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  1. Pequeño paso para el hombre

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    Pequepaso

    Que el hombre nunca pisó la luna hoy en día parece una obviedad. Pero también era cierto que la Nasa criaba a sus astronautas de a dos, con una ingeniería genética algo primitiva pero que les permitió sacar pares de astronautas en serie. Cada uno de nosotros tenía su gemelo idéntico y no lo conocía. No lo supe hasta un minuto antes de subir al trasbordador, cuando él mismo vino a saludarme a la habitación especialmente acondicionada a esos efectos. No tengas miedo, me dijo, cuidaré de tu mujer y de tu hijo. Y sin más, ese yo completamente extraño para mí, me abrazó y se lo llevaron por otra puerta para meterlo en una cápsula que arrojarían al mar por diez días. No era un hermano, no era un doble, era un suplente.
    Mientras la gente allá afuera, presa de una vorágine fantástica, gritaba la última cuenta regresiva y los tanques con casi doscientos mil kilos de combustible sólido comienzan a explotar lentamente, voy pensando por última vez en vos. Porque acabo de dejarte sola. Volverá otro yo dentro de una semana o dos, aparentemente confundido por la caminata espacial y te hará el amor como yo jamás podría: con total indiferencia.
    Nunca pude dormir destapado. Aunque hicieran treinta grados de calor, necesitaba que cada centímetro de mi cuerpo estuviese protegido por una sábana. Como si se tratase de una cápsula hermética que no pudiera ser penetrada por fantasmas, malos sueños o pederastas. Mamá me acariciaba la frente sudada y abría la ventana. Yo fingía dormir, pero miraba a escondidas estas mismas estrellas que ahora veo igual de distantes.
    Mis pies nadan en el vacío. Mi traje de más de ciento treinta kilos no pesa, y nadie vendrá a secar mi frente sudada y mis piernas meadas. Pero qué hermoso el sol que veo a través de la lámina de oro y ese punto rojo que debe ser Marte. Qué hermosa la Tierra desde acá. La luna, escalofriantemente cercana. Mis memorias dirán que puse mi huella sobre ella y jugué al golf. Quedará talco en mis botas y sacudiré mis manos llenas de arenilla blanca. Qué hermosa desde acá. Y vos, la cara vaciada, los ojos morados de llorar como sabiendo que no ibas a verme nunca más. No le creerás al impostor que se meterá en tu cama a escribir mis memorias sobre tu piel adúltera inocente, y lo besarás como si fuera yo, como si hubieses creído que fui al cielo y volví, más sabio, más alto, más joven que el resto de la Humanidad.
    Tras desprenderse los tubos de combustible, la nave quedó suspendida antes de tomar nuevo impulso. Pero en ese brevísimo lapsus, me vi a mí mismo nuevamente. No al hombre serio y saludable que vino a despedirse hace unos minutos, sino a mí mismo de niño. Con una linterna en la mano y la almohada que rodeaba mi cabeza libre de piojos. Estoy debajo de la sábana una noche de calor y tormenta, y a través de la tela delgada la luz de la linterna alumbra los bordes reconocibles del placar, de la ventana, de mi caballo de madera. Estoy viajando también a lo desconocido cuando una forma pesada parece apoyarse a mi lado, su peso me es familiar, también su respiración pausada. Sudo porque hace calor y la sábana es una bolsa de tejidos húmedos que comparto con mi copiloto invisible. Su presencia me cautiva y no me siento amenazado, pero estoy aterrado.
    Qué hermosa la tierra desde acá. No dejo de mirarla por evitar que se pierda mi vista en lo negro, en el vacío real, en el espacio infinito que es un sarcófago sin tapa. Al mirar la tierra vuelvo a sentir esa presencia a mi lado. Floto en el aire y siento su respiración hincharse y deshincharse sobre mi espalda.
    –No te vayas –. La luz de la linterna amarillea. Parece que no queda mucho. Pero no quiero bajar la sábana y descubrir que no hay nadie ahí. Prefiero el abrigo del casco y soñar que el que vuelve soy yo. Prefiero su tacto pesado en mi hombro y pensar que está volando a mi lado y me señala constelaciones y soles cercanos.
    Mi nave a la deriva. En unos días, los rescatadores extraerán del océano la cápsula en la que estuvo esperando el otro. Mientras yo, que reparé el satélite o la base espacial; yo que saludé a las cámaras por última vez, pataleo cada vez más lentamente en el aire sin aire.
    Espero caer dormido antes de que se apague la luz de la linterna. Que mi respiración termine de repente mientras todavía siento su calor acá al costado

  2. La lupa

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    la_lupa

    —Hoy, desde esta ciudad ambulante, hemos forjado una nueva gesta que nos permitirá avanzar un paso más en la adecuación de este nuevo mundo a las necesidades humanas.
    El gobernador de Antares repasó en el interior de su mente un elaborado discurso. Algo inquieto ante la posibilidad de perder el hilo de sus argumentos, se llevó a los labios el vaso de agua más cercano como excusa para justificar la súbita interrupción.
    —Gracias a la tecnología de GEOCOM, proyectos faraónicos que en el pasado requerían del concurso de varias generaciones podrán ejecutarse en un lapso de tiempo razonable, acorde con la duración de una vida humana. De este modo, conseguiremos que los costes y beneficios de esos proyectos sean introducidos en un mercado de valores sometido a pujantes redefiniciones. Pero, ¿quién mejor que el presidente de GEOCOM para ilustrarnos sobre la realidad de este macro-proyecto?
    Un individuo bajito, de amplia sonrisa, respondió a la invitación del gobernador con un ligero ademán de cortesía incorporado a una inclinación de cabeza.
    —Gobernador London. Un saludo a todos los accionistas e inversores. Este proyecto es el inicio de un plan de modificaciones a escala planetaria. Con una sabia aplicación de nuestra tecnología…
    Una agitación repentina se adueñó de un público compuesto por unas doscientas personas. Murmullos de conversaciones a media voz se difundieron entre los asistentes al acto. La gente se levantó por parejas, por grupos, pronto los asientos quedaron vacíos.
    El gobernador llamó a un intendente, de entre los muchos que le rodeaban.
    —Ve a ver lo que está ocurriendo.
    London obsequió con una sonrisa embarazosa al presidente de GEOCOM y a los principales inversores, todos ellos sentados frente a la misma mesa, tras unas sillas impregnadas por el abandono y el desorden.
    —¡Son caminantes del erial! ¡Los hay a miles! ¡Están en la planicie, tras la ciudad! —vociferó el intendente nada más llegar.
    —Sosiéguese, muchacho –ordenó el gobernador, en un vano intento por conjurar la conmoción que, a buen seguro, se estaba ya esparciendo por la población.
    —Señores, vayamos a ver qué es lo que pasa.
    El gobernador, seguido de sus invitados, avanzó por entre las sillas. Con paso firme, esquivó unas y apartó otras devorado por la impaciencia. Haciéndose un hueco entre el gentío, se asomó a la terraza que rodeaba los anexos principales del ingenio-ciudad.
    Cientos, miles, una masa compacta de caminantes del erial permanecía inmóvil en la planicie reseca, expuestos al polvo y al calor. Otros muchos se les unían desde los flancos de las colinas cercanas.
    —¿Qué hacen?
    —¿De dónde han salido?
    —¿Qué es lo que buscan?
    Fueron algunos de los interrogantes captados por London, entre el griterío entusiasta de la multitud.
    Desde su estratégico oteadero, el gobernador pudo ver como algunas personas se apeaban de la ciudad para ir al encuentro de los animales. El uso de manos y cámaras fotográficas colmó la curiosidad de la audaz comitiva. Tras aquella primera incursión, la totalidad del público que abandonara la conferencia se sumergió en el interior de una marea de seres altos, desgarbados y de aspecto inofensivo, con la intención de tocarles o de posar junto a ellos.

    —Tienes que detener el proyecto.
    London levantó los ojos de la representación holográfica que se escenificaba bajo sus pies. Un modelo virtual de la planicie de Icaria (el lugar de reunión de los caminantes) y de la ciudad que se desplazaba sobre ella. Un viejo conocido se había colado en su despacho.
    —¿Por qué habría de hacerlo?
    —¿Qué por qué habrías de hacerlo?
    —Sí, ¿por qué he de hacerlo? Vana y repetitiva pregunta ya que, imagino, tendrás el placer de exponerme tus razones con todo tipo de detalles.
    London relajó su semblante y se acomodó en un sofá, dispuesto a aguantar una más que predecible diatriba surgida del acaloramiento de su amigo.
    —¿Quieres beber algo?
    El intruso denegó el ofrecimiento con un gesto a mano alzada.
    —Esas criaturas morirán –sentenció el recién llegado.
    —Con toda probabilidad.
    —¡¿Es todo lo que se te ocurre?!, ¡¿esa es toda tu declaración de intenciones?! ¿Vienes a decirme que tu postura será la de no mover un dedo? Al menos podrías utilizar la demagogia de todo buen politicastro que se precie: No te preocupes Michel, la situación está controlada. En este preciso instante estoy ocupado en un proceso que permitirá un análisis coyuntural que bla, bla, bla…
    Michel se sentó en el otro extremo del despacho, abrumado y abatido.
    —Acabamos de llegar a este planeta y ya estamos exterminando especies. Somos una plaga. No hay redención posible para nosotros –continuó con su prédica.
    —Morirán muchos ejemplares, pero la especie se recuperará.
    —Eso no me consuela. ¿Sabías que el índice de encefalización de los caminantes es tan alto como el nuestro?
    —¿Y eso qué coño es? –quiso saber London.
    —La relación existente entre el peso corporal de una especie determinada y el tamaño de su cerebro. Con menor peso corporal y mayor peso cerebral, se evalúa un nivel de inteligencia en alza.
    —¿Y cuál ha sido la especie utilizada para establecer esos valores?
    —La nuestra, debido a que…
    —Me lo figuraba. Este tipo de… catalogaciones del mundo natural no son más que otra vuelta de tuerca de nuestro secular antropocentrismo. ¿Acaso no te das cuenta?
    Michel quiso apuntalar su postura en defensa de la teoría de la encefalización, pero London contraatacó con energía:
    —No está en absoluto demostrado que los caminantes del erial sean criaturas inteligentes. La sensiblería que nos mueve hacia ellos es producto de la impresión que despierta en nosotros su caminar bípedo, un deambular que nos recuerda los movimientos de un ser humano. Aunque a mí más bien me parecen pingüinos. Unos sobrealimentados y grotescos pájaros bobos.
    —Son formas de vida propias de Antares. Merecen nuestro respeto.
    —Mírate bien, Michel. Los dos llegamos en la primera expedición. Yo ocupo el puesto de gobernador, dirijo y planifico el progreso de Antares; por contraposición, tú aún continúas estancado en tu puesto de zoólogo de la expedición. Una expedición que ya terminó hace tiempo. Métetelo en la cabeza, el “descubrimiento” ya ha concluido, ahora el trabajo consiste en “domesticar”.
    Michel lanzó un bufido.
    —Estás hecho todo un tecnócrata.
    —Te estoy hablando en serio, Michel. Deja de tragar polvo y de sufrir los rigores de la intemperie, de exponerte a radiaciones malsanas. Puedo conseguirte un puesto aquí, conmigo.
    —¿Tratas de sobornarme?
    Un arrebol de ira cubrió el rostro de London.
    —¡¿Por qué tienes que hacer las cosas tan difíciles?! ¡Sólo trato de ayudarte!
    —No necesito tu ayuda, pero ellos puede que sí la necesiten, van a sucumbir a miles si no lo remedias.
    —¡Salvad las ballenas!, ¡mi madre no tiene piel porque la zorra de la tuya se ha vestido con ella!, ¡no pisoteéis el césped!
    El gobernador se detuvo para respirar hondo.
    —Las inversiones son imparables. GEOCOM está poniendo en marcha una tecnología que cambiará la faz de este mundo, y la de otros muchos –prosiguió relajado, dando por finalizada la discusión.
    —¡Muy bien!, ¡la responsabilidad de miles de muertes recaerá sobre ti! ¡Llevaré este exterminio ante los tribunales, allá en la Tierra! ¡Haré que te procesen!
    —La metrópolis tiene bastante con sus problemas, como para preocuparse por unos patéticos seres pingüiformes.
    Michel abandonó el despacho. El portazo de su despedida perduraría durante unos días en los oídos de London.
    El gobernador se levantó del sofá y se dirigió hacia una mesa de trabajo. Pulsó una tecla y varias pantallas, empotradas en la pared ubicada tras el mueble donde tomara asiento el biólogo, se activaron con un reflejo ambarino.   En cada una de ellas se repetía la misma imagen. Miles de caminantes del erial, inmóviles en la planicie, soportaban con estoicismo las fluctuaciones de temperatura que se sucedían entre el día tórrido y la noche glacial, impertérritos a las ráfagas de polvo y roca cuarteada con que el viento barría la llanura de Icaria.
    Ante las imágenes, London no pudo menos que formularse las mismas preguntas que el gentío de la terraza, en aquel primer día de aparición de los caminantes:
    —¿Qué hacen?
    —¿De dónde han salido?
    —¿Qué es lo que buscan?
    Hemos esperado pacientes la llegada de la Luz, el retorno de una manifestación cósmica que enlaza nuestras mentes y nos permite ser uno. Los más sensibles de entre nosotros hace días que detectaron el advenimiento, e iniciaron el éxodo que nos arrastró a todos hacia la planicie.
    Ignoramos la naturaleza del rayo de luz. Una banda de energía que aparece tras cada cambio de polaridad del mundo. El Sur pasa a ser el referente del Norte y el Norte al añorado Sur. Un gran acontecimiento, una gran anunciación, del cual la magnetita de nuestros cerebros nos informa.
    Cuando la Luz llega, las montañas se encienden, la tierra se agita y arde con una nueva luminiscencia. En mitad de toda esta vorágine, el prodigio, la banda de energía, serpentea sobre el horizonte para inundarnos con sus luces iridiscentes. Todas las tonalidades posibles del color parpadean en nuestras mentes, alzándonos por encima de nuestros cuerpos, permitiéndonos ser uno.
    Ninguno de nosotros puede quedar fuera de la trayectoria de la Luz. Si tal cosa aconteciese, sería el fin para el pobre desdichado. Sufriría la vuelta a la oscuridad del inicio, cuando estábamos separados, aislados en el receptáculo del cuerpo.
    La soledad enloquece, el individuo como unidad autónoma es quimérico. No debemos convertirnos en esos seres extraños de extrañas creaciones que pululan por nuestro mundo. Ellos no conocen el sueño compartido, viven fragmentados en una realidad ilusoria. Imposibilitados de elevar su inteligencia por encima de la brutalidad de un “yo”, ocupado en la resolución de instintos elementales.
    La Luz nos libera, nos unifica, la esperamos inmóviles en la planicie yerma. Queremos renovarnos en el “nosotros” una vez más. Para poder ser, para poder sentir.

    Michel y cuatro guardas del Departamento para la Preservación de la Vida Silvestre apoyaron sus espaldas en una de las diez ruedas, de agigantadas proporciones, del tractor que habían conducido hasta allí. Exhaustos y desalentados contemplaron el mar de caminantes que se extendía hasta la lejanía, por toda la planicie de Icaria.
    —¿No es ese el grupo que trasladamos ayer?
    Verónica, la chica del equipo, señaló una mancha confusa que descendía al llano desde las colinas del lado opuesto de la planicie, al tiempo que ofrecía los prismáticos a Michel.
    —En efecto, llevan los collarines azules.
    —¿Cómo diablos lo hacen para trasladarse con tanta rapidez? —quiso saber Carlos, con una pregunta que era más protesta que interrogante.
    Michel recordó su pasado en la Tierra, cuando en una ocasión colaboró en retornar al mar a una manada de calderones varados en una playa de Nueva Zelanda. Los animales, angustiados, regresaban una y otra vez ante la impotencia de los rescatadores. Había que remolcarlos al unísono porque su alto sentido de la solidaridad les hacía volver hacia los que aún se encontraban en la playa, pidiendo ayuda con el rítmico sollozo del que se componen esas inquietantes melodías propias de las ballenas. El regreso hacia la playa, en busca de sus implorantes compañeros, les condenaba a varar de nuevo. No había bastantes voluntarios como para desembarrancarlos a todos de una vez, y la operación fue un desastre. Al día siguiente, extenuados, ateridos y en el límite de una hipotermia, la playa amaneció con los cadáveres en revoltijo de unos cincuenta cetáceos y una treintena de naturalistas desorientados y entristecidos.
    Pero aquello era diferente, allí no había ningún ejemplar que se encontrase “varado”. Por tanto, el multitudinario encuentro no era producto de un accidente. Con toda probabilidad, se debía a un plan diseñado por genes dedicados a la labor de configurar una estrategia instintiva, cuya naturaleza no alcanzaba a comprender. Aunque tal vez, el comportamiento de los caminantes fuera consecuencia de un acto cultural que aún entendía menos.
    —Son como polillas, incapaces de detener su revoloteo en torno de una vela, aún a sabiendas del riesgo a chamuscarse –ejemplarizó alguien.
    Los zoólogos guardaron silencio. La comparación había sido más que procedente. Aquella misma tarde iba a ser activado el cristal orbital de GEOCOM, una lupa enorme de quinientos kilómetros de circunferencia, armada con una lente de un grosor de cincuenta metros. Situada en una órbita baja, la lente generaría una temperatura comparable al calor desprendido por una llamarada solar.
    Dirigido sobre la superficie de Antares, el cristal orbital abriría un canal de sesenta kilómetros de amplitud. Una zanja de paredes rectilíneas, vitrificadas por los miles de grados de temperatura generados por la volatilización de los materiales combustionados por la lupa en su acción excavadora. El canal uniría los dos océanos de Antares, el Borealis y el Austral, en un recorrido de siete mil kilómetros.
    Los cinco naturalistas, con sus espaldas apoyadas en la rueda, observaron con aprehensión, una vez más, la inmóvil terquedad de los caminantes del erial. Como únicas criaturas conscientes del drama que se avecinaba, lloraron por ellos. Carlos rompió el silencio opresivo y lastimoso, como de funeral, que pesaba sobre el grupo.
    —Un profesor de Thalus ha descubierto unos microorganismos que reaccionan ante una fuente de radiación geológica, agrupándose en torno a ella. Cree que la energía generada por la radiación refuerza los enlaces electro-químicos de los microorganismos, permitiéndoles funcionar como una asociación simbiótica rudimentaria. Una especie de suplencia de las aptitudes propias de una criatura pluricelular. Quizá los caminantes se reúnen aquí para eso, para captar algún tipo de energía que han confundido con el rayo que generará el cristal.
    —Tú lo has dicho, Carlos: “generará”. El cristal de GEOCOM aún no ha sido activado; por tanto, estas criaturas no pueden haberlo detectado. Aunque pronto podrán hacerlo –objetó Verónica.
    —De todas las teorías posibles para dar explicación a un acontecimiento determinado, hay que desechar las más rocambolescas. Al final, el razonamiento más sencillo es el que da en el clavo. La interpretación más verosímil, quizá sea la posibilidad de que los caminantes se hayan reunido aquí por algún tipo de vicisitud relacionado con la reproducción. Hay ejemplos de infinidad de especies que acuden en enjambre al mismo lugar, con el objetivo de perpetuarse. Los caminantes del erial han tenido la mala fortuna de que ese lugar coincida con el trazado de las obras del canal de GEOCOM.
    La teoría de Michel logró imponerse sobre la explicación de Carlos. No en vano, el primero era considerado una autoridad destacada en la fauna de Antares, una leyenda viva que había participado en la primera expedición.
    Un rayo perforó las nubes más allá de la curvatura del horizonte, recortada sobre la planicie de Icaria. Un fulgor mortecino brotaba como un halo del lugar del impacto.
    —Son los vapores y el humo de la combustión –comentó Carlos.
    —¿Puede alguien contarme para qué necesita un canal navegable una civilización que se desplaza a la velocidad de la luz? –preguntó el mismo naturalista que ejemplarizara con la polilla y la vela.
    —Disfrutamos de largas vidas, el tiempo ha sido despojado, en parte, de esa constante productiva, de ese rentabilizar los minutos y las horas. Antares se convertirá en un punto de ocio y la navegación recreativa en uno de sus mejores reclamos.
    Michel recordaba la propuesta de London a un grupo de inversores, y se sorprendió a sí mismo oyendo de sus propios labios la fracesita del gobernador.
    En persecución constante de la ciudad móvil, el rayo lumínico recorrería unos cuarenta kilómetros diarios. Una velocidad condicionada por la dureza de los materiales que encontrara a su paso. La ciudad, un ingenio tecnológico de vidrio y metal, seguía allí, en el otro extremo de la planicie, con su lento avance conseguido mediante el uso de un cojín de aire multiprensado. Y a cada paso del complejo urbano, a ritmo de guardia prusiano, una nueva remesa de caminantes ocupaba el espacio libre, ignorantes del mortífero rayo de luz y de un trazador-guía, compuesto por la ciudad misma, construido para conducir la devastación de la lupa merced a un rastro electromagnético que interfería en la magnetita acoplada a los cerebros unificados de los caminantes del erial.
    Los naturalistas subieron al tractor dispuestos a alejarse de allí. Antes de acceder al transporte, Verónica dedicó un último vistazo a la planicie de Icaria. Los caminantes habían cambiado de posición, clavaban todos ellos sus ojos vacuos, como de cordero ofrendado, en el haz de luz proyectado por el cristal orbital. Entonces, de súbito, sin una previa sonoridad de aviso, miles de gargantas entonaron una canción, cuyas notas habrían de permanecer en los oídos de la chica y de sus cuatro compañeros para el resto de sus días.

  3. Colapso – Capítulo 15

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    15 – MIYAKO Y AKIRA

    colapso15

    Miyako está pensando en dar un paseo por el parque. En aprovechar un día soleado y tranquilo para disfrutar del tiempo libre junto a Akira, tumbarse en la hierba, observar el cielo, las nubes, los pájaros, perder el tiempo, hacer planes, dejarse llevar por la ilusión de ir cumpliendo poco a poco las metas que se ha ido poniendo en el transcurso de su vida.
    ¿Qué planes?
    Porque no hay parque, no se puede pasear porque todo está anegado, el sol no sale desde hace semanas, no hay pájaros, no hay nubes, o al menos, no las nubes que a ella le gustaba observar.
    Y tampoco está Akira.
    Miyako está sola en su apartamento. Su minúsculo apartamento. Una habitación, un baño y una pequeña sala de estar con ventana con vistas al otro lado de la calle. Su minúsculo y ahora oscuro apartamento. El precio de vivir en el centro de la ciudad. Y tuvo suerte. Pudo adquirir el apartamento antes de que los precios se dispararan. Miyako siempre se ha preguntado el por qué de la escalada de precios de la vivienda. La población no crece. Hay las mismas personas que había al principio de todo. Dicen que es el flujo de habitantes de las afueras al centro. Dicen que es el negocio de la inversión inmobiliaria. Pero la realidad es que el número de habitantes es el mismo cada año.
    La inundación de esta noche le impide poder salir a la calle, porque el agua llega hasta el tercer piso del edificio. Ha intentado localizar a Akira pero ha sido imposible. Las comunicaciones están inutilizadas. Se habla de que ha habido muertos, aunque son tan sólo suposiciones, ya que no puede haber muertos.
    -Somos inmortales –se dice a sí misma. La forma en la que se habla a sí misma es la forma en la que alguien pronuncia unas palabras en voz alta con el fin de verificar el nivel de reverberación de una estancia, o la forma en la que alguien habla para comprobar si hay alguien más.
    Tan sólo malas noticias.
    La empresa ha cesado la actividad. No tiene que ir a trabajar porque la empresa sencillamente ya no existe. Al parecer todo era demasiado frágil, tan frágil que tan solo ha hecho falta un problema de liquidez para que prácticamente todas las empresas de servicios de realidad hayan ido a la bancarrota, incluida la empresa para la que ella trabaja, una de las principales ramificaciones de ARK.
    -Éramos inmortales –vuelve a decirse a sí misma.
    Esta vez, la forma en la que Miyako se habla a sí misma es la forma en la que alguien habla en voz alta cuando ya sabe qué reverberación hay en una estancia o la forma en la que alguien habla cuando se está seguro de que no hay nadie más y por lo tanto no hay nadie que pueda escuchar.
    Asomada por la ventana, Miyako puede observar cómo hay gente que puede transitar por la ciudad mediante embarcaciones, algunas de ellas construidas con objetos que parecen haber estado guardados en algún trastero durante períodos de tiempo tan largos, que las palabras para designarlos han desaparecido del lenguaje hace décadas.
    Pero hay una embarcación que se acerca, que no pertenece a esa clase de embarcaciones, sino que se trata de un barco de verdad. Y puede divisar cómo en la proa hay alguien con el cabello de un color que le indica que sólo puede ser una persona.
    Akira está en el barco.
    Puede apreciar que lleva puesta una mascarilla en la boca, una de esas mascarillas que se ponían los médicos en un quirófano de operaciones quirúrgicas. ¿De dónde ha sacado un objeto que en este mundo no existe?
    Akira es un hombre de recursos. A veces piensa que Akira es una especie de mago, capaz en cualquier momento de sacar un conejo de la chistera, o desaparecer de repente, o aparecer en un barco con una mascarilla puesta en la boca.
    Los poderes de Akira.
    -¿Has notado alguna cosa en tu piel? –dice Akira cuando todavía está a varios metros de la ventana a través de la que Miyako está asomada.
    Miyako dice que no con la cabeza.
    -La contaminación del aire se adhiere a la piel.
    Akira ha tardado demasiado tiempo en encontrar a Miyako y teme que lo que él ya sabe que es una enfermedad haya afectado a su novia.
    -Mirate bien, quítate la ropa –ahora Akira ya está dentro del apartamento, acaba de entrar saltando a través de la ventana. Sin esperar respuesta, le quita el jersey que Miyako lleva puesto, quedando su torso de piel extremadamente blanca desnudo.
    Akira señala con el dedo a la parte del torso en el que acaba el cuello de Miyako, que todavía se siente algo aturdida y en cierto modo avegonzada por estar enseñando su cuerpo en un momento que no es de intimidad sensual.
    -Mírate al espejo.
    Hay un solo espejo en la habitación, detrás de ellos. Miyako da media vuelta y se acerca con pasos pequeños. La forma en la que Miyako se acerca al espejo es la forma en la que la protagonista femenina de una ficción de terror no participativa se acerca a una puerta detrás de la cual hay unas escaleras que conducen a un sótano, en el que casi con toda seguridad le espera algún ser sobrenatural que no tiene buenas intenciones para con el género humano.
    Miyako observa una diminuta mancha de color negro en el punto en el que acaba su cuello y empieza su pecho, lo que se conoce como esternón. Frota la mancha con sus dedos como si fuera suciedad que se pudiera limpiar.
    Pero no se puede limpiar.
    Miyako, sin embargo sí que sabe identificar lo que tiene adherido a su piel.
    -También está suspendido en el aire. Lo estamos respirando, así que también debe estar por dentro.
    Akira se quita la mascarilla y extiende su mano para dársela a Miyako.
    -Ponte esto, quizá se pueda curar. De momento es todo lo que puedo hacer.
    Miyako sabe que existe la palabra ‘curar’ y la entiende, pero también sabe que no se puede curar nada porque nadie se pone enfermo.
    -¿Seguimos siendo inmortales?
    Akira observa cómo su novia se coloca la mascarilla y él se saca otra del bolsillo.
    -Probablemente, no.
    Miyako piensa que hasta hace unos días, la vida había sido una especie de juego. Un juego que algunos compraron. Jugar a ser inmortal, jugar a vivir sin preocupaciones, jugar en un mundo prefabricado al gusto del consumidor, un bucle de diversión y autocomplacencia. Un juego que a otros se les otorgó a cambio de horas de trabajo y de la obligación de depositar el sueldo en un sistema de pensiones con garantías de ahorro y rentabilidad, pero que en realidad nunca se llega a disfrutar. Ese es el otro juego de este mundo. Un juego en el que tan sólo unos pocos juegan. O mejor dicho, tan sólo unos pocos han jugado. El juego se ha acabado. No va más.
    Todo eso ahora se derrumba. Como si alguien hubiera colocado explosivos en los cimientos del sistema y ahora tan sólo quedara esperar la detonación.
    La sensación que tiene ahora Miyako es la sensación de indefensión de una niña en medio de un tiroteo, la sensación de que en cualquier momento le puede alcanzar una bala y que todo se puede acabar en una centésima de segundo.
    -¿Cuál es el siguiente paso?
    -Abrir bien los ojos e intentar evitar el contacto con el aire.
    -Eso es imposible –dice Miyako.
    -Eso retrasará el proceso. Me imagino. Estoy buscando una solución, pero me está costando.
    Los poderes de Akira.
    Miyako no acaba de asimilar que podría tener una enfermedad y que podría no tener cura.
    Todo se derrumba. Alguien va a activar la detonación de un momento a otro.
    -¿Qué es lo que me está ocurriendo, Akira?
    A Akira, de todas formas, nunca se le ha dado muy bien dar malas noticias, siempre intenta suavizar el tono y las palabras para no ofender ni hacer que nadie se sienta mal, aunque eso distorsione la realidad.
    -Es algo para lo que no creo que exista una palabra que lo pueda designar. Y se está extendiendo rápidamente. Nos tenemos que ir. Ponte ropa que cubra todo tu cuerpo.
    Miyako entra en la habitación y en unos segundos se ha vestido con ropa totalmente diferente, pantalones largos, botas altas y un jersey de manga larga que tapa totalmente su cuello. Todo de color negro. También ha cogido una gorra de color negro que lleva en su mano.
    Akira coge la gorra de su mano y la tira al suelo.
    -Parece ser que en el pelo no se puede pegar, así que no hace falta que te pongas nada en la cabeza.
    Akira coge de la mano a Miyako y ambos saltan a la borda del barco, que vuelve a estar mojada por la lluvia que empieza a caer de nuevo sobre la ciudad.
    Akira pone en marcha el motor del barco. Con un pequeño movimiento del timón, hace girar la proa para dirigirse a través del canal, que antes había sido una calle, fuera de la ciudad.

  4. La baulera de Allmanzor: Juez Dredd (1977)

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    Juez, jurado y verdugo. Si hablamos de cómic, estas tres palabras (que conforman una unidad inconcebible en el mundo real) nos indican que no nos referimos a otra cosa más que a una gran y longeva saga ambientada en cierta mega-ciudad de la costa Este de lo que antes fueron los Estados Unidos de América. Una obra salvaje, violenta, adornada con un gran y negro sentido del humor y que siempre se ha mantenido restringida a cortos capítulos individuales. Si violas la ley, has de saber que muy probablemente tendrás que vértelas con:

    Juez Dredd. 1977.

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    -“Yo soy la ley.”-

    Siglo XXII. Tras doscientos años de deterioro continuo, guerras convencionales y nucleares y destrucción de los tradicionales modelos políticos y sociales, la Humanidad vive confinada en unas pocas mega-ciudades que aglutinan a cientos de millones de personas. Las condiciones de vida poco han cambiado. Siguen estando los de arriba y los de abajo. Los niveles de criminalidad saturan el sistema, y sólo una acción punitiva, rápida y concisa puede aportar algo de estabilidad en la decadencia general. Los jueces reúnen en un solo individuo los poderes de policía, jurado y verdugo. Cualquier quebranto de la ley será perseguido, juzgado y condenado de forma inmediata e inapelable. Y el Juez más implacable, duro y eficiente es Dredd.

    Creado en 1977 por el guionista John Wagner y el dibujante Carlos Ezquerra, Juez Dredd apareció en la célebre revista 2000 A.D. Su aspecto rudo y sus procedimientos expeditivos pronto calaron entre los lectores, siendo considerada su primera aparición incluso demasiado violenta para la época (hablando de cómics). Una de las características que pronto definieron a Dredd es el hecho de que nunca se quita el casco. Sólo su mandíbula y boca nos dan un indicio de que hay un hombre bajo esa ruda eficiencia, aunque sus austeras reacciones más nos recordarán a una máquina de impartir justicia que a un verdadero ser humano.

    Operando en la gigantesca Megacity 1, los episodios de Dredd siguen una pauta detectivesca, en la que la perpetración de un delito viene seguida inmediatamente después por una investigación, juicio y condena o, si se da el caso, ejecución. Con Dredd no hay lugar para los tratos o el perdón. Su ideal de justicia a rajatabla es inamovible y muchos delincuentes se rinden (salvo trágicas excepciones) sin lucha si saben que es Dredd quien les persigue. Su propio creador, John Wagner, refería hace poco una perfecta definición del personaje: “Dredd no es un héroe. Es alguien que a veces actúa de una manera en que sí puede parecerlo, ¡pero otras darás gracias al cielo de que en realidad no exista!”.

    El cómic de Dredd ha tenido muchos dibujantes a su servicio. Tal vez merezca mención especial el autor Simon Bisley, quien dotó al cómic de una brutalidad visual aun mayor, y cuya serie de capítulos basados en historias del mundo del rock aparecían periódicamente en una conocida revista musical especializada a principios de los años 90, siendo luego recopiladas en el excelente tomo Megacity blues.

    judge_AndersonEs también digna de mención la obra “Batman Vs Judge Dredd: juicio sobre Gotham”, ilustrada nuevamente (y magníficamente) por Bisley y en la que nuestro querido juez sufre un viaje interdimensional que le conduce al universo del hombre murciélago, con resultados inesperados y geniales (humorísticos incluso), producto del encuentro de los dos justicieros.

    Otros personajes que acompañan a nuestro brutal héroe son la Juez Anderson, una hermosa mutante con poderes mentales y que cuenta con su propia serie, o el villano Juez Muerte, procedente de una dimensión paralela. Aunque el malo por excelencia de la saga es el enorme “Mean machine” o Malamáquina, ser con un odio especial y un curioso selector de agresividad en la frente, que puede ser ajustado a voluntad y que constituye una buena muestra de ese humor irreverente y original de la que esta obra siempre ha hecho gala.

    Aparte de las muchas versiones en cómic, será muy conocida por todos la película protagonizada en 1995 por Silvestre Stallone, un producto que, como suele ocurrir con Hollywood, intentó tomar elementos representativos de la saga para mezclarlos con ideas propias de los grandes estudios. El resultado es una versión Light, con muy poca de la decadencia y brutalidad del original. Además, detalles como el ver el rostro de Dredd a los pocos minutos y un vestuario constituido por pulcros uniformes ¡con hombreras de plástico amarillo!, flaco favor hicieron a su calidad.

    2012 marcó el regreso de Dredd a la pantalla grande, de la mano de una producción Inglesa de bajo presupuesto, pero que a pesar de la simplicidad de su historia, conecta mucho mejor con el espíritu del cómic. Incluso aunque el vestuario no sea del todo acertado, el ambiente tosco y sucio que lo impregna todo le hace ganar muchos más puntos con respecto a su hermana de 1995.

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    Sin duda Dredd es un personaje difícil. Un antihéroe capaz de salvar la vida a unos ancianos conductores para, inmediatamente después, exigirles que circulen o serán arrestados por bloquear la calle. Un personaje representativo de un estado cuasi-totalitario en el que el crimen tiene secuestradas todas las decisiones sociales. Alguien capaz de acribillar al mismísimo Papá Noel por sobrevolar Megacity 1 sin autorización, al son de “Creí haberte advertido el año pasado…”. Quizá estos factores hacen que aún no haya encontrado su perfecto reflejo en las pantallas de cine, aunque el potencial está ahí, y los dos intentos llevados a cabo hasta ahora así lo demuestran. La cultura popular también ha dado otras muestras de su gusto por este personaje, inspirando incluso canciones como “I am the law” del grupo de Thrash metal Ánthrax, en 1986.

    Dredd seguirá siendo un Ser sombrío. Una máquina justiciera con la ley de su parte y que tras 36 años en las viñetas, sigue con una vigencia más que formidable. Una imagen montada en una poderosa motocicleta que ha inspirado la creación de infinidad de otros héroes y no tan héroes. Un universo recomendable para quien guste de situaciones duras, pero adornadas con fino humor. Y recuerden que, si Dredd los persigue, siempre pueden tirarse por una ventana. Puede que se maten, pero al menos es legal.