Author Archives: Alex

  1. Vasto y profundo

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    En Hyss IV no se puede ver nada.
    —¡Ey!, ¿dónde demonios están?
    En Hyss IV hay niebla noche y día.
    —¡Por todos los diablos, Jenn, Klass, sigan mi voz! ¡Estoy cerca!
    —¡El tipo nos tendió una trampa! ¡Nos condujo a este maldito agujero para matarnos como a ratas!
    —¡Suficiente! ¡Somos tres, y el sujeto es sólo un patético tullido! ¡Puede darse por muerto! ¡Cierren la boca, y no bajen la guardia!
    En Hyss IV la condensación de vapores subterráneos torna la atmósfera pesada, al tiempo que la satura con una capa de impenetrable miasma viscosa.
    —¿Qué hora es, Klass?
    —¿Te crees gracioso, imbécil?
    —¡Cállense! ¿Hay señales de ese maldito?
    En Hyss IV las emanaciones de vapor son, sin embargo, irregulares: de vez en cuando una brecha se abre en el tamiz viscoso, como una boca o una herida o una respiración, y algo pugna por salir de ella…
    —¿Qué diablos fue eso? ¿Klass? ¿Jenn…?
    En Hyss IV se ha abierto una hendija, y algo se mueve en su interior con intenciones de asomarse: es un latido, es una ráfaga, es el gélido frenesí de un destello punzante…
    —¿Cuál es su posición? ¡Ey, Klass!
    — …
    —¿Eres tú, Jenn?
    — …
    —¡Oigan! ¿Son ustedes? ¿Qué diablos esp…?
    En Hyss IV se ha abierto una hendija, y por ella han surgido el gélido frenesí de un destello punzante —que una mano reintegra a su vaina—, una ráfaga —que la niebla eficiente pronto sutura— y un latido —un hombre uniformado con la extinta divisa del ejército terrestre que mantiene asidas por los cabellos dos cabezas pulcramente cercenadas.
    —Klass y Jenn —anuncia el hombre—. ¿Qué tienes tú, Taco?
    En Hyss IV se extiende una mano hibriónica.
    —Rother —dice la mano, y vuelve a desaparecer, junto a su trofeo de mechas ensangrentadas.
    En Hyss IV empieza a cerrarse la brecha: todo se trueca, poco a poco, en tamiz de inexpugnable densidad vaporosa.
    —¿Cuánto nos pagarán por estos pellejos? —pregunta la prótesis artificial, mano autosuficiente del hombre.
    —Una buena suma, Taco —contesta el hombre.
    En Hyss IV se ha cerrado la brecha.
    —¿Podemos irnos ya de esta apestosa roca? —La mano robótica mueve los dedos con irritación.
    —Sí —responde el hombre, mientras introduce las cabezas en una funda de sellado hermético—, ya podemos.
    En Hyss IV se ha cerrado la brecha, ha caído como un telón, y tras ella se apagan los pasos y las voces.
    —¡Ya era hora! ¡Me estaba oxidando, jefe!
    A continuación, vasto y profundo, cunde el silencio.

  2. Colapso – Capítulo 12

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    12 – EL SEÑOR SOLANKI Y EL CONSEJO DE ADMINISTRACION

     

    Un relámpago.

    Y luego el sonido del trueno.

    El Volcado fue perfecto.

    Aunque el sonido del trueno es sordo como si pasara a través de un tubo dirigido directamente a los oídos de los miembros del Consejo de Administración de ARK.

    Lo que se dispone a decir el señor Solanki es lo que se supone que deberían haber deducido en el Consejo de Administración de ARK hace tres años. Las conclusiones de todo el asunto. El fin.

    -Señores, antes de que la lluvia nos alcance, lo cual me temo que es algo inevitable, intentaré explicar lo más brevemente posible las consecuencias a corto y a medio plazo, porque me temo que en este caso el largo plazo no existe, o si fuera a existir, me resulta tremendamente difícil hacer un diagnóstico realista. Lo cual considero que no es problema alguno, ya que su compañía siempre ha estado comandada por dirigentes más bien cortoplacistas, de manera que el no poder hacer un diagnóstico a largo plazo, tampoco supone un problema, ya que dicho diagnóstico no sería de mucha utilidad. Su compañía siempre se ha comportado como un caballo desbocado y ustedes ni siquiera se han enterado de que ha ido acelerando su carrera hacia un abismo que no divisan porque sencillamente no se atreven a mirar más allá de sus narices.

    Los miembros del Consejo de Adminstración de ARK comienzan a emitir un murmullo colectivo que denota intranquilidad. El señor Solanki puede percibir la intranquilidad también a través del sonido que hacen los cuerpos de los miembros del Consejo de Administración de ARK frotándose contra el asiento.

    -Señores, déjenme continuar, la lluvia irrumpirá de un momento a otro.

    Otra vez silencio. No hay murmullo ni sonido de asientos. Parece que el principal problema hoy, el problema de verdad, es que la lluvia va a llegar y alguien va a mojarse.

    Solanki va a seguir hablando.

    -El ciclo se ha realimentado. El bucle se ha convertido en un sumidero de desechos financieros, en una maldita espiral irreversiblemente alimentada por su avaricia. Y el principal problema ha sido su falta de sentido de la humildad. El ego siempre ha desempeñado un papel central en la maquinaria financiera. Y esto no es algo nuevo, saben perfectamente que antes del Volcado el sistema había estado varias veces al borde del colapso y en el momento de la transferencia estaba al límite de su capacidad de crecimiento. Los modelos económicos antiguos se programaron en un sistema informático que permitió reconstruir aquellos modelos, con el consiguiente contagio. Lamento recordarles que en ese sentido, no empezamos de cero. Un poco de humildad habría sido suficiente para corregir algunos defectos del sistema antes de la transferencia, y evitar así el contagio.

    Entonces algunos miembros del Consejo de Administración de ARK recuerdan la introducción que el señor Solanki hizo en su discurso acerca de las enfermedades contagiosas del mundo antiguo.

    -Y ustedes pensarán: alguien tendría que haber parado todo esto. Pues no, señores, eso no va a ocurrir nunca. No podemos rebobinar, hemos ido demasiado lejos. Nunca hemos sido muy prestos a mirar hacia atrás y mucho menos en lo que a finanzas se refiere.

    Ahora Sorensen ya comprende la introducción del discurso del señor Solanki. No tenía nada que ver con las Santas Escrituras. Tenía que ver con el aire. Sorensen inspira. Y expira. Y luego dice:

    -Amigo Solanki, ¿se puede establecer el punto en el que empezó el contagio?

    -Caballeros, aunque no tiene demasiado sentido pararnos a elucubrar sobre el principio, o las causas, o los culpables, algo que ustedes siempre les ha entusiasmado hacer, principalmente porque hemos llegado a un punto de no retorno, les haré un breve resumen.

    El señor Solanki recuerda su conversación con Akira hace tan sólo unos días, entre fichas de ajedrez y una gran tromba de agua que estuvo a punto de ahogarles. Muy probablemente, harán falta algunas palabras más para que quienes le escuchan ahora entiendan mínimamente lo que ha sucedido. Akira es mucho más inteligente, y eso no le sorprende en absoluto.

    -Técnicamente hablando, todo empezó en el momento en que se imprimió el primer papel moneda, hace algunos cientos de años. Consulten la Historia. En el mundo occidental fue en el siglo XVII, aunque en el continente asiático, se puede decir que fue aproximadamente unos ochocientos años antes.

    Caras de extrañeza. Nadie entiende muy bien a qué se refiere la cita histórica que el señor Solanki acaba de mencionar. Mientras, las nubes que han ido acercándose empiezan a descargar las primeras gotas de agua, vuelven los murmullos, y esta vez es más fácil escucharlos, debido a que la atmósfera se ha vuelvo más densa. El sonido se propaga con más facilidad cuanto más denso es el medio a través del cual una onda mecánica se desplaza.

    -El uso creciente del papel moneda –prosigue el señor Solanki-, fenómeno que se produjo debido a la práctica cada vez más extendida de poner un precio a las mercancías, causó la invención y multiplicación de máquinas, máquinas que timbraban uniformemente el papel. Esto, sumado a los principios e incentivos de las finanzas capitalistas, con sus ansias de compra, su amor por las cifras y el crecimiento cuantitativo, que se convirtieron en símbolos de un nuevo tipo de posición social empeñada en la adquisición de más poder, dichos principios aumentaron cuando las demandas de armamento para las guerras fueron suficientes como para convertir la guerra y la existencia de ejércitos en una de las columnas que sostuvieron el sistema al principio. El poder político, pues, se empezó a traducir en términos cuantitativos, es decir, en dinero.

    De esta manera, las guerras llegaron a ser necesarias para garantizar la continuidad de un sistema basado en conseguir beneficios a toda costa, según los presupuestos del capitalismo clásico. Digamos que ése es el origen real de lo que aquí tratamos. Éstas son las bases del sistema que heredamos de nuestros antepasados.

    El señor Solanki hace una pausa para mirar al cielo, que ahora es de un gris metálico de mil tonalidades que llegan incluso al negro.

    -Saben ustedes, sin embargo, que una guerra para sostener el sistema en este momento no es posible. No hay nada que destruir para después volver a construir. Tampoco encontraríamos mano de obra por las razones que ustedes ya saben.

    Sin embargo, y volviendo a las bases del sistema financiero que se creó para el funcionamiento del mundo después del Volcado, había otro error o defecto de forma. La eficiencia del sistema se ha medido siempre en el recuento de beneficios económicos, que podríamos llamar beneficios brutos. Pero el beneficio neto de la mecanización y la tecnología del mundo anterior no ha sido realmente tan positivo como nos quisieron hacer creer, si se hubieran tenido en cuenta otros factores como la contaminación del planeta, lo que llevó al colapso ambiental, la muerte prematura de personas, e incluso el genocidio.

    Silencio.

    Y de nuevo caras de sorpresa.

    -Sí, señores, el genocidio. Allá donde el hombre se ha establecido, le han acompañado la esclavitud, el expolio de tierras, la ausencia de la ley, el etnocidio y el puro exterminio. Y por encima de todo, el continuo arruinamiento de los recursos, con el único fin de garantizar la continuidad de la raza, alargar la vida y enriquecerla. Y como pueden ustedes deducir, esto no es algo que con el Volcado se hubiera solucionado. Después de agotar y arrasar el planeta, el hombre ha colapsado el nuevo mundo que se creó a su medida en tan sólo unos pocos años. No tiene sentido sentirse satisfecho por nuestra actual comodidad cuando está claro que siempre hemos transitado por la senda de lo insostenible.

    ¿Acaso pensaban ustedes que se podía alargar la vida de todas las personas indefinidamente si eso ha de suponer un coste económico? ¿Creían que iba a ser posible mantener el nivel de comodidades por toda la eternidad sin pagar las consecuencias?

    La sensación entre los presentes es la sensación que uno tenía cuando de niño había roto algo de un gran valor, cuando el juguete preferido había sido aplastado por un autobús, cuando había acabado el partido con una derrota y no había tiempo añadido, cuando uno había estrellado el coche, el instante de después, justo después, sin posibilidad de retroceder esa centésima de segundo en el tiempo. Se acabó. Fin.

    La lluvia comienza a caer con cierta copiosidad. El tono de voz del señor Solanki aumenta en la misma proporción que el ruido del agua cayendo en la arena del suelo.

    -¡De ninguna de las maneras! Nunca dependiendo de un sistema financiero como el que conocemos, que sólo entiende de crecimiento cuantitativo. Su sistema de pensiones ha resultado ser un gigante con pies de barro. Su seguridad social fue desde el principio una casa sin cimientos, una utopía en la que se depositaron las esperanzas de muchos seres humanos, en forma de fondos de pensiones, a fin de darle la espalda, en definitiva, al monstruo que es para todos nosotros el temor a la muerte.

    En un mundo libre de dicho sistema, quizá el plan habría funcionado. No en este, caballeros. Podríamos decir que la vida que llevamos es económicamente insostenible. Insostenible porque un sistema calibrado únicamente por los beneficios económicos que genera, es a largo plazo un círculo vicioso que se realimenta. No sólo hemos puesto valor a las mercancías, sino a la misma vida de las personas. Además, otro error de base que heredamos del mundo anterior es el no haber tenido en cuenta el factor del esfuerzo humano como método de valoración de éxitos y fracasos.

    Hemos llevado una vida sin esfuerzo, hemos dispuesto de una plétora de mercancías y servicios obtenidas sin esfuerzo, ni físico, por supuesto, ni mental. Los seres humanos han sido apresados en una trampa de riqueza, y han sido convertidos en drogadictos del bienestar. La idea de esfuerzo ha desaparecido, no nos acordamos de los progresos obtenidos a través de dicho esfuerzo. Hemos disfrutado de una vida pagada a plazos, como todo, con una tarjeta de crédito sin fondo, pagando el interés de la existencia que se ha ido haciendo cada vez más nauseabunda. Se inventaron ustedes un mundo sin trabajo, sin esfuerzo, sin obligaciones, una sociedad del ocio, sin darse cuenta de que no podían pagar la factura. Factura que todo el mundo imaginó que podría ser liquidada gracias a lo que les dije anteriormente que era la raíz real del problema: el crédito.

    De nuevo, silencio. A lo lejos se oye un trueno. El cielo se oscurece. Es como si alguien hubiera preparado todo esto. Como en las ficciones. La espesura de las nubes es evidente. El aire se comprime. La humedad relativa es máxima. El señor Solanki ya sabía que esto iba a ocurrir.

    -El crédito es una creencia piadosa, que raya en lo religioso, en la capacidad del sistema para seguir funcionando indefinidamente. Hemos creído ciegamente en la condición ilimitada de la disponibilidad de efectivo con el único límite de nuestra estupidez. De manera que si el antiguo dinero y las antiguas reservas de oro eran limitados, el crédito como lo conocemos ahora, no lo es. Así pues, el dinero ahora no conoce límites cuantitativos, hasta hoy, y la consecuencia de todo es que la abstracción inherente en los mecanismos de pensamiento humano ha sustituido a la realidad, al valor real de las cosas. La economía en su origen se basaba en el valor real de las cosas, hoy esto no ocurre. De hecho, incluso en los tiempos anteriores al Volcado, poco antes de la transferencia, dejó de ser así. El montante en créditos superó al circulante y eso fue lo que contaminó el sistema. Y el Volcado absorbió tal condición.

    Sin embargo, antes del Volcado, cuando había un colapso del sistema, había ciertos mecanismos que permitían volver a un estado originario. Se podía imprimir más papel moneda, o se devaluaban las divisas, o incluso, como he dicho antes, a través de una guerra, se generaba una demanda de mercancías y mano de obra. Pero todo esto, saben ustedes perfectamente que ya no es posible. Los productos derivados, y con esto me refiero a todo lo que podemos comprar a crédito hoy en día, desde una casa hasta un servicio meteorológico, han hecho implosionar el sistema, y lo han convertido en un gigantesco activo tóxico. Lo que nos lleva a la consecuencia final.

    Nadie se atreve a pronunciar una palabra. Sorensen no deja de retorcerse en su asiento

    -La consecuencia final del exceso es que el conjunto de activos tóxicos ha empezado a comportarse como un… virus.

    La última palabra que el señor Solanki ha pronunciado llega a los oyentes con cierto retraso con respecto al movimiento de sus labios. La última palabra que el señor Solanki ha pronunciado llega a los oyentes con un par de octavas por debajo del timbre usual de su voz. Las frecuencias graves son más difíciles de localizar en el espacio. Por eso, parece que la palabra ‘virus’ haya sido pronunciada por alguien que no es el señor Solanki. La sensación que tienen los oyentes es que algún ser invisible desde algún lugar que desconocen pero que está encima de sus cabezas, ha dicho esa palabra.

    El señor Solanki, no obstante, va a seguir hablando.

    -Un virus que se está extendiendo por todo el sistema y para que ustedes lo entiendan, está incluso en el aire que respiran.

    Sorensen inspira. Y expira. Los miembros del Consejo de Administración de ARK inspiran. Y expiran. La segunda vez que el señor Solanki ha pronunciado la palabra ‘virus’ también ha sido percibida por todos los oyentes como si procediera de algún otro ser situado en algún lugar desconocido por encima de sus cabezas.

    -¡No!

    La exclamación de Sorensen llega a los oídos de los miembros del consejo de administración de ARK con un componente armónico que les recuerda al efecto sonoro conocido como reverberación. La razón que explica la existencia del componente armónico que acompaña a la exclamación de Sorensen es la misma razón que explica que el aire que están respirando ahora mismo está contaminado. El sonido se propaga por el aire, es una onda mecánica. El aire está contaminado. El sonido tiene armónicos que no deberían estar ahí.

    -¡No, no y no!

    Cada uno de sus monosílabos ha ido acompañado de su correspondiente golpe de puño en la mesa. El sonido que ha emitido cada golpe de puño ha ido acompañado de su correspondiente armónico de reverberación.

    Mientras todavía reverberan los golpes que acaba de dar en la mesa, Sorensen piensa que el señor Solanki está tratando de sacarle de quicio utilizando palabras que habían quedado totalmente borradas del software de lenguaje. ‘Virus’ es una de esas palabras. Supone que el señor Solanki ha obtenido la capacidad de pronunciar esa palabra en alguno de los niveles de realidad, o a través de alguno de esos hackers con los que pasa sus ratos libres. La palabra ‘virus’ fue eliminada de todos los protocolos de lenguaje por orden misma de Sorensen, porque el fenómeno real al que representaba la palabra ‘virus’ fue totalmente erradicado antes del Volcado. ARK se aseguró de que todos los virus que existían y que podían llegar a existir eran inofensivos al sistema. Invirtieron cantidades enormes de dinero en la creación de barreras y sistemas de seguridad antivirus. No existía forma alguna de que entraran en todo el entorno.

    Aquellos antiguos virus se propagaban a través del software principalmente en los sistemas operativos para consumir los recursos. El nuevo entorno estaba basado principalmente en software, así que había que realizar una tarea perfecta en ese aspecto. Hubo que aislar la red de ARK. Gusanos y bombas lógicas no pudieron entrar nunca en el sistema. Y todo continúa igual. La red de ARK permanece totalmente a salvo de cualquier ataque exterior.

    -Señor Solanki, se está equivocando. No use usted palabras innecesarias. Sabe perfectamente que el sistema ideado por ARK se diseñó a prueba de todo tipo de virus, sabe que en los veinte últimos años anteriores al Volcado no se produjo ni un solo caso de infección de sistemas por virus. Es imposible. La transferencia fue totalmente limpia.

    -¿Quería decir, señor Sorensen, que no use palabras innecesarias? ¿o se refiere usted más bien a palabras prohibidas? Si quiere, ya que veo que tiene usted cierta fobia a según qué palabras, utilizaré el término ‘enfermedad’. No me ha entendido usted. Cuando he dicho virus, no me he referido a lo que todos ustedes recuerdan como lo que infectaba un sistema para el tratamiento de la información. Es verdad, ARK acabó con todo aquello, e incluso la palabra desapareció de sus vocabularios. Es curioso que si bien ustedes no pueden pronunciar ciertas palabras, el concepto, sin embargo, sí que aparece en sus pensamientos. Parece que el Volcado no tuvo en cuenta ciertas conexiones neuronales que se producían en nuestros cerebros biológicos.

    El señor Solanki sonríe.

    El señor Solanki adquirió la capacidad de articular según qué palabras de la misma forma que adquirió según qué capacidades y habilidades: totalmente fuera de la legalidad. Su gran amigo Akira tiene que ver con todo eso.

    -Señores, es aquí donde quería llegar. Todavía no llueve lo suficientemente fuerte.

    Solanki gana.

    -Brevemente les explicaré lo que va a ocurrir a partir de ahora. Les recuerdo la breve introducción en la reunión de hoy sobre la historia de la Medicina y las creencias sobre las enfermedades contagiosas. Quiero que entiendan que el fenómeno que ha comenzado originado por los activos tóxicos se comporta como una enfermedad contagiosa como las que conocíamos en el mundo antiguo. El aire sintético que respiran ya debe estar contaminado con este nuevo e irreversible fenómeno. Me temo que el virus, o si ustedes prefieren, la enfermedad, se va a extender en relativamente poco tiempo y además de afectar al sistema financiero, va a afectar a todos los usuarios y a todo el entorno. Sus sistemas antivirus están diseñados para ataques desde el exterior a la red de ARK. Pero la enfermedad viene de dentro, es un problema interno. Recuerden lo que ocurría en el antiguo mundo cuando alguien moría. El cadáver se descomponía en pocos días devorado por los gusanos, desde dentro del cuerpo, no desde fuera, y quedaba reducido a cenizas. ¿Pueden intuir el tipo de final que nos espera a todos?

    Sorensen intenta hacer ver que no está realmente asustado. De la preocupación ha pasado al más primitivo de los miedos en unos pocos minutos. Para él, sí está lloviendo con fuerza. Y empieza a notar cómo la linealidad de la lógica de su pensamiento empieza a dejar de ser continua. Está empezando a sentir cómo algunos intervalos vacíos le impiden enlazar sus razonamientos. Y no consigue ver el alcance del problema.

    -¿A qué se refiere usted cuando dice el ‘entorno’?

    El señor Solanki, sin embargo, sí puede controlar la linealidad de sus pensamientos.

    -Señor, Sorensen, tiene que entender la palabra entorno como el ‘todo’, si quieren, o mejor dicho, como el mundo que conocemos hoy. El contagio va a afectar a todas y cada una de las facetas de nuestras vidas, ese es el gran inconveniente de la gran conexión que existe entre lo material y lo que hay dentro de nosotros, el alma, si quiere llamarlo así, y si es que de eso nos queda alguna mínima parte. A la práctica, lo que va a ocurrir es que todos nosotros vamos a enfermar y muy probablemente, a morir poco a poco.

    El cielo ahora es de color negro. La lluvia de ahora sí le empieza a parecer fuerte al señor Solanki. Los miembros del Consejo de Administración de ARK intentan comprender y asimilar lo que acaban de escuchar. Ahora todos sienten más o menos lo mismo. Acaban de ser los primeros en saber lo que va a ocurrir en un futuro más o menos cercano. Al tiempo que empiezan a notar la falta de linealidad en la lógica de su pensamiento.

    Ahora la lluvia arrecia sobre la arena del desierto, que se ha ido transformando en un lodo de una espesura suficiente para mantener a los miembros del Consejo de Administración de ARK atrapados en el suelo sin poder moverse. El nivel del agua sube a un ritmo suficiente para que en pocos minutos esté a la altura del cuello. Parece que los presentes no van a morir poco a poco. Parece que los presentes van a morir ahogados en este momento. El agua está llenándolo todo, por lo visto el entorno de simulación del desierto de Atacama tiene sus propios límites. Por lo visto, las dimensiones del entorno de simulación no son mayores que las dimensiones de sala de reuniones que había en un principio en este lugar. El entorno de simulación es un prisma de paredes transparentes de las mismas dimensiones que la sala de reuniones. Un fallo del sistema. Otro.

    El señor Solanki ya no tiene mucho más que decir.

    Sorensen y el resto se están ahogando.

    El prisma de paredes transparentes se ha llenado totalmente de agua negra y lodo.

    El señor Solanki desaparece.

    Sorensen desaparece.

    Pero Solanki gana.

     

  3. La baulera de Allmanzor: Pitch black – David Twohy (2000)

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     ¡Saludos, queridos Exégetas! Tras el apogeo veraniego (en el hemisferio norte Terrestre), es hora de echar nuevamente la vista atrás para recordar otra de esas producciones que tanto excitan nuestra imaginación. Volvemos al cine, pero esta vez lo haremos hasta el umbral del siglo XXI, con un film de puro entretenimiento que, envuelto en un paquete aparentemente simple, nos ofrece detalles dignos de analizar.

    Pitch black. David Twohy. Año 2000.

    Tal vez no nos equivoquemos al señalar que el director David Twohy era relativamente conocido por haber escrito el guión de la adaptación cinematográfica de la serie “El fugitivo”, que protagonizó el actor Harrison Ford, en 1993. Pero sin duda alguna, su definitiva marca ha quedado al pasarse a la dirección con una saga que tiene al asesino Riddick como inusual protagonista.

    Una astronave surcando el cosmos. Pasajeros y tripulantes hibernados. La cola de un cometa en su camino. Pequeños fragmentos de éste perforan el casco en varios puntos y provocan, aparte de serios daños en el vehiculo, la muerte del capitán de la nave. Tras ser despertados de su sueño espacial, el resto de tripulantes comprueba que se hallan en caída imparable hacia la superficie de un planeta. Así, sin tregua, se da inicio a esta aventura.


    Tras un aterrizaje forzoso (que se nos muestra de forma espectacular y magistral), la mayoría de pasajeros han perecido, quedando sólo un puñado de supervivientes y la piloto de la nave. La exploración de los alrededores del desastre pronto muestra que se hallan en un enorme desierto, con pocas posibilidades de aportarles agua o alimentos. Para colmo de males, pronto advierten que el planeta gira en un sistema con tres Soles, y que la luz y el calor son perpetuos. Sus problemas no acaban ahí, pues uno de los pasajeros supervivientes es un peligroso asesino que ha conseguido escapar al desierto y que ahora tiene en jaque al grupo.
    Cuando más tarde descubren una estación geológica abandonada, en la que hallan una pequeña nave salvavidas que puede sacarlos de la trampa desértica en la que se encuentran, las esperanzas renacen. Pero la estación también contiene una esfera armilar que insinúa la posibilidad de un inquietante eclipse de los tres Soles. Los náufragos inician los preparativos para poner en funcionamiento la nave, pero es entonces cuando sobreviene el eclipse y la oscuridad total se cierne sobre el mundo, momento en que descubren con horror que algo ha despertado en el planeta y que más les valdría no haberse estrellado allí…

    La unión de los géneros de Terror y Ciencia ficción se ha dado desde hace mucho en el mundo del cine, con dispares resultados. Alien fue un gran éxito partiendo de una premisa simple, y es el ejemplo por antonomasia con el que cualquier otra obra parecida habrá de soportar comparación. Pitch black no escapa a esta circunstancia, pero si hacemos el esfuerzo de indagar en los entresijos de su guión, descubriremos detalles interesantes que al menos le han dado ya la categoría de obra de culto.
    Esta es una de las primeras películas protagonizadas por el actor Vin Diesel, y hay que decir que su papel de asesino desconcierta. El personaje es claramente desalmado y lucha por su propia salvación, pero aun así va ganando protagonismo a lo largo del metraje, hasta que al final en sus manos estará el salvar a los demás supervivientes o escapar él solo. La decisión que tome se producirá en un dramático diálogo sobre moralidad y voluntad de supervivencia.
    Pero sin duda el peso de toda la historia lo lleva la actriz Radha Mitchell. Su personaje de la piloto Carolyn Fry, que consigue aterrizar la nave y salvar al menos a un pequeño grupo de pasajeros, posee matices muy interesantes. Su relación con Riddick será tensa y basada en el miedo que el convicto le provoca, entrando en un tira y afloja entre éste y el policía encargado de vigilarlo.
    Tenemos aquí a otros personajes quizás más estereotipados, pero las discusiones y charlas que mantienen van un paso más allá de lo que se suele ver en producciones de este tipo, y los diálogos no tienen desperdicio alguno. Estamos hablando de una película con dos lecturas: la obvia de terror y supervivencia, y otra en la que sí importan los personajes, cosa menos frecuente de lo que se piensa.

    Curiosamente, Richard B. Riddick (convicto y criminal, como él mismo se presenta) es aquí un personaje seudo secundario, que va adquiriendo más relevancia conforme avanza la historia y que se convertiría en el héroe de la saga a la que da nombre en “Las crónicas de Riddick”, continuación de Pitch black en un tono totalmente distinto. Pronto veremos el estreno de la tercera parte de esta historia que comenzó como una interesante película de serie B y que ha crecido y migrado a otros niveles.

    Escenas memorables que Pitch black nos ofrece son, sin duda, toda la parte inicial con el accidente de la nave. Un portento de ritmo y tensión. El grito de júbilo de la piloto Carolyn Fry al descubrir la nave salvavidas que puede sacarlos del planeta, y la soberbia y magnífica escena del eclipse, otra muestra visual de auténtica maestría.

    El conclusión: Pitch black es en esencia una película de aventuras/terror (que juega con la oscuridad como elemento principal), pero que contiene suficientes atractivos visuales e incluso argumentales para pasar un buen rato y que vale la pena rescatar. Una primera parte que ha dado pie a una saga que pronto será trilogía y que, pese a la dispar acogida de la continuación, tiene el curioso mérito de seguir las peripecias de un personaje colocado en situaciones totalmente distintas, a diferencia de la eterna condenación a que se vio sometida nuestra querida teniente Ellen Ripley.

  4. Cuentame tus recuerdos

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    El paciente de la ficha número diez era un hombre joven, de complexión fuerte y mirada desvaída, diríase que confusa. Un estado que no podría reprochársele a nadie que se encontrase maniatado a una camilla.
    —Héctor, cuéntame tus recuerdos.
    Un hombre de bata blanca observaba al sujeto postrado en su condición de enfermo-cautivo, impasible a los efectos que su invocación había producido en él. El paciente se sacudió al compás de una respiración agitada, al tiempo que intentó deshacerse de sus ligaduras.
    Poco a poco su respiración fue ralentizándose, desistió de su sueño de libertad y habló. Habló con la enfebrecida locuacidad de aquellos a quienes importa poco ser escuchados, con la locura de un náufrago de sesos derretidos por el Sol, aferrado a la vida en una precaria almadía. En la habitación, una enfermera armada de papel y bolígrafo, se disponía a tomar notas.
    —“El ambiente era húmedo y pegajoso. Las moscas bullían inquietas en busca de sudor fresco, los patos se afanaban en la captura de larvas de insecto, inmersos sus picos en el arrozal. El Monzón andaba cerca. Durante esos preparativos de tormenta, Selim se me acercó con su balandro de juguete.
    —Héctor, se ha roto el mástil, ¿puedes arreglarlo?
    Cogí el juguete y sopesé con ambas manos la embarcación de mimbre trenzado. Me había llevado tiempo construirla, siempre bajo la mirada atenta y anhelante del niño. Arrojé el balandro al suelo y lo pisoteé. El mimbre exhaló un lamento sordo bajo mis botas.
    Selim prorrumpió en un lloriqueo convulso.
    —¡Vete! –le grité, encorvándome junto a su oído.
    Di la espalda al mocoso y a su llanto y me dirigí al poblado. Divisaba ya los techos de paja envejecida, cuando Alan me salió al paso desde detrás de unos arbustos. Se quedó allí, en mitad del sendero, para impedirme el paso con una sonrisa jactanciosa enmarcada en el interior de un rostro de patata, cicatrizado en hoyuelos de acné. Su súbita aparición provocó en mí el reflejo de aferrar la culata del fusil de asalto colgado en bandolera sobre mi hombro.
    —Héctor, Hectorcito, ¿tendrás cojones de hacerlo? –me increpó, en un intento por azuzarme.
    —Siempre he cumplido con mi deber de soldado. El hecho de que no esté tan deseoso como tú, no significa que vaya a desobedecer una orden.
    —Dentro de unas horas veremos de qué material estás hecho.
    Proseguí mi camino propinándole un golpe con el hombro al llegar a su altura. Se hizo a un lado.
    —Ya sabes, mariquita el último y traidor el que se raje.
    —Capullo –mascullé entre dientes.
    Me dirigí a casa de Oparika, tenía que recoger mis enseres personales y mi mochila. A la puerta de la choza, su anciano padre contemplaba los arrozales sentado sobre un tronco. En ausencia de sus hermanos, absorbidos por el torbellino de la guerra, la chica cuidaba de él, cumpliendo además con el cupo que les correspondía por familia en concepto de laboreo.
    Al verme, Oparika corrió a estrecharse entre mis brazos. Noté la turgencia de sus senos bajo sus livianas ropas y mi grueso uniforme. Quise corresponder a su abrazo pero la rechacé, apartándola con brusquedad.
    —¿Qué te ocurre?
    ¿Era una pregunta, un ruego o un reproche? Nunca lo supe.
    —Nada. Tenemos que irnos.
    Su mente no pareció digerir el aplomo de mi respuesta. Guardó silencio unos momentos, para quejarse al fin:
    —Me dijiste que vosotros os quedabais, que no os iríais tras el resto del ejército.
    La chica intentó una nueva aproximación. Me deshice de ella con violencia”.
    Héctor enmudeció, su locuacidad parecía haberse truncado en un silencio más bien provocado por la amnesia que por una negativa a colaborar. Los recuerdos del joven se apelotonaban en una barrera fronteriza, en una aduana que imponía un elevado peaje de salida a cada vivencia pasada, deseosa por abandonar el claustro de la mente. Una línea de frontera que impedía a la memoria fluir en busca del orfebre de las palabras: la consciencia angustiada del propio Héctor.
    —¡¿Qué le hiciste a la chica, Héctor?! –tronó la voz del Doctor Malenkovich, imperiosa, acuciante.
    El joven sufrió la convulsión de una descarga anímica, nuevos espasmos le hicieron agitarse en la camilla.
    —Andrea, inyéctele cinco centilitros de dopamina.
    La enfermera dejó las notas sobre una mesa, al cabo volvió a recogerlas amparándolas contra su pecho. Su nervioso titubeo acabó por enfrentarla al Doctor:
    —No creo que suministrarle esa substancia sea lo más indicado en estos momentos.
    —¡Obedezca!
    Abandonó el parapeto de sus notas arrojándolas sobre la mesa. Con porte crispado se dirigió a unas estanterías donde reposaban varios frascos preñados de fármacos capaces de potenciar, distorsionar o anular la mente más estabilizada. Con dedos temblorosos revolvió en el anaquel. La mala fortuna, o un deseo soterrado, hizo que el frasco escogido se desprendiera de su mano. Pequeños fragmentos de cristal se mezclaron con un líquido espeso, el embaldosado perdió relieves y formas bajo el estropicio.
    —¡Muy oportuna, Andrea!, ¡muy oportuna!
    La enfermera, de rodillas, intentaba recoger los pedazos de vidrio.
    —¡Váyase, váyase!
    Tras la feroz despedida, el Doctor prosiguió el interrogatorio. Intentó arrancar nuevas palabras a su paciente, sin el punzón de una socorrida farmacopea.
    —¡¿Qué le hiciste a la chica?!
    Como una hoja presta a desprenderse tras la acometida de un viento de otoño, Héctor tembló en su naufragio emocional aferrado a la camilla-almadía.
    —¡La abofeteé!, ¡la abofeteé!, ¡la abofeteé!
    Aliviado por la liberación de unos recuerdos, encajonados en el estrecho oviducto de la memoria, el joven lloró.

    Andrea entró en la habitación, Héctor se encontraba en el otro extremo de la misma, junto a una ventana. Los rasgos de su rostro, marcados aún por el sufrimiento, se encontraban bañados por los trémulos resquicios de un sol amortajado por una endeble cortina, acunada por el aire del exterior.
    —Su medicación.
    La enfermera depositó un vaso de agua y una píldora sobre la mesa donde el paciente reclinaba su torso. El joven dejó de manosear una hoja de papel con dedos torpes. Varias cartulinas arrugadas se amontonaban entre las patas de la mesa, cual borreguillos escapados de una guía de manualidades de papiro.
    —¿Qué está haciendo?
    —Intento confeccionar una mariposa. Una vez construí un balandro de mimbre, el entrelazado con materia vegetal es mucho más arduo, requiere una técnica más depurada. El papel siempre fue mi material preferido, no entiendo por qué no soy capaz ahora de moldear un simple insecto.
    —Quizá sea debido a su convalecencia –aventuró la mujer.
    —No, no lo creo, desde mis años de escuela siempre fui un virtuoso en el arte de la…
    —Papiroflexia —le ayudó la cuidadora ante lo que parecía un nuevo embotamiento del paciente número diez.
    —Sí, así es. Así se llama el arte.
    —Descanse, volveré dentro de poco.
    Andrea abandonó la habitación con pasos mesurados para no perturbar la concentración de Héctor, pues, de nuevo, se disponía a transformar la lisura de otra hoja en una masa de papel amorfa, esculpida con el cincel de la arruga.
    Cruzó una serie de corredores hasta llegar al despacho del Doctor Malenkovich. Estaba segura de ello, su cita con el hombre de ciencia de ojos fríos y convicciones férreas iba a consistir en un rapapolvo por lo ocurrido en el transcurso de la mañana. Con toda probabilidad, el Doctor informaría a la Junta Directiva de su reprochable comportamiento y, con toda probabilidad, procederían a su despido. Se lamentó de su situación, entrar a formar parte de la plantilla de una clínica de investigación como aquella no había sido fácil.
    Llamó a la puerta con humildes toques, desprendidos de sus nudillos sin convicción alguna.
    —Entre.
    Malenkovich se encontraba sumergido en un marasmo de notas y artículos a medio componer de apretada caligrafía. Al Doctor le gustaba escribir a la antigua usanza, con estilográfica y papel cuadriculado por líneas de tenue costura, afición que extendía a sus ayudantes; a los cuales obligaba a tomar notas sobre la reacción y estado de sus pacientes.
    —Siéntese, Andrea.
    Malenkovich continuó inmerso en el revoltijo de anotaciones sin prestar más atención a la chica. Sobre el escritorio, un busto de Sigmund Freud, utilizado como pisapapeles, parecía dirigir una mirada de reproche hacia la enfermera.
    Por fin, el Doctor encontró satisfactoria la nueva remodelación en el caos de su mesa de trabajo.
    —Y bien, Andrea, ¿cuáles son sus excusas?
    —La dopamina es un estimulador cortical, suministrar esa substancia no era el proceder más adecuado, dado el estado de agitación del paciente.
    —¿Es usted tan arrogante como para creer que su criterio está por encima del de un Doctor?
    Malenkovich clavó unos ojos fijos en Andrea, instándola a responder sin demora.
    —¿Por qué revivir recuerdos olvidados cuando esto genera tal angustia en un paciente?
    —Me responde con otra pregunta. Es usted una chica bastante impertinente. ¿Nunca se lo habían dicho?
    Parecía divertirse con sus amonestaciones, o lo que quiera que aquello fuese.
    —Nosotros no revivimos recuerdos, los creamos.
    Hizo una pausa para analizar la estupefacción de la enfermera.
    —Podemos codificar la información a nivel molecular, una síntesis proteínica adecuada puede suministrarnos la memoria que elijamos. Recuerdos de grandezas, de miserias, recuerdos dulces y agrios. El bazar de la evocación, de la remembranza y el recuerdo está a punto de abrirse al público. Somos la suma de nuestras vivencias, no me negará que éste es un mercado con un gran potencial.
    Andrea pensó en las dificultades de Héctor por recuperar una afición que nunca había tenido. Una afición de la que desconocía también su palabra técnica: papiroflexia.
    —¿Quién deseará comprar recuerdos como si fueran un traje a medida? –preguntó perpleja la enfermera.
    —La gente deseosa de olvidar, deseosa de apoyar su presente en un pasado digno, incluso grandioso.
    —Dígame, ¿por qué escogió una neurosis de guerra?, ¿por qué no un divorcio o una juerga de Noche vieja?
    —Necesitábamos emociones fuertes para cotejar datos con un mínimo de error, para contrastar las palabras que fluyen de la memoria real del paciente, con los recuerdos de artificio. Además, hemos comprobado que la angustia hace más efectiva la droga.
    La frialdad aséptica de Malenkovich sobrecogió a Andrea.
    —Pero, es inhumano. Ese hombre sufre con cada sesión.
    —Se trata de voluntarios. Parados de larga duración, gente asediada por impagos, inmigrantes sin futuro…
    El Doctor observó el rostro desolado de Andrea, un temblor involuntario en los labios de la mujer delataron en ella una inclinación empática hacia los menesterosos, débiles o heridos.
    —Vamos, vamos, señorita, deje a un lado su candidez, ¿o acaso cree usted que el avance en medicina sólo se consigue a través de ratas de laboratorio? Nuestro “fijador de memoria” no es ni será el único fármaco que se consiga con la omisión flagrante del juramento hipocrático.
    —Héctor, ¿qué ocurrió después de que abofeteara a la chica?
    El paciente guardó silencio, maniatado a la camilla observaba el infinito que se extendía más allá del techo de la habitación.
    —Dejamos la historia en ese punto, ¿lo recuerda? –insistió el Doctor.
    —“Sentí un dolor punzante, una desgarradura que se abría camino en alguna parte ilocalizable de mi cuerpo. Lloré, lloré como hacía años que no recordaba haberlo hecho. Oparika, tendida en el suelo, no entendía el origen de mi conmoción. Alzándose, volvió a abrazarme con renovada efusividad.
    ¿Cómo podíamos hacerles semejante cosa a aquella gente? Ellos, pobres campesinos que habían hospedado a nuestro ejército en retirada, compuesto por hombres hambrientos y cansados, que habían atendido heridos y colmado estómagos y apetitos de diversa índole. Oparika estaba ahí, pegada a mi cuerpo para recordármelo con la calidez del suyo.
    —Coge a tu padre y a los bueyes y marchaos de aquí. Huid.
    La chica se estrecho a mí con más fuerza.
    —No me asustes Héctor, ¿qué es lo que ocurre?
    —Sois demasiado hospitalarios. Dentro de pocos días el enemigo habrá llegado a vuestra aldea y le dispensaréis el mismo trato que a nosotros. Curaréis sus heridas y le avituallaréis, con lo que dispondrá de renovadas fuerzas para ir tras nuestro ejército.
    Oparika lloraba, pareció entender que el infortunio, con sus negras alas, había decidido aterrizar en su vida y en la de toda su gente. Enjuagué sus lágrimas con mis manos e incliné mi cabeza hacia su rostro aniñado, de salientes pómulos.
    —La guerra no entiende de asuntos humanos, no es humana. Atiende solo a su propia dinámica, y esa dinámica es la destrucción y la muerte. ¿Comprendes lo que trato de decirte?
    —No podemos irnos. Tenemos que cuidar de la siembra, pronto habrá cosecha.
    Esperaba aquella respuesta. La gente de Oparika solo tenía un lugar al que huir, un lugar que les acogiera: el hambre de los caminos.
    En el exterior resonaron unos disparos. El sargento había decidido adelantar la hora de la operación. Aquello era un mal trago para todos.
    Salimos fuera de la choza al tiempo que el padre de Oparika entraba asustado. Varios soldados disparaban a bueyes y búfalos acuáticos que se hallaban paciendo por las cercanías de la aldea, otro grupo incendiaba las viviendas arrojando antorchas sobre las techumbres de paja. Reconocí a Alan, su risa jactanciosa se había transformado en un alarido de locura. El grito de guerra crecía en la garganta enrojecida del soldado, mientras lanzaba teas corriendo de una casa a otra. Al llegar a nuestro lado nos sonrió con la amabilidad de un vecino en una mañana de domingo, y sin dejar que la blancura de sus dientes se ocultase tras los labios incendió el establo de Oparika. Retuve a la chica con todas mis fuerzas, ella se revolvió y chilló. Empujándome, logró liberarse del cautiverio de mis brazos. Corrió hacia el establo, los animales de labranza eran su vida, sin ellos no había cosecha. La perseguí para retenerla de nuevo, pero Alan me propinó un culatazo en la cara.
    Cuando desperté, el pueblo era un amasijo de cenizas y escorias humeantes salpicado de cadáveres, en su mayoría de animales domésticos; aunque podía adivinarse, entre la ruina y el humo, el bulto inerte de algún aldeano que se había opuesto a la destrucción. Entre las víctimas no pude encontrar a mi amada, su cuerpo se había consumido en el interior del establo.
    El sargento chilló una orden y los hombres surgieron de entre los escombros para formar. Fuimos apelotonándonos con el mutismo más absoluto grabado en nuestros semblantes, éramos una especie de zombis prestos a regresar a acogedoras sepulturas sin lápida, sin señal ni epitafio, ni nombre alguno que impidiera el anonimato necesario con el que arroparse en el olvido.
    En estricta formación, cabizbajos y culpables, abandonamos la extinta aldea en silencio”.
    —Perfecto, perfecto. Muy bien Héctor, le permitiremos descansar una larga temporada.
    Malenkovich irradiaba felicidad. Se sentía artífice, causante del derrumbe de una nueva frontera que impedía el ensanchamiento de los conocimientos del género humano. Gracias a él, la ciencia, ese saber de saberes, podía transformar la mente en una lámina de papel en blanco para escribir en ella lo que se quisiera. Darle relieve y forma, moldearla con el realismo de una figura arrancada al papiro.
    Andrea, por el contrario, no compartía con el Doctor la emoción del triunfo. Sentía una honda tristeza por el paciente, el conejillo de indias identificado con la ficha número diez que habría de convivir, quizá para siempre, con un recuerdo terrible que no era suyo, con un amasijo de emociones, tejidas con angustia y dolor, confeccionadas por el propio Malenkovich o por algún otro pirado de su equipo de laboratorio.

    Malenkovich, sentado ante su escritorio, cotejaba datos con su ayudante el Doctor Lem. El busto de Sigmund Freud ofrecía la nuca al subalterno en equilibrio sobre un montón de anotaciones.
    —¿A qué se ha debido esa fisura en el comprimido de recuerdos del “fijador de memoria”? –preguntó Lem.
    —No lo sé, no logro explicármelo. El sujeto es informado del objeto de la experimentación. De alguna manera, esa información ha sobrevivido al “lavado” previo al suministro del comprimido. Es desconcertante, únicamente se trataba de introducir las experiencias de una cuidadora con una víctima de shock bélico.
    Malenkovich apoyó los codos en la mesa y con ambas manos agitó con impaciencia el pelo de su cabeza.
    —Lo más portentoso es que esa información superviviente ha sido enlazada en el comprimido de recuerdos, permitiendo al sujeto construir una historia coherente –añadió.
    —La memoria, la memoria real, tiene compartimentos estancos, cierres de seguridad. Quizá nunca lleguemos a reventar todos sus cerrojos –profetizó el ayudante.
    —No diga usted eso. Nunca hay que arrojar la toalla, experimentaremos con nuevas substancias. Acompáñeme.
    Los dos hombres abandonaron el despacho, cruzaron una serie de corredores y llegaron a la habitación de experimentaciones.
    El paciente número diez les esperaba maniatado a la camilla, con la mirada desvaída, diríase que confusa, buscaba refugio en las alturas del cielo raso. La voz de Malenkovich reverberó en la habitación en penumbra, como la de un dios a la espera de que se le rindieran cuentas por pecados reales o ficticios.
    —Andrea, cuéntame tus recuerdos.