinero de artificio en deuda y transformando cada transmisión desregulada de capital en ganancia para el broker o entidad bancaria agazapada tras cada acto especulativo. Multiplicándose el impulso humano hacia la codicia con cada operación financiera y lastrándose, de paso, el libre funcionamiento de la economía productiva. Esa que levanta países, sostiene hogares, expende recetas médicas y mantiene perreras municipales y escuelas con pizarra.

    Al principio, el presidente me pedía consejo casi a diario.

    —¿Qué debo hacer?, ¿qué harías tú en mi lugar?

    Y yo le exponía mis recetas. La desregulación financiera, un asalto de las élites para fortalecer sus intereses de clase, había ido pareja a reducciones significativas en la fuente de ingresos públicos representada por los impuestos. Restituye los impuestos directos progresivos, grava a quien más tiene, exprime a los ricos, le decía. El presidente arrugaba la nariz, fruncía el ceño, exponía la mueca de contrariedad y rechazo propia de un niño ante una cucharada de aceite de ricino. Los impuestos progresivos sobre rentas de capital o sobre el patrimonio, junto a una tasa impositiva aplicada a las transacciones financieras, proporcionarían los suficientes ingresos fiscales para invertir en la creación de empleo, en sanidad y educación, e incluso en la amortización de la deuda, proseguía. Los trazos de desagrado aumentaban en la cara del presidente. Te debes a tus votantes, le recodé un día.

    —No —me replicó—. Me debo a los bancos y al poder empresarial, ellos financiaron mi campaña.

    El presidente no me hacía caso; pero aún así, venía a consultarme. Tal vez porque necesitaba suelo firme, sin fisuras propagandísticas, desde el cual otear la realidad y evitar que ésta le devorase. Escuchaba a su consejero informal, a mí, pero aplicaba las recetas de sus asesores económicos. ¿Y quienes eran esos asesores?, los mismos responsables de las entidades bancarias que habían provocado el desastre, gente dispuesta a seguir apostando en el casino económico de la bolsa aunque todo se derrumbara a su alrededor, a morir sepultados bajo las ruinas del sistema con todas sus ganancias amontonadas en el regazo. De modo que todo fue a peor, la oligarquía que manejaba los mercados financieros aumentó la inflación de la deuda; sus propósitos eran dos: desmontar las prestaciones sociales de los estados avanzados para privatizar servicios básicos, como la educación y la sanidad, e introducirlos en el mercado especulativo con la intención de obtener sustanciosos beneficios; el segundo propósito no era otro que forzar a los estados pertinentes a rescatar al sistema financiero que mantenía en funcionamiento todo el fraudulento engranaje, por medio de fabulosas inyecciones de capital público. Como era de esperar, los asesores presidenciales, pendientes de satisfacer su codicia, concentraron sus políticas económicas en aumentar la recesión, en profundizar en las crisis de deudas soberanas para mantener en funcionamiento su economía de casino basada en la rapiña, en ampliar con desposeídos y excluidos de todo tipo la base de la pirámide para que la riqueza fluyera hacia la cúspide. Tras cada resolución del congreso, ¡cuán lejos estábamos de conseguir una sociedad del bienestar basada en la capacidad distributiva del impuesto! Y el presidente seguía sin hacerme caso; al fin y al cabo, ¿quién era yo para que nadie me prestara atención? Pero mis consejos eran acertados, tal vez consistían en las únicas recetas con las que salir a flote. La calle me dio la razón, el tumulto de los disconformes llegaba hasta la habitación en la que estaba recluido. Y pronto, el reflejo de las llamas inundó de efervescencias, de marejadas de luz y sombra, las paredes de mi cuartucho. Tiroteos dispersos y ráfagas de ametralladora amenizaban el baile de las fogatas, acompasándose al crepitar de los incendios.

    —¿Cómo hemos llegado a esto?, ¿cómo fue posible?, ¿cómo no reaccionamos a tiempo? —se lamentó el presidente con el mentón apoyado sobre la mesa, el rostro situado a escasos centímetros de mi jaula.

    Como fruto de la mejor inversión en ciencia y tecnología que había llevado a cabo su gabinete, sentí la necesidad de consolarle, de arrojar alguna luz a su confusión. No en vano, mi persona era la encarnación del éxito alcanzado por el programa ultrasecreto que respondía a las siglas IPAE (Inducción al Proceso Acelerado de Encefalización). Abandoné la rueda en la que hacía ejercicio para inspeccionar en los ojos de aquel hombre abatido. En aquellos momentos, me alegré muchísimo de ser un simple hámster. Eso sí, un hámster atiborrado de mejoras genéticas; pero un hámster al fin y al cabo.

     

  5. Colapso – Capítulo 9

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    9-AKIRA Y EL SEÑOR SOLANKI

    Le gusta el entorno que he programado hoy para usted?

    El entorno que Akira ha programado hoy para el señor Solanki es lo que el señor Solanki recuerda como un gran teatro, en cuyo escenario se encuentran ahora ellos dos.

    Todo es de color púrpura. Las cortinas del escenario son de color púrpura. La moqueta que debería albergar al público es de color púrpura. Todo el suelo del escenario, a excepción del tablero de ajedrez que hay en el centro, es de color púrpura. Lo único que no es de color púrpura son las luces que iluminan el gran escenario en el que ahora se encuentran Akira y el señor Solanki. Las luces desprenden una luz mortecina que recuerda al gris que lo está invadiendo todo desde que empezó esa especie de cuenta atrás en la que se encuentra sumido el mundo.

    Fuera está lloviendo.

    -Me parece muy apropiado. ¿Cómo consigues los colores? Me refiero a los colores de lo que has programado hoy y al color de tu pelo. El mundo se ha vuelto gris.

    Akira sigue luciendo ese color lila en el pelo, no sabe muy bien por qué en los últimos días todos sus pensamientos están teñidos de ese color. No entiende muy bien la respuesta de su cliente.

    -¿Por qué apropiado? Sólo vamos a jugar una partida de ajedrez.

    Akira consigue un dinero extra haciendo pequeños trabajos fuera de lo que se entiende como formas legales de ganar dinero, y uno de sus mejores clientes es el señor Solanki. De vez en cuando el señor Solanki se pone en contacto con Akira para pedirle que le programe ficciones en las que los dos puedan interactuar. Akira es el compañero de juegos del señor Solanki. Pero el trato es que Akira no sepa nada de la vida del señor Solanki. No hay preguntas. Tan sólo el juego. Fuera de los niveles de realidad. Eso ya lo experimentó el señor Solanki hace mucho tiempo.

    -La historia dentro de la historia, el metarrelato, el juego de las muñecas rusas –dice el señor Solanki.

    Akira conoce al señor Solanki desde hace mucho tiempo, y sabe que la forma en que ambos procesan e interpretan la información es sorprendentemente similar, pero algunas veces le cuesta seguir el ritmo de los pensamientos de su cliente.

    -Akira, no pongas esa cara. ¿Qué es la vida que vivimos, si no una historia?

    Akira sospecha que el señor Solanki es un personaje de relevancia en el mundo de las finanzas, aunque él nunca habla de su trabajo, parece que su medio de vida es un secreto insondable, guardado en un rincón recóndito a salvo de cualquier curioso. Tampoco sabe su nombre de pila. Pero a veces tiene la sensación de que puede entrar en los pensamientos de su cliente, atravesar ciertas puertas, hasta quedarse en el umbral al que ya no puede acceder, justo antes de adivinar la realidad del hombre misterioso. Sin embargo, Akira piensa que el señor Solanki sí lo sabe todo de él. Que el señor Solanki sí es capaz de atravesar todas las puertas, como un padre es capaz de conocer todas las posibles reacciones de su hijo pequeño. Le gusta hablar con el señor Solanki porque tiene una visión de las cosas que le hace pensar, a diferencia de la mayoría de la gente que se aburre en juegos inútiles y placeres efímeros.

    En el tablero de ajedrez aparecen las figuras. La partida va a empezar. Blancas y negras. Dieciséis peones, cuatro torres, cuatro caballos, cuatros álfiles, dos reinas, dos reyes. Aparecen suspendidas a escasos milímetros sobre tablero que hay situado en el centro del escenario.

    Akira sigue pensando en lo que le acaba de decir el señor Solanki.

    -¿Se refiere a la vida de ahora o a la de antes?

    Las blancas empiezan.

    El señor Solanki levanta su mano derecha para indicar el movimiento de sus dos primeros peones. En diagonal y hacia delante.

    -Me refiero a la vida de ahora pero también me refiero a la vida de antes. El ser humano siempre ha explicado historias, el mismo principio de la Humanidad nos lo han explicado a través de historias, la Historia de la Humanidad que nos enseñaron en el colegio puede haber sido la realidad o puede haber sido un relato de ficción. Incluso en los tiempos anteriores al Volcado la realidad y la ficción estaban separadas por una línea muy delgada, casi indistinguible. Las historias de ficción nos rodeaban, eran parte de nuestras vidas reales, ¿lo recuerdas? Había pantallas por todos lados, cada día recibíamos sobredosis de ficción, ya éramos una sociedad que practicaba el culto a la irrealidad, como principal actividad intelectual. Siempre hemos tenido un universo paralelo para vernos reflejados en él, para dar explicación o sentido a nuestras vidas reales, ¿recuerdas o no? Hasta que ARK empezó a vender el Volcado.

    Akira mueve sus dos peones. En diagonal y hacia delante.

    -Lo dice como si realmente no hubiera querido que el Volcado se llevara a cabo. Su turno.

    El señor Solanki puede recordar perfectamente el tiempo de antes del Volcado. El planeta se había secado. No había agua. La gente se moría. Daba igual lo que realmente se deseaba. Era cuestión de poder o no poder, de poder pagar o no poder pagar. Era una cuestión de poder adquisitivo. Era inevitable.

    -Era inevitable –dice como si pensara en voz alta el señor Solanki.

    El señor Solanki mueve uno de sus caballos, su pieza favorita, el movimiento perfecto, imprevisible, con la fuerza suficiente para matar al rey si se usa inteligentemente.

    -Se acababa la vida, señor Solanki. Veo que le gusta utilizar el caballo.

    Akira responde con un movimiento de uno de sus caballos.

    -Además de que se acababa la vida, el Volcado ya era inevitable mucho antes. Veo que a ti también te gusta jugar con el caballo. Parece que tenemos más cosas en común de las que yo ya sabía.

    -No entiendo muy bien. ¿Mucho antes? ¿Cuánto antes? ¿Por qué?

    -Por la inercia de la mecanización desde que se inventó la primera máquina, el reloj, la imprenta, lo que quiera que fue lo primero. Esa inercia ha conducido desde hace cientos de años al Volcado.

    El señor Solanki piensa que independientemente de si la vida era o no posible en el planeta, el poder y la técnica, o mejor dicho, el poder de la técnica, se había ido dirigiendo hacia un mismo fin: transformar al hombre en una cosa destinada a ser procesada y reconstruida como un producto, amputándole la inteligencia para que el alma quedara disuelta.

    -Habíamos venido a jugar al ajedrez.

    Es el turno del señor Solanki. Mueve un alfil en diagonal hasta el frontal de la zona de ataque de las piezas de Akira. Es un ataque en toda regla.

    -Sabes que no es así. El ajedrez ha sido el pretexto. Sabes perfectamente el motivo que nos ha reunido hoy aquí. Siempre soy yo el que te llama. Hoy me has llamado tú. Te estás dando cuenta de lo que está ocurriendo y crees que yo lo sé.

    Akira piensa que no hay misterio alguno que se pueda esconder de la mente del señor Solanki. En realidad él lleva muchos días pensando en llamar al señor Solanki para exponerle su preocupación por todo lo que está pasando. Solanki sabe algo. Seguro. Solanki sabe lo que está pasando. Y además no puede quitarse de la cabeza lo que Trent le dijo. Puede que el señor Solanki se esté volviendo loco por todo lo que sabe.

    Akira mueve otro peón.

    -Quería mostrarle este nuevo entorno –dice Akira tratando de mostrar indiferencia ante lo que le acaba de decir su cliente- Su turno.

    El señor Solanki hoy le quiere explicar unas cuantas cosas a Akira. Porque Akira debe saber ciertas cosas. Porque Akira debe empezar a descubrir el principio y el final de las cosas. Porque si no le explica ciertas cosas, puede acabar volviéndose loco. Porque Akira es quien es.

    -Akira, en realidad quieres saber si nos estamos muriendo. Quieres saber qué está ocurriendo, y desde mi punto de vista, has tardado demasiado en hacer la pregunta adecuada. Quizá no quieras oír la respuesta, y por eso no formulas la pregunta, lo que nos lleva al punto inicial. ¿Vas a hacerme la maldita pregunta de una vez?

    El señor Solanki mueve la reina en diagonal. Dos frentes en el ataque.

    Entonces Akira piensa que es inútil mostrar indiferencia ante nada de lo que diga el señor Solanki. ¿Quién es? ¿Por qué está aquí con él? ¿Quién en realidad ha provocado el encuentro? ¿Y por qué es tan agresivo en su juego?

    -Digamos que ha hecho usted un buen preámbulo. ¿Qué está pasando, señor Solanki?

    Por fin ha hecho la pregunta. Una pregunta cuya respuesta le aterroriza, sean como sean los detalles. Una pregunta que en circunstancias normales no habría formulado nunca. Como cuando sabes que vas a recibir una negativa por parte de la chica que te gusta, como cuando sabes que tu jefe no te va a conceder unos días más de vacaciones. Cuando no le gusta la posible respuesta, Akira prefiere no preguntar. Pero ahora es diferente. Se trata de la existencia, de continuar o de no continuar. Se trata de si el gris de afuera está engullendo la realidad. Se trata de si la lluvia va a ser eterna.

    Y entonces cae una gota de agua en el tablero.

    Akira y el señor Solanki se quedan mirando la gota de agua encima de una de las casillas blancas del tablero, la que acababa de dejar libre la reina que el señor Solanki acaba de mover.

    Akira mueve otro peón.

    -No tenemos mucho tiempo, señor, el entorno que he programado tiene ciertas deficiencias hoy, siento…

    -No importa –interrumpe Solanki- un poco de agua no nos va a arruinar la partida. Me habías preguntado qué está pasando. Te lo voy a decir: básicamente, la raza humana como la conoces en este momento está a punto de extinguirse. Pero esa no es la pregunta adecuada.

    Solanki tumba uno de los peones negros son su reina.

    -Eso ya lo sabía –dice Akira entre el desasosiego de haber perdido el peón que pensaba mover y las ganas de demostrar a su cliente que sus sospechas son bien fundadas- No le estaba preguntando eso. Le estaba preguntando por qué está ocurriendo.

    Mueve otro peón. Juego defensivo, el contrincante no da opciones.

    Y las gotas de agua que se filtran por la parte de arriba del escenario empiezan a chocar con cierta frecuencia en el tablero y en el resto de la estancia. El color púrpura está perdiendo intensidad.

    Sin embargo, las piezas del ajedrez mantienen su color perfectamente. Hay ciertas deficiencias, pero al fin y al cabo, Akira es el mejor programador del mundo. Y eso tiene que ver con el señor Solanki.

    -Ya sé que realmente querías saber eso.

    Solanki mueve su otro caballo.

    Akira está desconcertado. Por un lado está prestando atención a la partida, su espíritu altamente competitivo le mueve a la máxima concentración, pero el agua que empieza a caer con fuerza encima de su cabeza le hace recordar que el mundo se desmorona.

    Sin embargo, el otro jugador parece disfrutar con las circunstancias en las que se desarrolla la escena.

    -Señor Solanki, a veces tengo la sensación de que me puede leer el pensamiento, como en los juegos de telepatía.

    Akira decide pasar al ataque y mover uno de sus alfiles.

    El señor Solanki ya sabe su próximo movimiento, pero decide esperar. Y entonces piensa que en cualquier momento Akira puede empezar a intuir el por qué de su extraña relación.

    -Eso no es tan raro, chico, pronto te darás cuenta de que lo que acabas de decir tiene muchísimo sentido. Pero volvamos a la pregunta que me acabas de hacer. ¿Por qué ocurre lo que ocurre?

    Ahora sólo se oye el repicar del agua contra el tablero. Parece que el señor Solanki disfruta con el sonido del agua. Pero Akira ya ha empezado a hacer las preguntas cuyas respuestas le podrían quitar el sueño el resto de su vida, si es que hay un resto de vida que vivir.

    Akira nota cómo el agua de la lluvia, que cae dentro del gran teatro en el que se encuentran él y el señor Solanki, golpea en su cara. Está fría. Hay una razón por la que están hoy sentados frente a frente. La razón por la que están sentados frente a frente es la misma razón por la que Akira y el señor Solanki se conocieron. Solanki maneja todo esto. Es su maldita voluntad.

    Sigue lloviendo.

    Afuera también.

    Por supuesto.

  6. Exégesis nominada a mejor fanzine 2011

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    La revista Exégesis se complace en anunciar su reciente nominación a los premios «Listo de oro 2011» a mejor fanzine. Unos premios que nacieron en 2009 con la intención de, cómo dicen en su página web, «parodiar las entregas de premios gremiales y dar a conocer nuevos webcómics entre nuestros lectores». Se trata, pues, de unos premios valientes que intentan dar a conocer nuevos talentos premiando categorías tan ignotas como mejor autor revelación, mejor webcómic, mejor cómic infantil, etc… y que este año se deciden a través de las votaciones de los lectores a través de facebook. Para todos aquellos que quieran tomar parte de estos premios y quieran votar  la dirección es: http://www.facebook.com/ListosDeOro. ¡Suerte a todos y que gane el mejor!